Psicopatología de Bolívar
Análisis de la mente del Libertador en base a su accionar histórico, su correspondencia y sus proclamas y discursos
Pensamos que ya es tiempo de prescindir, para estudiar la personalidad de Bolívar, del criterio metafísico que ha venido informando de luengos años atrás nuestra literatura histórica y emplear más bien los fecundos métodos positivos [. . .]. Empresa ardua que ni con mucho podemos realizar a cabalidad. Mas, bastaría a satisfacernos que nuestro humilde trabajo estimulase la producción de otros, inspirados por la ciencia y en los cuales las cabezas pensadoras de la juventud venezolana esclareciesen los problemas que apenas nos es posible esbozar en estas ligeras apuntaciones.
(Pedro M. Arcaya, Estudios sobre personajes y hechos de la historia venezolana, Caracas, 1911, p. 9.)
Gustavo Le Bon, estudiando el rol de las élites en la Historia, refiere como la flor maravillosa de la raza a esa pequeña falange de hombres eminentes que posee un pueblo civilizado, que constituye la verdadera encarnación de los poderes de una raza, a la que se deben los progresos realizados en las ciencias, las artes, la industria; en una palabra, en todas las ramas de la civilización. Esos genios son la verdadera gloria de una nación, y todos, hasta los más humildes, pueden enorgullecerse de ellos. No han aparecido por casualidad ni por milagro, ya que representan la consumación de un largo pasado; esos hombres superiores sintetizan la grandeza de su tiempo y de su raza.1 Es así como Bolívar, según ha dicho un escritor local, fue una flor maravillosa de su raza:
Síntesis, resumen, expresión de todas las virtudes acumuladas por los siglos en una familia de la especie humana, cuyas raíces aún hoy se muestran florecientes entre las grietas de las abruptas rocas cantábricas. Esa familia es la vascongada, ese pueblo es el vasco: gigante de la montaña, como lo llamaba Michelet; indómito, guerrero, generoso y altivo, con sus tradiciones seculares, sus costumbres austeras, sus gestas escritas, con la sangre de sus hijos, en los riscos de sus montañas; él representa en todos los tiempos la nacionalidad genuina, la independencia sin trabas, el espíritu de la libertad civil y de la soberana voluntad popular.2
Sabido es que nuestro héroe venía exclusivamente de la raza íbera, raza autóctona de la península ibérica, casi pura y homogénea, de rasgos físicos y psicológicos determinados, perteneciente a la rama mediterráneo-semita de craneo dolicocéfalo y color blanco moreno, de sensibilidad irritable e intenso amor propio, así como un apego sentimental hacia la hombría y la independencia.3 Los ascendientes de Bolívar eran de sus mejores tipos, familias de hidalgos formadas en el batallar constante de la Edad Media.4 La familia del Libertador, descendiente de los principales conquistadores de Venezuela, formaba parte de la aristocracia criolla, conocida con el nombre de mantuanismo.5
Por su línea paterna encontramos el apellido Bolívar, que es como se escribe en euskera, el cual significa «pradera de molino», compuesto de bol, de las voces euskeras bolu, bolua, molino, el molino, y de ibar, ibara, pradera, la pradera. Se conocen seis generaciones de sus antepasados, desde Simón de Bolívar el Viejo, célebre por sus servicios prestados a Felipe II como comisionado del Ayuntamiento de Caracas, que van más allá de la fundación de la provincia, habitantes de La Puebla de Bolívar en el Valle de Ondárroa, en una pradera del Monte Oiz en las montañas de Vizcaya.6
Al descender de vizcaínos entroncados con castellanos, poseía Bolívar defectos y virtudes de ambos grupos; del primero tenía el amor al terruño y la firmeza; del segundo, la violencia, la pasión y el fanatismo; este último entendido como el entusiasmo de la Revolución llevado a fervor fanático. Bolívar heredaba de sus ascendientes la aptitud guerrera, el amor hacia la política, la tendencia al mando y al imperio, así como la aptitud y todo lo necesario para transformar su pensamiento en acción.7 Veamos ahora las influencias que hicieron surgir, por fenómeno atávico, al guerrero indomable, heredero de las energías y heroísmo de sus lejanos abuelos los conquistadores del siglo XVI y los más antiguos caballeros de la cruzada española.
Cuestión discutida en antropología es la adaptabilidad de las razas blancas a los climas tórridos. Se dejan sentir, aún en aquellas más resistentes al medio tropical, como la íbera, al cabo de mayor ó menor número de generaciones, los efectos destructores del medio físico, siendo, generalmente, el sistema nervioso el más afectado de todos. De ahí el surgimiento de temperamentos locos, casos de enajenación mental, parálisis y demás neuropatías. Gil Fortoul recuerda haber visitado un pueblo del interior donde dos o tres familias españolas, restos probables de las expediciones de Spira, Federman y Urre en el siglo XVI, conservábanse puras de toda mezcla racial.
Los miembros de esas familias, provenientes de conquistadores españoles, se habían unido siempre entre sí, de manera tal que ya no formaban sino una sola; y probablemente por las repetidas uniones entre parientes próximos, notábase una frecuencia singular de deformaciones físicas, como cráneos enormes y narices y orejas desmesuradas, a más de un número proporcionalmente exorbitante de sordomudos y locos.8 Gil Fortoul atribuye a la endogamia la causa evidente de tal degeneración; empero, Arcaya advierte que el matrimonio entre consanguíneos no es por sí solo causa de degeneración de la estirpe, sino que acumula en ésta los factores degenerativos que puedan existir en los cónyuges por común herencia de unos mismos ascendientes. Por consiguiente, en el caso de dicho pueblo, Arcaya atribuye esos efectos a la acción destructora del medio físico.9
Si a esta influencia general del medio, de que, como es evidente, no podían librarse las familias de las cuales procedía Bolívar, agregamos en su caso particular que la mayor parte de ellas provenían de los conquistadores de Venezuela. Bolívar, así pues, heredaba de sus ascendientes una serie de anormalidades psíquicas, todas trasmisibles por herencia en cada generación.10 De este fenómeno biológico aparece su genio poderoso, que, como sugiere Cesare Lombroso, es de naturaleza epileptoide,11 cuyas impulsiones se clasifican como una de las formas de las psicosis degenerativas de la familia de las epilepsias, entendiendo con este concepto las irritaciones de la corteza cerebral.
