Alberto Adriani o el positivismo tardío
Las ideas positivistas se presentan en la historia del pensamiento político venezolano a través de tres etapas, coincidiendo la tercera y última de ellas, por lo mismo la más influyente, con el período de la nación que se conoce bajo el nombre del gomecismo; se tratan de expresiones políticas que, no siendo formas aisladas de pensamiento, son en realidad el fruto acabado de la preeminencia del paradigma positivista en la reflexión científica y en la forma de analizar la sociedad durante el primer tercio del siglo XX venezolano, entendiendo paradigma de pensamiento político a las formas de plantear y resolver problemas políticos admitidas por una sociedad determinada en un momento histórico dado. Explicar el pensamiento político del movimiento positivista venezolano, entendido como paradigma dominante1 propio de nuestro medio, es necesario para comprender tanto su surgimiento y formulación como su desenvolvimiento en el tiempo.
Si se utiliza, además, el término dominante para referirse al pensamiento positivista en Venezuela, es porque se sugiere que dicho paradigma político atiende a las necesidades de una auténtica élite intelectual para contestar preguntas muy concretas en torno a la nación venezolana; élite cuyos miembros destacan por nombres como los de Laureano Vallenilla Lanz, José Gil Fortoul y Pedro Manuel Arcaya. De modo tal que el positivismo en Venezuela significó, ante todo, un método conveniente de análisis; un pensamiento político propio dotado de originalidad, enraizado propiamente en el acontecer venezolano.2
Alberto Adriani (1898-1936)3 nace en la localidad de Zea, estado Mérida, durante una época en la que el positivismo comienza a establecerse como paradigma dominante en Venezuela. Con sólo 16 años de edad comienza a escribir sobre el futuro del país, y desde ese momento sujeta la convicción de tener por delante un destino claro y definido. Cuatro años más tarde se instala en Caracas como estudiante de la Facultad de Derecho, pero tras el cierre de la Universidad Central por las manifestaciones contra el gobierno de Juan Vicente Gómez, decide partir hacia Europa para continuar sus estudios. El tiempo ni se detiene ni se levanta, por lo que el joven tiene que calmar sus ansias y esforzarse por temperar las tormentas que se desean en su espíritu.
Durante sus días en Ginebra estudia con profundo interés a Nietzsche, Fichte, Schopenhauer y Kant. Lee y analiza libros sobre el trópico y el desarrollo de la ganadería y la cultura. Realiza, además, funciones consulares como designado de Venezuela mientras ingresa a los cursos regulares de Ciencias Sociales y Económicas de la Universidad. En 1926 se traslada a Londres para profundizar los conocimientos adquiridos sobre economía y finanzas. Allí colabora activamente con el Dr. Caracciolo Parra-Pérez en la adquisición, por el Gobierno Nacional, del Archivo del general Francisco de Miranda, el cual se creía perdido.
A finales de ese mismo año, Esteban Gil Borges le escribe desde Washington, ofreciéndole un cargo en la Unión Panamericana. Adriani lo acepta y viaja a la capital norteamericana, donde se radica hasta comienzos de 1930, cuando retorna a Venezuela. Una vez en el país, propone por primera vez la creación de un Banco Central que coordinara el conjunto de las relaciones monetarias y asesorara la función fiscal. En 1936, tras la muerte del general Gómez y el ascenso de Eleazar López Contretas, Adriani pasa a formar parte de su gabinete y es nombrado inmediatamente como Ministro de Hacienda. El 10 de agosto muere súbitamente en su habitación del Hotel Majestic de Caracas, todo en extrañas circunstancias.
Venezuela perdía prematuramente a quien fuese una de sus mentes más excepcionales, adelantadas a su tiempo en una variedad de materias. Su obra, plena de rigor y de análisis, es un vivo reflejo de las contradicciones de la época, y por ello es rica y fecunda para ser estudiada por nosotros. Siendo ésta una hora decisiva, es momento de revisar las principales ideas de Alberto Adriani en torno al desarrollo integral de la nación venezolana; y no pretendiendo hacer de este brevísimo ensayo un estudio definitivo de su obra, sí buscamos realizar un aporte hacia la mejor comprensión de la misma.
