Artículo tomado de la revista Veintiuno, n.º 39 (otoño de 1998), pp. 67-82, traducido del alemán original por Francisco A. Caballero y Austerlitz.
Introducción de Dalmacio Negro
A partir de 1989, con la implosión de la Unión Soviética unida a la mal llamada «globalización», ha aparecido una literatura, cada vez más abundante, sobre el fin del Estado, tema al que también se presta creciente atención en congresos y reuniones científicas. Existe una cierta unanimidad en que apenas queda del Estado su aspecto fiscal, en que la estabilidad ha quedado reducida a lo que era para Schumpeter su esqueleto, el Estado Fiscal. Este breve ensayo de Carl Schmitt versa, pues, sobre un asunto candente de la mayor importancia, al que también se refirió el gran jurista alemán en otros lugares. Aquí explica la ambigüedad con que se usa la palabra Estado, que dificulta la comprensión del tema y las causas históricas de su posible desaparición.
Carl Schmitt pertenecía a la tradición estatal, no ciertamente estatista, de Hobbes. Para él, era el Estado una de las grandes creaciones de la civilización europea; la única forma política que ha logrado hasta ahora objetivar la razón política, lo público. Viendo su decadencia, se autoproclamó, no obstante, el último partidario y defensor del «Pius publicum europaeum», una manera del Derecho capaz de encauzar y moderar las relaciones políticas entre los pueblos, sólo pensadle, empero, si la forma política es precisamente el Estado. La tradición política estatal no consideraba al enemigo un enemigo existencial, sino enemigo-político, adversario con el que se resuelven jurídicamente los conflictos políticos, incluso en su caso extremo, la guerra. Por eso, como la estatalizad había evolucionado hasta un punto que las tensiones con la Sociedad llegaron a ser irreconocibles, por un momento pensó Schmitt que la única posibilidad de conservar el «ius» que delimitaba y encauzaba la relación política fundamental amigo-enemigo era mediante una cierta simbiosis entre ambas formas, Sociedad y Estado, en la figura del Estado Total.
Uno de los aspectos más notables del ensayo es su distinción entre el derecho de gentes territorial y el derecho de gentes marítimo, entre la tierra y el mar, que fue una constante del pensamiento político del autor, a la que consagró por cierto un brillantísimo u justamente famoso ensayo. En el derecho de gentes marítimo —apunta Schmitt a la concepción anglosajona, horra de categorías estatales— veía el origen de la destrucción del «ius publicum europeaum», que presupone órdenes territoriales cerrados, Estados. Detrás está sin duda, la experiencia de Versalles que tanto le influyó. Pues por primera vez desde hacía siglos, se negó allí el derecho del vencido, no exento de respeto y cortesía, a sentarse a discutir con el vencedor las condiciones de La Paz. Cuando Schmitt venía por Madrid, solía encontrar tiempo para contemplar en el Museo Del Prado «La rendición de Breda», el famoso cuadro velazqueño de las lanzas, representación incomparable de esa actitud.
El interés central del escrito consiste, no obstante, en mostrar que el Estado no es una forma política eterna, sino una más entre las innumerables formas políticas que han sido, son y serán. El Estado es una forma histórica. Quizá hasta ahora la más perfecta de todas ellas, según el propio Schmitt, por ser capaz de reconducir civilizadamente esa eterna relación política fundamental amigo-enemigo constitutiva de lo Político, que es lo que está detrás de la forma estatal, pero tampoco la absolutamente perfecta. Examina brevemente las causas de la crisis del Estado, que, medio siglo después de la publicación del artículo, parece definitivamente terminal. Pero el argumento supremo es el que da título al ensayo: el Estado es una forma política concreta, correspondiente a un tiempo histórico determinado, es decir, una posibilidad histórica, no una constante, y, lógicamente, sus posibilidades se agotarán con su época, la época de la estatalidad. Hoy se percibe bien, por una parte, que el Estado Total, cuya figura ha dominado el siglo XX, es la apoteosis o cenit del Estado, que, degenerado en estatismo, no puede llegar más lejos. Y, por otra, que, según la opinión más extendida, la época moderna-contemporánea, la época de la estatalizad, agotó su ciclo en 1989.