El genio ha sido descrito perfectamente por Oswald Spengler como «la fuerza creadora, el fuego sagrado en la vida individual, la chispa que se enciende misteriosamente en el torrente de las generaciones y luego se apaga y súbitamente ilumina toda una época».12 En el caso de Bolívar se aprecian muchos de los rasgos presentados por Lombroso como indicio de les orígenes y nexos psiquiátricos del genio. Observemos algunos.
Actos inconscientes: en Angostura, durante un convite dado a Irwing, comisionado del Gobierno de los Estados Unidos, al llegar la hora del postre, Bolívar, sin preocuparse de sus botas de campaña, sube a la mesa a la que estaban sentados numerosos invitados, y sin darse cuenta de la caída de floreros, jarros, objetos de cristal, y todo cuanto había en esa mesa, va de uno a otro extremo de ella diciendo: «Así iré yo del Atlántico al Pacífico, desde Panamá hasta el Cabo de Hornos, hasta acabar con el último español». Roscio y los hombres allí presentes se cubrieron la cabeza con las manos, como avergonzados. Bolívar había divisado los horizontes americanos, mientras que sus compañeros le juzgaban demente.13
Delirios: otro de los rasgos más distintivo de la neurosis genial.14 Sabemos de dos incidentes harto conocidos: Casacoima y Pativilca. Véase cada uno detalladamente. El 4 de julio de 1817, rodeado por tropas españolas en el caño de Casacoima, el Libertador junto con Arismendi, Soublette, Pedro León Torres, Jacinto Lara, Briceño Méndez y otros jefes, tuvo que esconderse junto con oficiales patriotas en un estero y permanecer en el agua. Durante la noche de ese mismo día, que la pasaron Bolívar y sus compañeros escondiéndose de los realistas, él le dijo a ellos:
Se ha realizado la mitad de mis planes; nos hemos sobrepuesto a todos los obstáculos hasta llegar a Guayana, dentro de pocos días rendiremos a Angostura, y entonces. . . iremos a libertar a Nueva Granada, y arrojando a los enemigos del resto de Venezuela, constituiremos a Colombia. Enarbolaremos después el pabellón tricolor sobre el Chimborazo, e iremos a completar nuestra obra de libertar a la América del Sur y asegurar nuestra independencia, llevando nuestros pendones victoriosos al Perú; el Perú será libre.
Sorprendidos, se miraban atónitos los oficiales que le acompañaban y nadie osaba a pronunciar una palabra mientras los ojos de Bolívar arrojaban fuego, y tormentas eléctricas parecían ceñir su cabeza, en tanto hablaba sobre la ruina de España. «Todo está perdido, amigo; lo que era toda nuestra confianza, helo aquí loco; está delirando. En la situación en que le vemos, sin más vestido que una bata, ¡soñando en el Perú!», comentaba uno de aquellos oficiales. Tenía razón, el loco de Casacoima —porque la locura es una manifestación del genio15— a los dos meses había tomado Angostura; dos años después, Nueva Granada le aclamaba vencedor en Bogotá; cuatro años más tarde, destruye en Carabobo el ejército de Morillo; a los cinco da libertad a Quito; y al cabo de siete años de suceso de Cosacoima, sus victorias ondeaban sobre las altas torres del Cuzco.16
Años más tarde, en 1824, Bolívar cayó gravemente enfermo en Pativilca, y se le declaró una fiebre muy alta que le hacía delirar y él tomaba por ataques de demencia.17 Llega a manifestarle a Santander: «El fastidio que tengo es tan mortal, que no quiero ver a nadie, no quiero comer con nadie, la presencia de un hombre me mortifica; vivo en medio de unos árboles de este miserable lugar de las costas del Perú; en fin, me he vuelto un misántropo de la noche a la mañana».18 Pues por aquellos días llegó a visitarle Joaquín Mosquera, que le encontró ya sin riesgo de muerte, pero tan flaco y extenuado que le causó su aspecto una muy acerba pena. «Se encontraba sentado en una pobre silla de vaqueta, recostado contra la pared de un pequeño huerto, atada la cabeza con un pañuelo blanco, y sus pantalones de jin que me dejaban ver sus rodillas puntiagudas, sus piernas descarnadas, su voz hueca y débil y su semblante cadavérico».
Tuvo Mosquera que hacer un esfuerzo grande para no largar lágrimas y no dejarle conocer a Bolívar la pena y cuidado que tenía por su vida. En un momento donde la fuerza de los españoles ascendía a veintidós mil hombres, los peruanos estaban divididos en partidos y tenían anarquizado el país, le preguntó al Libertador qué pensaba hacer; y entonces, avivando sus ojos huecos y con tono decidido, aún en medio de una terrible fiebre que lo tenía en una completa miseria física, le contestó: «¡Triunfar!».19 Al cabo de poco tiempo había terminado de expulsar el último reducto español en América.
Hiperestesia psíquica: muchos sucesos prueban la vivísima sensibilidad de Bolívar, generadora de acciones impulsivas, instantáneas, provocadas por cualquier motivo que le chocase. Por ejemplo, en 1812, arroja del púlpito a un sacerdote que predicaba contra la causa patriota;20 por eso también la inquietud de su carácter, la impaciencia que le dominaba, los accesos de melancolía precedidos y seguidos por períodos de anormal animación, verdaderas crisis nerviosas, en fin, que en los últimos años de su vida produjeron en él aquel raro estado de ánimo que él mismo describe en su correspondencia, análogo al de su primera juventud después de la muerte de su esposa en 1802.