Una de las influencias ideológicas más llamativas de Adriani se trata del matemático, biólogo, historiador y filósofo alemán Oswald Spengler (1880-1936), perteneciente a la Konservative Revolution o movimiento revolucionario conservador de la Alemania en los años que siguieron a la Gran Guerra.4 Para Spengler, la historia universal consiste en la sucesión de culturas por otras; culturas que son unidades autónomas, independientes unas de otras, que, como entidades biológicas, cumplen un ciclo vital parecido al de cualquier organismo vivo: nacen, crecen, se desarrollan y mueren. Lo único que tienen en común las culturas son las etapas inevitables del ciclo vital, que si bien difieren de acuerdo al carácter de cada cultura, se repiten con infalible uniformidad.5 Spengler, pues, elimina de la historia universal la noción de progreso, cosa que lo conduce, necesariamente, a rechazar la idea de una humanidad como forma histórica concreta.6 Adriani dirá sobre él:
Spengler es el autor de La decadencia de Occidente. Para él no existe una cultura única, que acumule en el curso del tiempo sus conquistas espirituales, acercándose indefinidamente a la verdad absoluta. Todas las civilizaciones se equivalen, son irreductibles la una a la otra y todas están igualmente destinadas a nacer y perecer. De la una a la otra no hay progreso. La labor del hombre realiza una obra de Sísifo: crear para destruir, destruir para crear. […] Spengler, el gran historiador alemán, comprueba que las civilizaciones mueren cuando se debilita el estado espiritual que las hacía vivir. Al lado de la geografía humana, crece la geografía histórica que explica cómo el hombre cambia todos los grandes factores naturales.7
Esa influencia spengleriana lleva a Adriani a evaluar los progresos democráticos en la región, y piensa que, frente a la decadencia de Occidente, pueden surgir en nuestra América diferentes combinaciones de civilizaciones triunfantes en las que el mundo encontraría su porvenir. «Sólo el hombre americano, amasado con la sangre de todas las estirpes, fecundado con la obra de todas las razas y de todas las civilizaciones, puede elaborar la síntesis de esa pan-civilización futura, y al crear con ella la unidad del trabajo humano, acelerar el ritmo ascendente de la vida».8 Pero por circunstancias de clima, geografía, entología, costumbres, entre otros factores, el caudillismo es una realidad de las naciones hispanoamericanas.
Se trata de un fenómeno, ante todo, sociológico, que surge como un subproducto de la Guerra de Independencia. Destruido todo el orden político legal, primero por la Revolución y luego por la caída de la República, ésta se reconstruye por obra de jefes militares victoriosos, que, valiéndose de sus tropas, sus oficiales, pero sobre todo de su prestigio, van ocupando partes del territorio nacional.9 Aparece así el Caudillo, esto es, el «Jefe nacional prestigioso, con influjo no sólo directamente sobre la “masa anónima” sino también sobre otros régulos o Caudillos subalternos que por su “prestigio” podían asimismo mover fracciones más o menos grandes de la propia masa».10 Tal fue, por ejemplo, el caso del general José Antonio Páez.
La Revolución de la Independencia tenía que producir en toda Hispanoamérica, con mayor o menor intensidad, una profunda renovación social. Desaparecida la sugestión de la Monarquía, el pueblo aspiró a restaurar la autoridad en una nueva forma. Los jefes surgieron por generación espontánea (más concretamente sobre las ruinas de las oligarquías municipales) y no pudiendo llamarlos reyes, los llamaron caudillos.11 Esta situación va a perdurar casi todo un siglo. Adriani es conciente de todo esto y sabe que ese fenómeno es el resultado de la contradicción abierta entre los ideales liberales, el credo jacobino y el federalismo norteamericano, y las estructuras culturales e históricas de la región.