Las consideraciones que siguen tienen por objeto precisar adecua damente un punto de inflexión en la historia ele Europa que durante casi cuatrocientos años sería determinante de aquélla en punto a su entidad y orientación, a saber, el comienzo de la época de la estatalidad. Durante este periodo que discurre del siglo XVI al XX, el Estado es el concepto de orden omnímodamente dominante de la unidad política. Hay una variedad de factores de diversa índole que han contribuido a la génesis y plasmación del Estado, pudiendo detectarse también aquí como en todas partes, numerosos precursores, transiciones y grados de evolución. Pero el punto de inflexión, provocado por la actuación y voluntad del hombre, puede aprehenderse, no obstante, con absoluta nitidez. Yo situaría el inicio decisivo en la segunda mitad del siglo XVI, una época bastante triste y escasamente activa en la Alemania de aquel entonces. Tanto más significativos resultarían su efecto determinativo y su carácter de punto de inflexión para la historia de Europa y la historia universal en su totalidad. En el siglo XVI comienza la lucha por el nuevo orden de las regiones recién descubiertas de la Tierra formándose los grandes frentes mundiales del catolicismo y protestantismo. Desde Francia, Holanda e Inglaterra se emprenden los primeros ataques eficaces contra el dominio monopolístíco de los mares de las potencias mundiales católicas occiden tales, España y Portugal. De las guerras civiles de religión surge en Francia la idea de la decisión política soberana que neutraliza todos los antagonismos teológico-eclesiales secularizando la vida, aunque la Iglesia se convierta en Iglesia estatal.
En esta situación los conceptos de Estado y soberanía hallaron en Francia su primera y decisiva plasmación jurídi ca. Con ello, la forma organizativa del «Estado Soberano» pasa a formar parte de la conciencia de los pueblos de Europa, convirtiendo al Estado, según la visión que de él tienen los siglos siguientes, en la única forma normal en que se manifiesta por antonomasia la unidad política. Esta con cepción desplaza hacia la Edad Media al antiguo Imperio (Reich) alemán con su mezcla de elementos constitucionales feudales, estamentales y eclesiásticos. Puesto que es un Imperio y no un Estado, «escapa a la comprensión». El derecho de gentes se transforma en derecho interestatal. Los enfrentamientos armados se convierten de guerras galanas (la faida) o privadas en contiendas entre Estados. Hasta qué extremo el concepto de Estado se ha convertido para Europa en omnímoda idea ordinal se manifiesta, finalmente, en el hecho de que fuera posible convertirlo en el siglo XIX en concepto genérico aplicable a todos los tiempos y pueblos y en la concepción del orden político por antonomasia de la historia universal. Aún hoy en día, hay quien habla del «Estado antiguo» de los griegos y romanos en lugar de la polis griega o de la república romana, o se refiere al «Estado alemán de la Edad Media» en vez de al Reich, e incluso Estados de los árabes, turcos y chinos. De este modo, una forma concreta de organización específica de la unidad política, enteramente vinculada a una época y condicionada por la historia, pierde su lugar en ésta a la vez que su contenido típico. Con engañosa abstracción se la aplica a tiempos y pueblos totalmente diferentes proyectándola so bre formaciones y organizaciones de carácter completamente distinto. Es probable que esta enfatización del concepto de Estado elevándolo a la categoría de noción genérica de la forma de organización política de todos los tiempos y pueblos, acabe en un futuro próximo, cuando termine la estatalizad. Ahora bien, aún hoy día es bastante corriente por lo que, partiendo del principio, me propongo despejar cualquier duda en cuanto al carácter histórico-concreto y específico del concepto de Estado como modelo del orden político vinculado a la historia de Europa desde los siglos XVI al XX.