Por la época de 1804, vemos cómo Bolívar, repuesto entonces por los consuelos de su maestro Rodríguez, pasa de la tristeza más profunda a los mayores excesos contrarios. «Me dirigí a Londres —dice—, donde gasté ciento cincuenta mil francos en tres meses. Me fui después a Madrid donde sostuve un tren de un príncipe. Hice lo mismo en Lisboa, en fin, por todas partes ostento el mayor lujo y prodigo el oro a la simple apariencia de los placeres», escribía a Fanny du Villars. En esa misma carta habla de estar atormentado por una «vaga incertidumbre».21 Páez también observa su inquietud en las marchas durante las cuales procuraba distraerse entonando canciones patrióticas; así mismo, la excesiva movilidad del cuerpo y el brillo de los ojos, «que eran negros, vivos, penetrantes e inquietos, con mirar de águila».22
Locomotividad: Bolívar desde muy joven se fue a Europa y pasó largos años en viajes por aquel continente antes de retornar a América.23 Durante la guerra, se caracterizó por su capacidad de recorrer con facilidad vastas distancias. En mayo de 1813 parte desde Cúcuta con apenas 500 hombres, y, en un conjunto de acciones militares relámpago, libera Mérida, Trujillo, Barinas, Valencia, para entrar victorioso en Caracas en agosto, tan solo tres meses después, en lo que se conoce como la Campaña Admirable.24 Sobre la increíble actividad del Libertador, dice Mijares:
En marzo de 1819 emprendió aquella campaña del Apure, durante la cual no estuvieron «un solo día en un mismo campamento», según decía Anzoátegui; en mayo inicia la marcha sobre la Nueva Granada y el paso de los Andes: tres meses de marchas y de combatir incesantes hasta la ocupación triunfal de Bogotá el 10 de agosto; el 20 de septiembre vuelve a salir para Venezuela, el 5 de diciembre está en Apure, y el 11 del mismo mes entra en Angostura; no permanece, sin embargo, en esta ciudad sino hasta el 24 del mismo mes, en que sale de nuevo para vigilar las operaciones en el Apure; sube una vez más hasta Bogotá, adonde llega el 5 de marzo de 1820; y ya a fines del mismo mes regresa a la frontera de Venezuela; en abril está en San Cristóbal.25
Se hace casi imposible entender ese ir y venir entre Angostura y Bogotá, a paso de mula, por aquellas soledades, que eran desiertos calcinados en la estación seca y lagos interminables en la época de las lluvias. La locomotividad en Bolívar, esa incapacidad orgánica de permanecer estable en un solo sitio por tiempo prolongado, es uno de sus distintivos que más asombran. A los 45 años, estado casi completamente agotado, «todavía puede escribir la Constitución para Bolivia, desbaratar en los campos de Tarqui a La Mar por medio de Sucre y montar a caballo y realizar una marcha de miles y miles de kilómetros, desde Lima hasta Bogotá, desde Bogotá hasta Maracaibo y desde Maracaibo hasta Caracas».26
Agotamiento precoz: un estado de exaltación constante, ha dicho Giuseppe Sergi, produce un gasto y, por consiguiente, un agotamiento de los elementos nerviosos. Tendríamos, pues, al final de un largo período de vida, un cerebro enteramente en exaltación, con pequeñas diferencias de grado perceptibles, después de un considerable gasto de elementos que todo el influjo sanguíneo no bastaría para reparar.27 Así se explica cómo Bolívar, quien a los 47 años de edad en que murió de tuberculosis pulmonar, representaba ser un sexagenario según observaciones de testigos contemporáneos. Uno de esos observadores, el viajero y diplomático francés Le Moyne, lo describe en una visita que le hizo por aquellos días como un enfermo con una cara muy larga y amarilla; de apariencia mezquina; con un gorro de algodón; envuelto en su bata; de pantuflas y con las piernas nadando en un ancho pantalón de franela; tal como Molière presenta al pobre Argán en su Enfermo imaginario.28
Esterilidad: Lombroso señala que muchos hombres de genio en la Historia jamás llegaron a tener hijos, si bien varios incluso estuvieron casados; los grandes escritores ingleses (poetas, filósofos, científicos), por ejemplo, no dejaron prole alguna por haberse centrado en la devoción del estudio; y otros, entre los que suponemos el caso de Bolívar, por incapacidad orgánica.29 El Libertador no dejó descendencia de su matrimonio con María Teresa del Toro,30 ni tampoco, que se sepa, hijos ilegítimos, según observa Lisandro Alvarado.
Todas estas anomalías constituyen indicios marcados de alteraciones en el sistema nervioso; en este sentido, dice el mismo Alvarado, se puede ver a Bolívar, bajo el aspecto puramente médico, como «un cerebro al parecer desequilibrado».31 El mismo Libertador afirmaba en su correspondencia, hacia los últimos años de su vida, que solía encontrarse «algo achacoso, unas veces de dolores de cabeza, otras de la bilis y, sobre todo, de mi humor, que yo mismo no lo puedo soportar hace días, porque parece que todo está concentrado para molestarme». Manifiesta que su debilidad ha llegado a tal extremo que el menor airecito lo constipa y que tiene que estar cubierto de lana de la cabeza hasta los pies. Su bilis, dice, se convirtió en atrabilis, lo que había influido poderosamente en su genio y carácter.32
Pero examinemos más a fondo la vida del héroe, y hallaremos más datos sobre la naturaleza anormal del alma de Bolívar. Habíamos dicho anteriormente que el Libertador venía exclusivamente de la raza íbera, por lo que se advierte el atavismo étnico como el origen de la similitud que, en sus cualidades fundamentales, se observa en él con sus más lejanos antepasados. La producción intensa en un individuo de los rasgos fundamentales de toda una raza histórica y la reaparición al cabo de múltiples generaciones de tipos semejantes, constituye realmente un fenómeno de atavismo más que de herencia ordinaria.33
Ese trasfondo atávico de la raza histórica que estamos estudiando lo podemos sintetizar en las siguientes palabras de un notable historiador de la civilización: «Durante treinta siglos han sido los españoles un pueblo altivo y guerrero, austero y recio, valiente hasta el estoicismo, apasionado y terco, grave y melancólico, frugal y hospitalario, cortés y caballeroso, pronto al odio pero más inclinado al amor».34 De ese modo, encarnan necesariamente en Bolívar cualidades fuertes de la antigua y extinta alma española. Caben entonces los siguientes conceptos del doctor Arcaya:
Con más razón podemos contar a Bolívar entre los capitanes, los poetas, los místicos del gran siglo español, el décimo sexto. Reúne la firmeza de sus héroes a la sensibilidad de sus artistas, con el tinte especial en sus concepciones y sus obras que caracteriza a los hombres de esa época y de ese pueblo y los distingue de las demás grandes personalidades de la historia. Imaginaos en conjunto a Hernán Cortés, el guerrero conquistador de reinos y San Francisco Javier, el taumaturgo conquistador de almas; poned el sentimiento de un Murillo, el misticismo lúcido de Santa Teresa de Jesús, la clara inteligencia de un Cervantes y agregad también algo de la inflexibilidad (dadle otro nombre si os parece) de un Fernando Álvarez de Toledo y se os representará el alma extraña de Bolívar.35
Hablemos, pues, de la raza española. Rufino Blanco-Fombona señala que, «el español es, ante todo, un pasional, un impulsivo pronto a la acción. La energía es una de sus características. Y esta piedra angular del carácter hispánico sirve de base a su espíritu de combatividad, a su inclinación a la guerra. Sirve también de base a su incapacidad para ceder que, en el orden moral, se llama intransigencia». Y luego añade: «Batallador e intransigente, carece de tolerancia, lo que vale decir que también carece de capacidad crítica, ya que comprender equivale a tolerar. Como tiene exceso de personalidad le cuesta al español mucho trabajo deshacerse de ella, aunque sea de fingimiento».36 Esa es la dureza de la raza.