El caudillismo o la autocracia se hace una faz necesaria en la evolución de los pueblos latinoamericanos. En el momento en que con perjuicio de la unidad nacional, caciques bastardos y rudos se disputan el poder en las provincias, o aspiran al poder central, halagando con falsas promesas y con inútiles palabrerías, fuertes individualidades hacen y representan la unidad nacional, establecen reinados sui géneris en una organización republicana, y traen la paz y el progreso. Resultan beneficiosas las cesáricas tiranías: Porfirio Díaz en México, Portales y Balmaceda en Chile, Rosas en Argentina, Santa Cruz en Bolivia, Castilla en el Perú, García Moreno en el Ecuador, Núñez en Colombia, Guzmán Blanco en Venezuela, y así otros autócratas, son agentes seguros de progreso.12
Ese cesarismo democrático, es decir, el representante y el regulador de la soberanía popular, la igualdad bajo un jefe, y el poder individual surgido del pueblo por encima de una gran igualdad colectiva, es el mismo régimen de gobierno que un ilustre historiador lusitano considera como el ideal de la raza ibérica.13 «La historia de estas repúblicas se reduce a la biografía de sus hombres representativos», dijo García-Calderón. «El espíritu nacional se concentra en los “caudillos”, jefes absolutos, tiranos bienhechores. Ellos dominan por el valor, el prestigio personal, la audacia agresiva. Ellos representan a lo vivo las democracias que los deifican. Si no se estudia a Páez, a Castilla, a Santa Cruz, a Lavalleja, es de todo punto imposible explicarse la evolución de Venezuela, del Perú, de Bolivia, del Uruguay».14
Adriani menciona que el régimen personal, si bien ha favorecido la inmigración de hombres y de capitales, estimulado el cultivo de la tierra y la industria naciente, no es una fábrica de hombres libres. Los grandes dictadores de América se han preocupado casi sólo del progreso material, y no tanto de preparar la consolidación del progreso nacional. Esto lo expresa tomando como ejemplo a la crisis que derrumbó a Porfirio Díaz. Explica que dos periodos se suceden con ritmo seguro en la historia de cada una de las repúblicas hispanoamericanas: el militar, turbulento, de continuas revoluciones y de rudas tiranías; y el civil o industrial, pacífico, equilibrado y de progreso.
El periodo militar que persiguió franca o hipócritamente, como fin o como medio, afirmaciones democráticas gratuitas, dañó la estabilidad y la fuerza de las clases directoras, sustituyéndolas o adulterándolas con los aportes que levantaba cada nueva revolución. El periodo civil o industrial que persigue el progreso, va constituyendo clases mejor constituidas, más estables, más capaces de favorecer la marcha normal de las instituciones y de la vida. Así nos beneficiamos con una mejor preparación para el porvenir, con el industrialismo que quiere dominar en este Nuevo Mundo.15
La cuestión radica en que ese proceso, el cual Sarmiento llegó a denominar como civilización y barbarie, la lucha entre dos sociedades distintas, rivales e incompatibles, «la una, española, europea, culta, y la otra, bárbara, americana, casi indígena», donde dos maneras distintas de ser de un mismo pueblo se iban a poner en presencia una de la otra para someterse y que una (la civilización) absorbiese a la otra (la barbarie),16 solamente puede concluirse a ojos de Adriani resolviendo dos cosas: 1º el problema de la raza; y 2º el problema de la educación. Examinemos cada uno de ellos.
Venezuela encuentra su composición étnica en la combinación de tres razas principales: blanca, india y negra, de cuya mezcla han resultado siete grupos: blancos españoles, españoles criollos, mulatos, zambos, indios y negros (negros prietos, cuarterones quinterones y salto atrás).17 El grupo étnico venezolano es mezclado, compuesto, mestizo, y se distingue por la herencia del conjunto de los caracteres predominantes en cada una de las razas componentes, que son, a saber: amor a la independencia y odio hereditario a los privilegios de casta; energía necesaria para la adaptación rápida a una naturaleza exuberante y bravía; tono nostálgico y melancóico; escepticismo radical frente a las sectas políticas; poca capacidad para la industria; débil espíritu de iniciativa; esperarlo todo del gobierno; pasión por las intrigas políticas; gusto por la oratoria brillante y majestuosa; honestidad de las relaciones familiares; amor por las bellas letras; e instinto para la guerra.18
De las razas originarias sólo quedan fracciones pequeñas, pocos negros en las ciudades del litoral marítimo, indios independientes en las selvas del Orinoco y en la Guajira, que no forman en realidad parte esencial de la nación, y pocas familias descendientes de los primeros pobladores españoles. La inmensa mayoría de la población se compone, actualmente, de mestizos. Al final la selección racial está determinada por tradiciones históricas; así, el alma de un pueblo o de una raza es la síntesis de toda su historia y la herencia de todos sus antepasados, de ahí que se afirme con toda razón que los muertos gobiernan a los vivos.19 En este orden de ideas, Adriani dice que en el problema americano, sólo debe preocuparnos el problema de la raza, el cual en su concepto, es no sólo la uniforme constitución étnica, sino también la unidad psicológica hecha por la historia y la cultura.