Fue Francia el primer país en hallar en el «Estado» y la «soberanía» el modo de salvarse de las guerras de religión, así como la solución de su difícil coyuntura política interna. Es sabido que Jean Bodin, un típico jurista francés representante de la tradición legista de su país, fue el primero en definir la soberanía. Su libro, aparecido en 1576, lleva por titulo Six livres de la République; la edición en latín emplea el término «res publica». Es significativo que en el título aún no utilice la palabra «Estado». Pero, frente al fárrago de las convicciones jurídicas estamental-feudalistas recibidas de la Edad Media, la necesidad de una decisión soberana y estatal en el seno de una unidad política, se manifiesta tan simple y evidentemente que esta dilucidación jurídico-decisionista acarreó un irresistible efecto sobre los restantes países europeos. El docto libro del jurista Bodino, rico en materiales, es un producto de esencial importancia de esa época de cambio. Su autor goza de gran renombre en numerosos ámbitos, no sólo como jurista sino también como «politicien» de su tiempo, fundador, en el ámbito económico, de la llamada doctrina cuantitativa de la teoría del dinero, y, en la esfera de la historiografía, por muchas observaciones un tanto originales, siendo con su «Heptaplomeres» un precursor asombrosamente audaz de la moderna idea de tolerancia.
La obra, publicada en 1576, no es comparable a otros tratados jurídicos e históricos, por importantes que éstos puedan ser. Sus extensas y eruditas reflexiones han caído, sin embargo, en el olvido, aunque la inmediata y perdurable repercusión de su concepto de soberanía fuese extraordinaria en toda Europa. La naturalidad con que fue acogida y comprendida en todas partes, especialmente también en Alemania, esta idea de soberanía, decisiva en caso de conflicto, se aprecia todavía casi cien años después al constatar su continuada fuerza de impacto en el famoso tratado de Pufendorff De Statu Imperii Germanici (1667). En la noción bodiniana de soberanía, la construcción de un concepto jurídico coincidía de modo poco corriente con una realidad política. Sólo por esta razón, aquél pudo contribuir a que se impusiera de modo tan generalizado una nueva idea de orden. El que se tratara precisamente de la elaboración de un concepto jurídico, responde a la peculiar evolución político-interna y a la mentalidad del pueblo francés. Al crear los reyes de Francia —asesorados y alentados por sus legistas— el primer Estado moderno de dimensiones importantes imponiéndose como soberanos del mismo, convirtieron a Francia durante mucho tiempo en prototipo y ejemplo clásico de lo que en aquel entonces se entendía por la acabada imagen de una potencia soberana. Francia determinaba como potencia europea la medida interna y las dimensiones del nuevo concepto de orden.
No pretendo negar que la palabra «Estado» ya fue introducida por Maquiavelo en el vocabulario político de los pueblos de Europa. Asimismo, las múltiples acepciones del término status y, en lo que se refiere al origen del vocablo alemán, también reminiscencias espaciales como Stadt [ciudad] y Statte [lugar, paraje] desempeñaron seguramente algún papel. Pero la superación del ideario jurídico estamental-feudalista por una suprema decisión unívoca y soberana y, consecuentemente, el nuevo concepto europeo de medida y orden, el «Estado», forman parte de la situación política que tuvo su manifestación existencialmente adecuada en la doctrina de la soberanía del jurista francés Bodino. Ni el pequeño mundo renacentista de las ciudades italianas regidas por tiranos ni un Castruccio Castracani y tampoco César Borja fueron capaces de imponer un nuevo concepto europeo de medida y orden. Y los posteriores pequeños y medianos Estados alemanes de los siglos XVII y XVIII fueron lanzados como simples pesas —a consecuencia ya del concepto de soberanía impuesto por Francia— al gran juego de la política de equilibrio europea.
Ya para Bodino mismo, el concepto de soberanía no queda limitado, en cuanto a su importancia y significado, a la política interior de una Francia desgarrada por guerras civiles. Aunque los efectos paneuropeos de la nueva idea de orden no llegan a desarrollarse plenamente hasta los siglos XVII y XVIII, ya Bodino trata de la situación político-exterior de Europa en función de su concepto de soberanía en un capítulo sobremanera instructivo, si bien, desafortunadamente, haya merecido escasa atención por parte de la ciencia (I, Cap. 9: «Du Prince tributaire ou feudataire, et s’il est Souverain»). Lanza una ojeada escrutadora sobre Europa entera para poner orden en el mare mágnum de los vínculos feudales europeos, valiéndose de las recién halladas ideas ordinales plasmadas en los conceptos de soberanía y Estado. A resultas de este examen ya puede enumerar algunos Estados a los que considera Estados soberanos. Tales serían además de Francia, Inglaterra, Escocia, Dinamarca, cada uno de los cantones suizos, los dominios del knez de Moscú y Polonia. En suelo italiano existe para él un solo Estado Soberano, Venecia. En Alemania, ni el emperador ni los príncipes y tampoco las ciudades imperiales son soberanos. En este contexto ya se manifiesta claramente, casi cien años antes del mencionado tratado de Pufendorff, que, necesariamente, el Imperio alemán medieval sería víctima de la fuerza rompedora del nuevo concepto de
orden que representa el «Estado Soberano».