El español, además, se muestra fatalista; es católico sui generis; tiene espíritu estoico, de lo que hace mérito. Tiene la dureza para consigo mismo, por lo que se responde: un pueblo, que cree que sucede lo mejor o lo que deba suceder; un pueblo que abriga absoluta confianza en su salvación, así cometa crímenes incalculables, con tal de tener fe en Dios o en los santos, o siquiera en vanos y meros símbolos de la religión; un pueblo que sabe sufrir con en firmeza y estoicismo el propio dolor, será en consecuencia indiferente al dolor ajeno. «Y tan del fondo proviene esta dureza racial que se la encuentra lo mismo en los españoles de Europa que en sus hijos de América, a pesar de las mez clas étnicas que pudieran neutralizar, en el Nuevo Mundo, la dureza hispana ancestral. Así, la acusación de crueldad la merecen tanto los euro-hispanos como los américo-españoles».37
Así se explica la actuación de Bolívar durante el período de la Guerra a Muerte. En junio de 1813, exasperado por las acciones de Monteverde y la apatía de la población hacia la causa independentista, Bolívar arroja una proclama con el siguiente párrafo fundamental: «Españoles y Canarios, contad con la muerte, aun siendo indiferentes, si no obráis activamente en obsequio de la libertad de la América. Americanos, contad con la vida, aun cuando seáis culpables».38 Si bien el accionar del Libertador puede entenderse como una necesidad del medio y del momento, una reacción, digamos, hacia un estado de guerra no declarado formalmente, y, también, una necesidad de forjar una conciencia nacional,39 no puede negarse que aquella medida terrible fue el producto de un trasfondo psicológico, implícito en un alma puramente española.
Precisamente, ese deseo de exterminar al contrario, que tan marcado estuvo en nuestra Guerra de Independencia, es propio de la raza española. «El espíritu español —escribió un literato— ha sido sometido a las más formidables presiones que hayan sido inventadas por el exclusivismo más fanático; y ese espíritu, en vez de rebelarse, ha reconocido ser él mismo el juez y el criminal, la víctima y el verdugo, y ha llegado por espontáneo esfuerzo mucho más allá de donde debía de llegar por la coacción».40 Sólo basta con revisar un poco la historia de España para comprobar este principio. Durante la Primera Guerra Carlista (1833–1840), quedó marcado el sentimiento de exterminio en el fusilamiento de la madre del general Cabrera —conocido como el Tigre del Maestrazgo— por parte del general Nogueras con la aprobación del general Mina, a lo que Cabrera respondió, en venganza por la muerte de su madre, con el subsecuente fusilamiento de una docena de señoras inocentes.41
Y ¿es que incluso en las épocas más sosegadas, no son los españoles mismos quienes han fustigado con más violencia su propio país? ¿Acaso Ortega y Gasset no llegó a afirmar, con cierta razón, que «la historia de España entera, y salvas fugaces jornadas, ha sido la historia de una decadencia»?42 El día que Bolívar le declaró la Guerra a Muerte a sus hermanos, españoles y canarios, demostró —por más irónico que pueda parecer— ser un español de pura cepa, un fiel representante de la raza española, un hombre que lleva la dureza hasta la crueldad misma.
Pero el español, además de caracterizarse por su dureza, también se caracteriza, cuando las condiciones son las adecuadas, por su dulzura, por su compasión, por sus sentimientos de hermandad y de superar los malos tragos del pasado, en aras de recibir el porvenir con optimismo, con fe en el mañana. La vida de Bolívar es perfecta para ilustrar este concepto. Sabemos que no siempre llevó a cabo una guerra sin cuartel, ya que pronto se dio cuenta de lo improcedente, en determinados aspectos, de aquella odiosa medida. Semanas después de expedir la proclama de Trujillo, perdonó en San Carlos a los españoles y canarios.43
Más tarde, propuso a Monteverde el canje de los realistas que se encontraban presos en Caracas y La Guaira por los patriotas presos en Puerto Cabello, «pues Bolívar que todabía [sic] repugnaba el asesinar a sangre fría, deseaba sinceramente quitarse de encima el embarazo que le causaban aquellos infelices»; el canje no fue aceptado. Después le propuso a Boves suspender la Guerra a Muerte, pero éste rechazó la propuesta. De ambos intentos para regular la guerra, fue testigo el regente Heredia.44 En 1816, el Libertador invade la Costa Firme por Oriente, llegando del extranjero a conquistar la Independencia, para abolir, por su parte, la Guerra a Muerte que seguían practicando los contrarios.45 En 1818 publica un decreto concediendo un olvido general de todo pasado a los americanos, cualquiera que hayan sido los servicios prestados al bando realista, que se pasaran a las banderas de la Patria.46
Luego, en 1820, Bolívar acuerda con Pablo Morillo, en el mismo lugar donde años atrás se había proclamado la Guerra a Muerte, un tratado para regularizar la guerra, en el que ésta se haría como lo hacen los pueblos civilizados, respetando el Derecho de gentes para que se canjearan los prisioneros de guerra, y en el que, además, España se veía obligada a reconocer la existencia de Colombia.47 Y es curioso porque para aquel tiempo, en el que ya casi no existía la particularidad de la guerra civil, el Libertador le recordaba a sus comisionados: «Propongan UUS. que todos los prisioneros sean canjeables inclusive los espías, conspiradores y desafectos; porque en las guerras civiles es donde el Derecho de gentes debe ser más estricto y vigoroso a pesar de las prácticas bárbaras de las naciones antiguas».48
En ese tratado se extiende, por primera vez en la historia del Derecho, la beligerancia aun a los espías. Incluso los espías, según el tratado, debían ser considerados como prisioneros de guerra, tratándolos con respeto y consideración. Así culminaba la Guerra a Muerte. Allí en Santa Ana se encontraron dos españoles, unidos como hermanos, por ese vínculo vivificador que nos ligaba a España y a la civilización milenaria recibida de ella, conocido como hispanidad.