Las razas mestizas como la nuestra, que es heterogénea en su sangre y su cultura, son desequilibradas, y al decir de Le Bon, ingobernables. «El mestizo —dice el mismo Le Bon— flota entre impulsiones contrarias de antepasados de inteligencia, de moralidad y de caracteres diferentes». Resolver el problema de la raza, es resolver los demás problemas económicos y sociales. Resuelto ese problema el ideal político se afirmará. En algunos países de América especiales condiciones sociales y fuertes oligarquías conservadoras, han procurado estabilidad política. Pero la cabal solución del problema político, las combinaciones definitivas de civilización, la actividad equilibrada e impetuosa, serán imposibles mientras domine el mestizaje.20
Con un buen plan de inmigración y colonización Venezuela podría, pues, poblar sus territorios desiertos e incorporarlos a la vida nacional; diversificar su agricultura; desarrollar nuevas industrias y perfeccionar las existentes; contribuir al mejoramiento de su raza y a la nivelación de su cultura, especialmente en el dominio de la técnica, con la de los pueblos más progresistas del Occidente; acelerar extraordinariamente su desenvolvimiento económico y social; integrar, en fin, sus elementos humanos en un tipo nacional que perpetúe la integridad de la Patria.21
La idea de Adriani en torno a la migración tiene su fundamento en dos consideraciones: 1º que Venezuela para finales inicios del siglo XX era todavía un país despoblado, ya que con la Guerra de Independencia (la Guerra Federal también va a contribuir en ello), el país, que contaba con poco más de 900.000 almas, perdió la tercera parte de ellas y la mitad de su población blanca;22 2º que, como se mencionó antes, el pueblo venezolano tiene poca capacidad para la industria, es simplemente flojo.23 Por lo tanto, la tendencia de blanquear a la población debe entenderse en su contexto, porque no está presentada desde el punto de vista del fenotipo racial —lo que podríamos considerar como algo secundario—, sino desde lo propiamente cultural, desde la perspectiva de dotar al pueblo mestizo venezolano de ciertas maneras, ciertas cualidades ligadas al esfuerzo y al trabajo, para poder transformar el medio físico; cualidades todas, en fin, que no prevalecían en la Venezuela del momento.