Con este nuevo concepto del Estado se inicia la paulatina eliminación de la confusa situación feudal y estamental de la Edad Media. El Estado establece una unidad territorial compacta. El pensamiento jurídico de la soberanía estatal representa el primer paso en el camino ulterior que en los siglos siguientes conduciría al Estado como unidad espacialmente cerrada. deslindada con precisión matemática de otros Estados, centralizada y fuertemente racionalizada. Los medios organizativos específicos del poder estatal uniforme son, como es sabido, el ejército, la Hacienda pública y la policía del Estado. El Derecho va convirtiéndose progresivamente en ley estatal aplicable por la Justicia del Estado y encuentra su manifestación pertinente en las codificaciones estatales de las leyes. Las corporaciones e instituciones medievales, así como las asociaciones feudales, estamentales y eclesiásticas pierden su sentido y relevancia. Especialmente, la Iglesia se convierte o bien en medio para mantener la paz, la seguridad y el orden públicos como instrumento de la policía y la enseñanza pública estatales o bien en mero asunto privado del individuo piadoso. En la medida en que todavía hace valer pretensiones de poder, va desarrollándose la separación cada vez más acentuada entre el culto de la Iglesia oficial impuesto desde fuera y las creencias íntimas. Hasta la Iglesia romana de la contrarreforma sólo sabe invocar, en la nueva situación determinada por el Estado Soberano, el concepto de la potestas indirecta hallado por Belarmino, teólogo de la contrarreforma, como expediente ambiguo que mantiene abiertas todas las interpretaciones evasivas. Durante algunos siglos, la implantación forzosa de la estatalidad vino a resultar irresistible. También el pueblo alemán hubo de pesar por las horcas caudinas de la soberanía estatal hasta que un nuevo Reich alemán pudo recuperar para Alemania la rectoría en Europa.
Esta evolución hacia la soberanía del Estado es conocida como un fenómeno histórico global, pudiendo contemplarse desde muchas vertientes y dividirse en períodos en función de numerosos factores. Se inicia en el intervalo de tiempo objeto aquí de nuestra atención, la segunda mitad del siglo XVI, en el que se sitúan sus primeros comienzos, ciertamente decisivos, y sólo llega a consumarse uno o dos siglos más tarde. Sobre todo la evolución hacia la estalidad territorial sellada por nítidas fronteras lineales con respecto al Estado vecino, sólo es llevada a sus últimas consecuencias por la Revolución Francesa de 1789. Antes, particularmente aún en los siglos XVI y XVII, el nuevo concepto de frontera específicamente estatal resulta todavía impreciso; así, las fronteras entre Francia y el Imperio alemán o entre Inglaterra y Escocia deben considerarse, al menos provisionalmente, más como «border», es decir, zonas conflictivas, que como modernas líneas de demarcación. Sin embargo, con el concepto de soberanía ya se inicia lo que realmente importa: el Estado Soberano no sólo es el nuevo concepto de orden que pone fin a los órdenes imperial y comunitario medievales; también es, más que nada, el nuevo concepto ordenador del espacio y no un nuevo orden cualquiera que reemplaza las ideas ordinales precedentes. Antes bien, lo esencial es que determina las nuevas ideas de ordenación del espacio en el momento histórico en el que una gran y hasta entonces desconocida revolución espacial planetaria surtía sus primeros efectos en la política mundial y el derecho de gentes.