El Libertador le decía a los españoles: «Si vosotros preferís la gloria de ser Soldados de vuestra Patria al crimen de ser los destructores de la América, yo os ofrezco, a nombre de la República, la garantía más solemne. Venid a nosotros y seréis restituidos al seno de vuestras familias, como ya se ha verificado con algunos de vuestros compañeros de armas».49 Y unos meses más tarde, Bolívar le escribe al propio Fernando VII, diciéndole: «La existencia de Colombia es necesaria, señor, al reposo de V. M. y a la dicha de los colombianos». Pero le explica que, «es nuestra ambición ofrecer a los españoles una segunda patria, pero erguida, pero no abrumada de cadenas. Vendrán los españoles a recoger los dulces tributos de la virtud, del saber, de la industria; no vendrán a arrancarlos de la fuerza».50
Si seguimos escudriñando más en la vida del Libertador, observaremos otros rasgos propios de la neurosis genial. Bolívar poseía la irritabilidad, la variabilidad del humor, la soberbia, el desprecio y la crueldad. O’Leary, quien estuvo a su lado durante muchos años, dice respecto a la variabilidad del humor: «Su aspecto, cuando estaba de buen humor, era apacible, pero terrible cuando irritado; el cambio era increíble». Y más adelante agrega lo siguiente respecto a la irritabilidad: «Los ataques que la prensa dirigía contra él le impresionaban en sumo grado y la calumnia le irritaba. Hombre público por más de veinte años, su naturaleza sensible no pudo nunca vencer esta susceptibilidad, poco común en hombres colocados en puestos eminentes».51
Sobre la crueldad, observamos que Bolívar se caracterizó por no titubear a la hora tomar medidas terribles en momentos críticos de su vida, como, por ejemplo, cuando ordenó el fusilamiento de todos los presos, españoles y canarios, que se encontraban en las bóvedas de Caracas y La Guaira, en febrero de 1814.52 Otro rasgo que resalta es el afecto que Bolívar tenía hacia los caballos. Lombroso observó en epilépticos y epileptoides, al igual que en muchos hombres de genio, el amor a las bestias.53 O'Leary relata que el Libertador fue un apasionado por los caballos, ya que le gustaba inspeccionar personalmente su cuidado, y estando en plena campaña o reposando en la ciudad, visitaba varias veces al día los establos. Bolívar contó con una excelente colección de equinos; cuando regresó del Perú a Colombia, trajo consigo una recua de mulas soberbias; incluso hasta Caracas llevó algunas mulas que le acompañaban desde Bolivia; ejemplares únicos que pocas veces han pasado así a lo largo de la cordillera de los Andes.54
La imaginación encendida, rasgo común de los hombres de genio con los poetas y los histéricos,55 también se puede apreciar en Bolívar. Cuando se dirige a los ciudadanos de Venezuela en 1814, les dice: «Yo he sido elegido por la suerte de las armas para quebrantar vuestras cadenas, como también he sido, digámoslo así, el instrumento de que se ha valido la Providencia para colmar la medida de vuestras aficiones».56 Tiempo después, cuando el Libertador había entrado a Ecuador en 1822, subió a una montaña de 6.263 metros, donde experimentó una alucinación de carácter espiritual. Estando de pie en lo más alto, vio una aparición que le mostró la historia del pasado y los pensamientos del destino. Poseído por el Dios de Colombia, estuvo sumido en este delirio hasta que una voz poderosa lo despertó. Luego, en un estado de hiperconciencia, describió la experiencia en lo que ha sido una de las producciones literarias más interesantes escritas en Hispanoamérica.57
Estando en el cenit de su gloria, le escribe a Santander: «Estoy como el Sol, brotando rayos por todas partes».58 Otros escritos nos revelan un poco más de su actitud; la ironía era su fuerte. En una carta dirigida a Joaquín Mosquera se lamentó de la popularidad de la que gozaba el federalismo en la época, pero precisaba que si eso era lo que la gente quería habría que dárselo: «No quieren monarquías ni vitalicios, menos aun aristocracia, ¿por qué no se ahogan de una vez en el estrepitoso y alegre océano de la anarquía? Esto es bien popular y, por lo mismo, debe ser lo mejor, porque, según mi máxima, el soberano debe ser infalible».59 Aun en sus últimos años, desgastado, todavía se le nota altisonante: «La guerra es mi elemento; los peligros mi gloria. [. . .] La persecusión me irrita y alienta a los mayores esfuerzos»; «El peligro es mi trono, y vencerlo mi gloria»; «La gloria y la guerra son mis flaquezas».60
Bolívar siente que la energía de su alma se eleva, ensancha e iguala a la magnitud de los peligros: «Mi médico me ha dicho que mi alma necesita alimentarse de peligros para conservar mi juicio, de manera que al crearme Dios, permitió esta tempestuosa revolución para que yo pudiera vivir ocupado en mi destino especial».61 En comunicación con el general Soublette, le dice que la conspiración septembrina está concluida y que los responsables han sido enjuiciados; del Perú no habían cosas particularmente nuevas ya que el general Sucre tomó el mando de aquellos departamentos; y cierra la carta con las siguientes palabras que sólo un Bolívar diría: «No estoy en estado de responder porque estoy de fiesta».62 Eso es lo que nosotros entendemos como un hombre de imaginación encendida.