La alteración de la imagen planetaria de la Tierra y del mundo, que se operó por la circunnavegación de la Tierra y el descubrimiento de un nuevo continente, comenzó a
trastrocar todas las condiciones reinantes hasta entonces. Todas las corrientes espirituales de esa época —Renacimiento, Reforma, humanismo y barroco— contribuyen a la revolución espacial. Los grandes descubrimientos matemáticos, mecanicistas y físicos y los cambios en la imagen astronómica y cosmológica del mundo no logran imponerse hasta el siglo XVII. Pero ya en el siglo XVI, la humanidad
europea se dispone a sacar las consecuencias políticas del hecho de que se ha producido la apertura de un nuevo mundo y es necesario asentar el orden mundial sobre nuevas bases. Los precursores filosóficos y científicos de la revolución espacial, Giordano Bruno y Galileo, ahora son perseguidos también políticamente siendo víctimas de la
censura y la Inquisición, en tanto que Copérnico, pocos decenios antes, no fue molestado por su descubrimiento. Mas a diferencia de Giordano Bruno, el mundo seguía
siendo para él limitado y en modo alguno infinito. Ahora, en cambio, al surgir la nueva imagen planetaria de la Tierra, aparece el espacio cósmico, ilimitado, no limitable e infinito.
En esta revolución espacial radica la «modernidad» del siglo XVI, no en las afinidades renacentistas con ciertas ideas individualistas de los siglos XIX y XX que indujeron a Henri Hauser, historiador de la Economía y catedrático de la Sorbona, a presentar al siglo XVI incluso como «préfiguration» del siglo XX, pese a que, en otros aspectos, esta centuria está todavía profundamente arraigada en la Edad Media. El Estado francés encuentra las bases de partida, también conceptualmente claras, de la estructura interna que durante mucho tiempo lo convertiría en la potencia rectora del continente europeo. Durante un largo período sería «El Estado» por antonomasia. Las fórmulas de su estatalidad se tornan conceptos jurídicos en este ámbito del conocimiento humano. Su lengua se convierte en el idioma de las relaciones diplomáticas y iusinternacionalistas de los pueblos de Europa. La doctrina de las fronteras natura les pudo consagrarse con notable éxito como norma del orden europeo, con lo que ese Estado proporcionaba también un importante criterio de medida a la nueva concepción del orden espacial. La medida proporcio nada por el Estado francés resulta grande, incluso grandiosa, si se la compara con la atroz estrechez y poquedad espacial de los Estados de las ciudades italianas regidos por los tiranos y condotieros. Y, sin embargo, resulta modesta y angosta si, como término de comparación, se toma la infinita extensión de la nueva imagen planetaria del mundo que aparece en ese siglo.
Y es que el concepto del Estado Soberano, enfocado desde los puntos de vista de un orden espacial, era una idea vinculada a la tierra firme y a un territorio. Era un concepto aplicable a Estados continentales, representando sólo una de las múltiples repercusiones de la gran revolución espacial de ese siglo y del siguiente. Sobre todo, no comprendía la otra vertiente, mucho mayor, al no incluir ni referirse al mar. Aquí, desde el lado del mar, aparece el contrapunto de la específica concepción espacial estatal como algo cerrado y limitado. Aquí, el mar libre, es decir, el mar no sujeto a un orden estatal espacial ni surcado por fronteras nacionales, deviene la concepción espacial determinante de la política mundial y del derecho de gentes. También la evolución que desemboca en la libertad de los mares necesitó el paso de varias generaciones hasta llegar a la claridad práctica y conceptual, así como a fórmulas unívocas. En su acepción actual no se hace tangible hasta entrado el siglo XVIII. La determinación exacta de la línea en que termina la zona costera y comienza el mar libre es cosa de ese siglo. En rigor, Pufendorff fue el primero en concienciarse científicamente (1672) de que los océanos son algo distinto de las cuencas de los mares europeos, en las que la jurisprudencia anterior solía tener puesto el pensamiento cuando discutía de los problemas del mar recurriendo a fórmulas del derecho romano. Sólo con Bynkershoek (1703) termina imponiéndose la idea, avanzada ocasionalmente con anterioridad, de que la soberanía estatal del país ribereño se prolonga en el mar hasta donde alcanza el poder de sus armas (uni finitur vis armorum). Y sólo a partir de un trabajo de Galiani de 1782 quedó establecido el famoso límite de tres millas marinas para las aguas territoriales.
La lucha por los océanos comenzó ya con fuerte pujanza en el intervalo de tiempo que aquí nos interesa, es decir, a mediados del siglo XVI, cuando se inicia la lucha de Francia, Holanda e Inglaterra contra las pretensiones monopolísticas del dominio de los mares por parte de España y Portugal. El resultado sería una evolución polarizadora del concepto de ordenación espacial entre cerramiento y apertura, según se trate de tierra firme o del mar. La tierra firme se convierte en territorio del Estado, el mar queda libre, es decir exento de Estado, y no es territorio estatal. Surge entonces el sorprendente dualismo del derecho de gentes europeo de los últimos siglos. La expresión usual y no diferenciadora «derecho de gentes» (Völkerrecht) es desacertada e induce a error, ya que en realidad existen yuxtapuestos dos derechos de gentes sin relación entre sí. Nace un orden mundial eurocéntrico que de inmediato se resquebraja y divide según que concierna a la tierra firme o al mar. La tierra firme está repartida entre los territorios nacionales compactos de los Estados soberanos, el mar, en cambio, permanece libre de Estado. ¿Qué significa esto en un derecho de gentes interestatal cuyo omnímodo concepto de orden es precisamente el Estado? Significa que el mar no conoce fronteras, convirtiéndose en un espacio uniforme cualesquiera que sean su situación geográfica y vecindad, que debe ser sin distingos «libre», tanto para el comercio pacífico como también para las operaciones bélicas de todos los Estados.
A dos concepciones espaciales tan dispares de la tierra firme y del mar, tienen que corresponder, forzosamente, dos ordenamientos de derecho de gentes completamente diferentes: un derecho de gentes del mar y otro enteramente diferente de la tierra. Cada uno de ellos tiene un concepto de la guerra y del enemigo que difiere por completo de la concepción del otro. En tierra firme, el Estado viene a ser el único sujeto normal del derecho de gentes y, consecuentemente, el único protagonista del ordenamiento, del progreso y de la humanización. La guerra terrestre es juridificada, especialmente por el hecho de que se convierte en guerra entre Estados, es decir, en conflicto armado entre los ejércitos estatales de los beligerantes. Toda racionalización —es decir, racionalización en el sentido de parcelación y prevención de la guerra total— consiste en el hecho de que la guerra terrestre deviene, con un perfil cada vez más acusado, una guerra exclusivamente entre Estados, es decir interestatal, protagonizada por ejércitos estatales y que respeta a la población civil y a la propiedad privada.
La guerra naval de este ordenamiento del derecho de gentes no es, en cambio, una guerra entre combatientes. Antes bien, arranca del concepto totalizador del enemigo, que trata como tal a todo ciudadano del Estado enemigo, así como a cualquier persona o entidad que comercie con el adversario y fortalezca su economía. Para esta guerra, sigue en pié el porfiado aferramiento al criterio de que la propiedad privada del enemigo continúa siendo objeto del derecho marítimo, que la considera como botín legítimo, de modo que, con el recurso al bloqueo —aceptado por el derecho de gentes como acción específica de la guerra naval— puede quedar afectada indistintamente toda la población de la zona bloqueada, e incluso la pro piedad privada de los neutrales puede ser secuestrada en virtud del derecho de apresamiento, otro recurso reseñado a la guerra naval y reconocido por el derecho de gentes.
Dos concepciones tan sobremanera dispares de la guerra y del enemigo no pueden reducirse a un concepto común. Y las diferencias entre los conceptos de la guerra misma otorgan por sí solas un contenido distinto a los períodos de paz entre conflictos. Así, pues, no será exagerado sostener que, detrás de las fórmulas y los modismos usuales que hablan del derecho de gentes, se esconden dos ordenamientos del mismo totalmente distintos, y dos mundos, incompatibles entre sí, de conceptos jurídicos opuestos.
Lo anteriormente expuesto es la primera parte de la conferencia que pronuncié en la reunión de historiadores celebrada en Nuremberg el día 8 de febrero de 1941. Esta conferencia fue publicada con el título «Soberanía estatal y mar libre. Sobre el contraste entre tierra y mar en el derecho internacional de la Edad Moderna»1 en la colección de conferencias de esta reunión Das Reich und Europa editadas por Koehler & Amelang en Leipzig (1941); vid. la reseña de Carl Brinkmann en Historische Zeitschrift, vol. 167, págs. 361/362.