Otro rasgo poco estudiado en Bolívar es el de la melancolía. Es una tendencia común en la mayoría de los pensadores y depende, en mayor o menor medida, de su hiperestesia. Se ha solido decir que sentir más pena que el resto de los hombres constituye la corona de espinas del genio, el cual ha de tener un temperamento melancólico.63 La correspondencia del Libertador está llena de pruebas que evidencian su melancolía. En carta a Fernando Peñalver, le dice: «Por triste que sea nuestra muerte, siempre será más alegre que nuestra vida». Luego escribe: «Mis tristezas vienen de mi filosofía; y que yo soy más filósofo en la prosperidad que en el infortunio».64 A Santander le escribe: «Cuanto más me elevo tanto más hondo se ofrece el abismo»; «Parece que el demonio dirige las cosas de mi vida».65
Con ocasión de la sublevación de un grupo de oficiales y tropa en Colombia en septiembre de 1828, el Libertador escribe: «Mi corazón está quebrantado de pena por esta negra ingratitud; mi dolor será eterno, y la sangre de los culpables reagrava mis sentimientos. Yo estoy devorado por sus suplicios y por los míos».66 En una alocución a los colombianos, les dice: «Mi vida, ¡blanco de odios implacables!»67 A medida que sus energías van extinguiéndose, aparece más y más melancólico: «La muerte es la cura de nuestros dolores».68 Pero Bolívar, como hombre de genio, trae la melancolía consigo desde mucho antes; cuando la Independencia de Venezuela aún no estaba asegurada, le dice al coronel Mariano Montilla: «Sufra Vd. más y sufra hasta la muerte, que es el destino de los buenos patriotas».69
De la mano de la melancolía aparece también el suicidio. Sabemos que Bolívar pensó en más de una ocasión en acabar con su propia vida. Estando exiliado en Jamaica, en medio de una miseria económica, le escribe a un comerciante inglés para solicitarle apoyo, expresándole que sin su ayuda «la desesperación me forzará a terminar mis días de un modo violento» a fin de evitar la humillación de implorar auxilios y a no solicitar más ayudas, «pues es preferible la muerte a una existencia tan poco honrosa».70 Un año más tarde, tras el fracaso del desembarco del Ocumare,71 Bolívar se encontró abandonado en una playa por parte de unos buques corsarios, y antes de caer en manos enemigas, pensó en pegarse un disparo.
Por fortuna de Bolívar eso no ocurrió, sino que consiguió ser rescatado por Juan Bautista Bibeau, uno de los héroes de la expedición de Mariño en 1813, hombre modesto, de carácter y sentimientos elevados. El hecho en cuestión lo relataría el mismo Bolívar en su correspondencia: «El hecho de Ocumare es la cosa más extraordinaria del mundo: fui engañado a la vez por un edecán del general Mariño, que era un pérfido, y por los marineros extranjeros que cometieron el acto más infame del mundo dejándome entre mis enemigos en una playa desierta. Iba a darme un pistoletazo, cuando uno de ellos (Mr. Bideau) volvió del mar en un bote y me tomó para salvarme».72
Este suceso ocurrió el día 14 de julio de 1816, casualmente el mismo día que moría en Cádiz el Precursor Francisco de Miranda en la prisión de La Carraca, y sus carceleros, a toda prisa, envolviéndolo en las propias mantas de su lecho, como si se tratara de un animal intocable, lo lanzaban a una fosa sin nombre. Los hechos narrados constatan los pensamientos suicidas de Bolívar, que no fueron otra cosa sino una extensión de su melancolía.
El Libertador tiene el amor a la propaganda, la tendencia al sacrificio y el desinterés constante; y, al mismo tiempo, como hemos señalado, la ambición, la soberbia, el desprecio y la crueldad. Polariza el espíritu de las masas. Le obsesiona la idea fija, inamovible, de obtener la Independencia de Venezuela y América a toda costa. Tiempo atrás, cuando se encontraba en Roma con su mentor Rodríguez, jura ante éste en lo alto del Monte Sacro, que no daría descanso a su brazo, ni reposo a su alma, hasta acabar con el poder español.73 Medio año antes de la publicación de la Proclama de Guerra a Muerte, estando exiliado en Cartagena tras la caída de la Primera República, ya había pasado por su mente la posibilidad de una guerra sin cuartel: «¿Pero podrá existir un americano, que merezca este glorioso nombre, que no prorrumpa en un grito de muerte contra todo español, al contemplar el sacrificio de tantas víctimas inmoladas en toda la extensión de Venezuela? No, no, no».74
Y una semana antes de la publicación de la proclama, vuelve a recalcar aquella misma idea fundamental: «Nuestra vindicta será igual a la ferocidad española. Nuestra bondad se agotó ya y puesto que nuestros opresores nos fuerzan a una guerra mortal, ellos desaparecerán de América, y nuestra tierra será purgada de los monstruos que la infestan. Nuestro odio será implacable, y la guerra será a muerte».75 Incluso años después, cuando ya la Guerra a Muerte estaba matizada, pero se encontraba latente la amenaza procedente de la Santa Alianza, Bolívar lanza una proclama desafiante, amenazando con que, «está resuelto el pueblo de Venezuela a sepultarse todo entero en medio de sus ruinas, si la España, la Europa y el mundo se empeñan en encorvarla bajo el yugo español».76 Es un fanático.
La sensibilidad psíquica, exacerbada fácilmente por la acción del medio, es constante en toda su vida. Podemos rastrearla desde el terremoto que azotó Caracas, cuando en medio de las ruinas y los escombros, le dijo a José Domingo Díaz que «si se opone la naturaleza, lucharemos contra ella y la haremos que nos obedezca»,77 hablando desde el lenguaje del porvenir, expresando su fuerza de voluntad; y hasta el día de las desesperaciones, ya en los últimos días de su existencia, cuando ve derrumbada su obra y exclama en el ápice del dolor: «El que sirve una revolución ara en el mar».78 Tal era Bolívar y así obraban en él los desequilibrios psíquicos.
Triunfante ya la causa de la Independencia, el atavismo íbero hizo que comenzaran a manifestarse en el Libertador elementos dormidos propios de su raza. En 1828 restablece los conventos suprimidos por las leyes de 1821 y 1826, y se convierte en un protector decidido de la Iglesia: «Protegeré la religión [católica] hasta que muera»; decreta una reforma en el plan de estudios de los colegios y universidades de Colombia, donde restablece el uso del latín, manda a suspender las cátedras de legislación universal, de derecho político, de constitución y ciencia administrativa, sustituyéndolas con una de fundamentos y apología de la religión católica romana y de su historia; y prohibe las logias masónicas.79
De manera que, para fines de ese mismo año, puede decirse que partidarios de Bolívar se hicieron casi todos los obispos y clérigos de Colombia.80 ¿Por qué sucedió todo eso? En palabras de Arcaya: «Era que ya en Bolívar hablaban los muertos, los familiares del Santo Oficio de los tiempos de la Colonia, los caballeros semimonjes de la Edad Media».81 Y en efecto, su concepto del Poder Público «iba poco a poco cesarizándose, obediente a su raza, obediente a las necesidades del medio social anárquico y obediente a su propio temperamento de hombre de presa».82
Todo ello en el marco de lo que algunos historiadores han denominado como la dictadura positivista,83 porque para salvar a Colombia de la anarquía, ¿había acaso otra forma de gobernar efectiva que no fuese la reaccionaria, mediante el catolicismo? Bolívar lo llegó a dejar muy claro: «Nada de aumentos, nada de reformas quijotescas que se llaman liberales; marchemos a la antigua española lentamente y viendo primero lo que hacemos».84 Los cambios dentro del alma Bolívar, caracterizada por su atavismo íbero, se ven claramente reflejados en el transcurso de su pensamiento político, el cual nunca es estático, sino que siempre está en constante evolución.85
Sus actos en los últimos años de su vida son prueba clara de todos los conceptos que hemos expuesto sobre cómo obran las energías evolutivas de la degeneración orgánica en los hombres de genio. Pero desde su juventud, y luego durante la Guerra Magna, en sus proclamas y discursos, en sus actos y en su correspondencia, Bolívar está inspirado por un entusiasmo que raya en el misticismo; la necesidad de la sensación violenta, al igual que el carácter duro y enérgico, tenaz y resistente, todos rasgos distintivos del hombre español. Esa es la personalidad de Bolívar, y así pensamos que ha de entendérsele y estudiársele.