La parte de la conferencia que ü'ata del carácter opuesto de tierra firme y mar está desarrollada más detalladamente en mi libro Der Nomos der Erde, Greven-Verlag, Colonia, 1950; págs. 143 ss. Serge Maiwald ha adoptado mi tesis como base de un extenso trabajo, precisando sistemáticamente las diferencias entre los conceptos de Estado, sociedad y propiedad en los ordenamientos jurídicos atlántico y continental. Este amplio estudio no pasó de ser un fragmento, aunque fue publicado parcialmente en los años 1950 a 1952 en la revista Universitas, editada en aquel entonces por el propio Maiwald. Mención especial merecen a este respecto los tres trabajos titulados «Entre libertad y dictadura. El sistema atlántico en permanente estado de excepción».
1.º La primera parte [de mi conferencia] reproducida en estas páginas se propone dejar constancia de que el «Estado» no es un concepto general aplicable a todos los pueblos
y tiempos. Antes bien, se trata de un concepto histórico concreto vinculado a una época determinada; fue un error, por no decir una mistificación, proyectar, mediante el uso
del termino «Estado», el ideario típico de la época estatal sobre otros tiempos y situaciones. En el siglo XIX surgió el hábito de hablar con la mayor naturalidad del «Estado» de los atenienses y romanos y del «Estado» de la Edad Media y de los aztecas. Los errores a que ello dio lugar fueron peores que hablar del Estado de las abejas u hormigas, ya que en estos «Estados» del reino animal no se trata de conceptos históricos.
Tanto para los historiadores como para los juristas decimonónicos, la generalización y categorización absolutista del concepto de Estado, se había convenido en algo tácitamente evidente. Quien lea hoy las controver sias entre Rudolph Sohm y Georg von Below no puede sino quedar asombrado por el uso que ambos hacen del término «Estado». Tratándose de un jurista e historiador tan notable como fue Rudolph Sohm, resul ta enteramente incomprensible su famosa tesis de la imposibilidad del derecho canónico, si no se tiene en todo momento presente, que identifica tácitamente el derecho con el poder estatal. A resultas de esta situación, era general la aversión a poner las cosas científicamente en claro. Sólo la aparición del libro de Otto Brunner Land und Herrschafl. Grundfragen der territorialen Verfassungsgeschichte Siidostdeutschlands im Mittelalter2 (editado por Rudolf M. Rohrer en Baden/Viena, Brunn, Leipzig y Praga, 1.ª edición, 1939) dio lugar, con cierto éxito, a que se iniciara una clarificación.
En la sociología de Max Weber, el término tiene un sentido histórico concreto. El Estado es para Max Weber una realización específica y un componente del racionalismo occidental, y ya por esta razón el término no debe emplearse para designar a las organizaciones dominadoras de otras culturas y épocas. La entrada «Estado» en el excelente índice analítico de la 4.ª edición de Estado y sociedad a cargo de Johannes Winckelmann (1955), páginas 1018/19, permite comprobar bien el uso que hace Max Weber del vocablo, acusando ya, en todo caso, una pronunciada tendencia hacia el sentido histórico de la palabra, circunscrito a una época y no transferible ad líbitum. También ante creaciones terminológicas como Estado Patrimonial, Estado Feudal y Estado Estamental y Corporativo, Weber se aparta de las sugerencias retrospectivas que van unidas al empleo abstracto del término Estado. Confrontados con la expresión «Estado Medieval», los juristas no tardaron en percibir el carácter inconcreto del concepto; así Hermann Heller en su Teoría del Estado (1934) y Ernst Forsthoff en su Historia de la Constitución (1941). Un progreso decisivo lo representa a este respecto el trabajo de Ernst Kern Moderner Staat und Staatsbegriff3 (Edit. Rechts und staatswissenschaftlicher, Verlag, Hamburgo, 1949), quien se opuso en un brillante análisis, tanto a la aplicación del concepto a otros sistemas ordinativos históricos, como también, y muy especialmente, a la contemplación retrospectiva del Estado por el positivismo, planteando el imperativo de un «lenguaje conceptual vinculado a las fuentes». Desafortunadamente no conocía nuestro trabajo reproducido en estas páginas.
2.º La cuestión fue durante años tema de vivas discrepancias entre Johannes Popitz y yo mismo. Todavía su último trabajo científico-teórico, un manuscrito de 35 páginas mecanografiadas, se refería a la confrontación con mi tesis de la vinculación del concepto de Estado a una época determinada. Popitz se mantenía aferrado a la idea de que el Estado debía seguir siendo un concepto universal. Temía que, al renunciar al término y al concepto, se abandonase también algo esencial de su sustancia, entregando a un partido lo que todavía quedaba del reino de la razón objetiva. Comprendo este temor y, desde luego, lo comparto. Pero me parece que, sin embargo, no debe olvidarse la realidad de nuestra situación. Tanto la democracia liberal de Occidente como el comunismo marxista y también las formaciones del régimen hitleriano de aquella época, estaban empeñados en devaluar al Estado convirtiéndolo en mero instrumento o arma. En los países industrializados, se propaga hoy en día, por lo menos tan irresistiblemente como la democracia en tiempos de Tocqueville, incluso mucho más arrolladoramente, el sistema administrativo de la previsión y asistencia social a las masas. El artículo 4.º de la doctrina Truman, de 20 de enero de 1949, distingue entre regiones industrialmente desarrolladas y las que no lo están. Es ahí donde Alexandre kojève pudo entrever el nuevo nomos de la Tierra. Frente a semejante realidad debemos precavernos contra un idealismo suprahistórico y no es lícito que convirtamos al Estado en una cuestión ideológica.
Otra cosa es si, dándonos cuenta plenamente de esta situación, intentamos frenar los aceleradores voluntarios e involuntarios en el camino hacia la total funcionalización y salvaguardar las instituciones que aún pueden ser protagonistas de una sustancia y continuidad históricas. Tal es el sentido de la doctrina de las garantías institucionales. De modo similar a cómo un príncipe legítimo de los siglos XVI y XVII sólo podía superar las situaciones excepcionales de la guerra civil confesional valiéndose de instituciones existentes y consagradas, pudiendo así erigir en el «Estado» un reino de la razón objetiva, también hoy debe enlazarse con las instituciones tradicionales. A este respecto, es importante saber que tales instituciones no son restituibles una vez que haya quedado interrumpida la cadena de la tradición.
3.º La compacta unidad política del Estado clásico constituía una premisa natural y evidente de los conceptos de Constitución y ley en su interpretación tradicional. También la Constitución de Weimar presuponía semejante unidad cerrada sobre la base de una democracia como régimen de un Estado Nacional. Desde entonces, la anterior unidad cerrada se va resquebrajando desde dentro por la pluralización y desde lucra por la integración. Con ello no sólo cambian el Estado y la sociedad, sino también la Constitución y la ley. Contempladas desde dentro, se convierten en compromisos entre los interlocutores sociales. El libro de Joseph H. Kaiser (Duncker & Humblot, Berlín, 1956), rico en materiales e ideas, lleva el significativo título de Die Reprasentation organisierter Interessen.4 La cordura de esta obra se manifiesta en el hecho de que no lleva sus planteamientos hasta el extremo de abordar la esencia de los conceptos de Constitución y ley, como sí lo hace, por ejemplo, Georges Burdeau, de la Facultad de Derecho de París, en el volumen VI de su Traité de science politique publicado en ese mismo año de 1956.
En el intrincado sistema de los intereses organizados, todo fuerte egoísmo de grupo encuentra su lobby y sus «lobbistas». Queda por saber en qué rincón de ese enmarañado laberinto podría hallar un refugio la razón objetiva. Quien conozca y comprenda este planteamiento, no participará precipitadamente en el desguace de los restos del Estado tradicional. También hay que tener en cuenta que, hoy en día, el protagonista del totalitarismo ya no es el Estado, sino un partido.
Carl Schmitt.
Staatliche Souveränität und freies Meer: Über den Gegensatz von Land und See im Völkerrecht der Neuzeit.
Tierra y dominio. Aspectos básicos de la historia constitucional territorial del sudeste de Alemania en la Edad Media.
El Estado moderno y el concepto de Estado.
La representación de intereses organizados.