Le Bon, como dijimos inicialmente, apellida al genio como la flor maravillosa de la raza; y hemos visto cómo el viejo árbol del suelo originario, las tierras de Vizcaya, al ser trasplantado al trópico, los climas tórridos secaron muchas de sus ramas, pero al cabo de varias generaciones enraizadas en suelo americano brotó una flor extraña, que fue la consumación de todos sus antepasados, de sus mejores tipos. De esa forma surgió el genio poderoso de Bolívar, enmarcado por su hiperestesia, locomotividad, delirios, esterilidad, agotamiento prematuro, así como por su imaginación encendida, fanatismo, crueldad, dureza, entre otros rasgos. Laureano Vallenilla Lanz llegó a comentar:
En todas las grandes revoluciones anarquizadas que registra la Historia ha aparecido siempre ese hombre, ese ser superior, ese Jefe, ese gran unificador. Pero no todas las revoluciones han tenido la fortuna de encontrar en el Hombre del momento aquellas excelsas cualidades que han sido las características del Genio. Casi siempre cuando las sociedades se disgregan, cuando se desmigajan en un torbellino de átomos, cuando no hay partidos sino facciones, sindicatos de egoístas; en que cada quien no piensa en el momento psicológico sino en su interés y en su venganza, entra en escena —como dice Nietzsche— el Gran Egoísta, el César o el Cesarión, que va a dominar todos esos egoísmos rivales para conducirlos al triunfo, al botín o al desastre.86
Observamos así en la figura de Simón Bolívar la neurosis genial descrita por Cesare Lombroso, según lo notaron notables escritores patrios como Lisandro Alvarado, Pedro Manuel Arcaya y Rufino Blanco-Fombona. Tenía razón Arístides Rojas, precursor en esta clase de estudios, cuando, al trazar la vida del Libertador, hablaba de las locuras del genio; y en ese sentido es cuando las siguientes palabras, casi olvidadas, de José Gil Fortoul cobran peso y relevancia: «[Bolívar es] el más grande de nuestros locos».87
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Véanse Ángel Rosenblat, “El mantuano y el mantuanismo en la historia social de Venezuela”, Nueva revista de filología hispánica 24, n.º 1 (1975), pp. 64–88; Federico Brito Figueroa, Historia económica y social de Venezuela: Una estructura para su estudio, 2 vols., Caracas, 1966, I, pp. 168–174.
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Pedro M. Arcaya, Estudios sobre personajes y hechos de la historia venezolana, Caracas, 1911, p. 13, nota 3. Existe una anécdota que parece comprobar este principio, que es relatada por Rafael María Baralt del siguiente modo: el conquistador Alfinger había resuelto en enviar gran parte del oro que cargaba a Coro desde la laguna de Zapatosa, la cual se encontraba por fuera de los límites de su gobernación. Para este fin escogió veinticinco hombres de su confianza y los despachó con setenta mil pesos en oro. Pero queriendo tomar imprudentemente un camino más corto por el sur del lago de Maracaibo se perdieron en aquellos montes desconocidos. «De aquí vino que agotados los bastimentos y enfurecidos con el hambre, después de enterrar el oro, se comieron uno a uno los indios que llevaban. Acabados éstos empezó a recelar cada uno si querrían los demás hacer con él la misma fechoría; lo cual entendido por todos, resolvieron de común acuerdo separarse, e incontinenti lo hicieron, tirando por diversos caminos, sin dirección ni guía, a Dios y a la ventura. Tan mala les cupo a aquellos infelices que todos perecieron, con excepción de un tal Francisco Martín, que después de infinitos trabajos llegó a poblado y fue socorrido por los indios». Resumen de la Historia de Venezuela: Desde el descubrimiento de su territorio por los castellanos en el siglo XV hasta el año de 1797, Brujas, 1939, pp. 173–174.
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José F. Heredia, Memorias del Regente Heredia, Caracas, 1986, pp. 142 y 163. En cuanto al canje propuesto a Monteverde, esta fue su respuesta a Bolívar, contestada a sus comisionados: «Ni el decoro, ni el honor, ni la justicia de la gran nación española, me permiten entrar en ninguna contestación, ni dar oídos a ninguna proposición que no sea dirigida a poner estas provincias de mi mando, bajo la dominación en que deben legítimamente existir». Contestación de Monteverde, Puerto Cabello, 15 de agosto de 1813, Blanco y Azpurúa, Documentos, IV, p. 699.
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Daniel F. O’Leary, Bolívar y la emancipación de Sur-América, 3 vols., Madrid, 1915, I, pp. 582 y 585.
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Restrepo, Historia de Colombia, III, p. 607, nota 3.
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Manifiesto de Carúpano, 7 de septiembre de 1814, Lecuna, Proclamas y discursos, p. 111.
Delirio sobre el Chimborazo, ibíd., pp. 280–281. El original no ha podido ser encontrado; y las copias más antiguas, fechadas en Loja el 13 de octubre de 1822, no permiten asegurar la autenticidad del texto. Expertos como Vicente Lecuna y Pedro Grases (este último halló analogías con uno de los Sueños de Quevedo), aseguran que el Delirio fue escrito, sin duda alguna, por Bolívar. Empero, biógrafos como Gerhard Masur consideran que, en realidad, se trata de una falsificación. Nosotros consideramos, a nuestro juicio, que lo narrado —presumiblemente por Bolívar— en el Delirio, concuerda perfectamente con la neurosis genial descrita por Lombroso, y observada por Arcaya y Blanco-Fombona en diferentes episodios de la vida del Libertador.
Bolívar a Santander, Quito, 5 de julio de 1823, Obras completas, I, p. 782.
Bolívar a Mosquera, Guayaquil, 3 de septiembre de 1829, ibíd., II, p. 762.
Bolívar a Urdaneta, Caracas, 14 de abril de 1827, a Peña, Bogotá, 16 de febrero de 1828, a J. Rafael Arboleda, Bogotá, 29 de julio de 1828, ibíd., II, pp. 9, 268 y 415.
Bolívar a Briceño Méndez, Bucaramanga, 4 de junio de 1828, ibíd., II, p. 375.
Bolívar a Soublette, Bogotá, 9 de noviembre de 1828, ibíd., II, p. 500.
Lombroso, The Man of Genius, pp. 40–45.
Bolívar a Peñalver, al Marqués del Toro, Chancay, 10 de noviembre de 1824, Obras completas, I, pp. 995 y 999.
Bolívar a Santander, Quito, 21 de julio de 1823, Guayaquil, 4 de agosto de 1823, ibíd., I, pp. 784 y 789
Bolívar a O’Leary, Bogotá, 22 de octubre de 1828, ibíd., I, p. 484.
Proclama en Bogotá, 12 de noviembre de 1828, Lecuna, Proclamas y discursos, p. 386.
Véase nota 59.
Bolívar a Montilla, Cúcuta, 21 de julio 1820, Obras completas, I, p. 477.
Bolívar a Maxwell Hyslop, Kingston, 30 de octubre de 1815, ibíd., I, p. 182.
Vicente Lecuna, Bolívar y el arte militar, Nueva York, 1955, pp. 72–77; y para una narración más detallada, del mismo autor, Crónica razonada, I, pp. 449–470.
Bolívar a José Fernandez Madrid, Fucha, 6 de marzo de 1830, Obras completas, II, pp. 863–864.
Juramento de Roma, 15 de agosto de 1805, Manuel Pérez Vila (ed.), Doctrina del Libertador, 2.ª ed., Caracas, 1979, pp. 3–4.
Proclama en Cartagena, 2 de noviembre de 1812, Lecuna, Proclamas y discursos, p. 7.
Proclama en Mérida, 8 de junio de 1813, ibíd., pp. 32–33.
Proclama en Angostura, 20 de noviembre de 1818, ibíd., p. 199.
José D. Díaz, Recuerdos sobre la rebelión de Caracas, Caracas, 1961, pp. 98–99. Respecto a lo ocurrido en aquel día memorable, ha dicho con mucho acierto un historiador adverso al Libertador: «Bolívar expresó aquel día, con las palabras que ofendían a su acérrimo enemigo por su impiedad y extravagancia, aquella su fuerza de voluntad, aquella su tensión diabólica de Prometeo americano que fue el verdadero secreto de su grandeza. El día del terremoto habla Bolívar la lengua del porvenir porque habla la lengua del pasado. Avisado por los indios que jamás hombre alguno había osado cruzar los puertos de los Andes hacia Chile en la fuerza del invierno, Almagro el conquistador contesta “que a los descubridores y ganadores del Perú habían de obedecer la tierra y los demás elementos; y los cielos les habían de favorecer, como lo habían hecho hasta allí”. Así [Bolívar] se yergue sobre las ruinas de Caracas como la figura a la vez más grande y más española de aquel día histórico». Salvador de Madariaga, Bolívar, 2 vols., 3.ª ed., Santo Domingo, 1979, I, p. 338.
Bolívar a Flores, Barranquilla, 9 de noviembre de 1830, Obras completas, II, p. 959.
Bolívar a María Antonia, Potosí, 27 de octubre de 1825, ibíd., I, p. 1216; Decretos, Bogotá, 10 de julio de 1828, 20 de octubre de 1828, 8 de noviembre de 1828, Blanco y Azpurúa, Documentos, XII, pp. 693–695; XIII, pp. 143–144 y 183.
Sobre el pensamiento religioso de Bolívar, véanse Alberto Gutiérrez, La Iglesia que entendió el Libertador Simón Bolívar, Bogotá, 1981; Nicolás E. Navarro, La política religiosa del Libertador, Caracas, 1933; C. Parra-Pérez, Páginas de historia y de polémica, Caracas, 1943, pp. 163–175; J. A. Cova, Ensayos de crítica e historia, 2.ª ed., Caracas, 1941, pp. 15–25; Mary Watters, “Bolívar and the Church”, Catholic Historical Review 21, n.º 3 (octubre de 1935), pp. 299–313; Monsalve, Estudios sobre el Libertador, pp. 86–103.
Arcaya, Personajes y hechos, p. 28.
Blanco-Fombona, Ensayos históricos, p. 175.
Véase Marius André, Bolívar y la democracia, Barcelona, 1924, pp. 256–273. Para una interpretación histórico-materialista, véase Carlos Irazábal, Hacia la democracia: Contribución al estudio de la historia económico-político-social de Venezuela, México, 1939, pp. 93–106.
Bolívar a Andrés Santa Cruz, Pasto, 14 de octubre de 1826, Obras completas, I, p. 1444.
Véanse C. Parra-Pérez, Bolívar: Contribución al estudio de sus ideas políticas, París, 1928; J. D. Monsalve, El ideal político del Libertador Simón Bolívar, Bogotá, 1916; Victor A. Belaunde, Bolívar y el pensamiento político de la Revolución Hispanoamericana, Madrid, 1959. Sobre su pensamiento socioeconómico, véanse J. L. Salcedo-Bastardo, Visión y revisión de Bolívar, 3.ª ed., Caracas, 1957; Armando Rojas, Ideas educativas de Simón Bolívar, Madrid, 1952. El trasfondo de la materia puede verse en Manuel Pérez Vila, La formación intelectual del Libertador, Caracas, 1971.
Laureano Vallenilla Lanz, Críticas de sinceridad y exactitud, 2.ª ed., Caracas, 1956, p. 92.
Gil Fortoul a Alvarado, Liverpool, 28 de agosto de 1891, Anibal Lisandro Alvarado (ed.), Epistolario de Gil Fortoul a Lisandro Alvarado, Barquisimeto, 1956, p. 152.