Cuestión ésta bastante curiosa, pues, la idea de traer migrantes europeos para desarrollar el país se remonta al siglo XIX, y luego va a ser una constante durante toda la primera mitad del siglo XX en el pensamiento político venezolano. Simón Bolívar consideraba que debía fomentarse la migración de las gentes de Europa y de América del Norte hacia nuestro país, trayendo sus artes y sus ciencias; que un gobierno independiente, escuelas gratuitas y los matrimonios con europeos y angloamericanos establecidos en Venezuela cambiarían el carácter del pueblo, haciéndolo ilustrado y próspero.24
Laureano Vallenilla Lanz afirmó, en relación al gobierno de J. V. Gómez, que era el único convenía a nuestra evolución normal, porque estaba preparando a Venezuela para llenar ampliamente sus dos grandes necesidades: «Inmigración europea y norteamericana (gente blanca) y oro, mucho oro, para explotar nuestra riqueza y hacer efectiva la unidad nacional por el desarrollo del comercio, de las industrias y de las vías de comunicación».25 Y el general Marcos Pérez Jiménez, quien fue el artífice de la doctrina del Nuevo Ideal Nacional, tampoco se quedó atrás en materia migratoria. Sostenía que había necesidad de mejorar el medio físico y el componente étnico, así como una serie de taras que, de no ser corregidas, nos mantendríamos dentro de la categoría de pueblo subdesarrollado o atrasado. Si nosotros no modificábamos nuestra manera de ser, nos mantendremos como un pueblo de esas categorías.26
Planteamiento que, dicha sea la verdad, no tiene nada de nuevo ni revelador. Se trata de un concepto de época y una tendencia que no pueden apreciarse fuera de su justa medida y su contexto; hacerlo sería, cuando menos, insidioso. Adriani jamás planteó regresar a los estatutos de pureza de sangre o a una suerte de nuevo sistema de castas. Si así algunos lo han llegado a creer, sostenemos que se debe a una lectura muy pobre de sus ideas. ¿El resultado de ellas? Un aumento exponencial no sólo en la cantidad de territorio nacional efectivamente poblado, sino en la productividad venezolana, algo fácilmente medible entre las décadas de 1930 y 1940. Ver el asunto bajo perspectivas anacrónicas, insistimos, ha conducido y seguirá conduciendo a interpretaciones equívocas y maliciosas.
El problema de la educación, por otra parte, es el segundo factor para la formación de la raza homogénea, del alma americana, que señala Adriani. La educación, dice, es el factor capital de las transformaciones históricas. Su resolución requiere un estudio preciso de nuestras necesidades, una segura clasificación de los problemas según su importancia, y una hábil y audaz adaptación de factores sociales como la filosofía, la literatura, el arte, y, sobre todo, la religión. Hacer de estas manifestaciones fuerzas vivas por su sola existencia, encuadrarlas dentro de un juicioso programa educativo, y se hará fácil lo que hoy es ardua tarea.
Los aspectos moral, industrial e intelectual del problema educativo, son desiguales en importancia, desiguales en preeminencia, si se miran nuestras necesidades y la civilización actual. Deberemos darle según la importancia que cada una se merece el orden adecuado. Antes que todo la educación que forma los hombres, los hogares, la patria: la educación moral dentro de la necesaria educación primaria. Ella deberá realizar milagros en estas patrias desprestigiadas y vacilantes. Ella hará en los hombres los firmes lineamientos del carácter: la dignidad, la sangre fría, el juicio sensato, la resolución segura, y con ellos, el hogar feliz, la patria grande y fuerte. Y después de haber hecho en los hombres el carácter, que es lo que los hace superiores, deberemos el segundo lugar a la educación industrial, a la instrucción técnica. En este siglo industrial que busca la riqueza y la fuerza, que ama las cantidades, deberemos orientarnos y prepararnos según él. Si queremos industrias competidoras, si buscamos la producción intensiva de la tierra y el avance del capital, deberemos preocuparnos de la instrucción utilitaria. De nuestras Escuelas de artes y oficios, deben salir, como de las Realschule alemanas, los directores y capataces de nuestra industria naciente, el utilísimo hombre medio, el average man, como le llaman los americanos del Norte.27
Resueltos los problemas de la raza y de la educación, se pueden superar las barreras impuestas por el medio físico, librándose así el país del caudillismo y abriéndose todas las vías hacia el progreso y el desarrollo nacionales. Es deber del organismo político presidir ese avance. El Estado moderno cambia, y el Estado-gendarme cede su puesto al Estado-providencia. Bajo su acción y dentro de sus funciones están la dirección o inspección de los cuadros de la vida futura. Esta noción propia de Adriani fue observada en su momento por alguien muy cercano a él, quien lo conoció durante muchos años:
Pero según Adriani, esa revolución contra la estúpida tiranía era necesario realizarla primero en nosotros. «Gómez es, de cierta manera, la consecuencia de un estado social». Gómez manda porque nosotros hemos sido la indisciplina, la improvisación, la guachafita. Gómez es el gran culebrón que vino a gobernar sobre las ranas cuando éstas pedían más poder, según la fábula clásica. Muchos muchachos románticos piensan que se tumba a Gómez después de beber unos tragos, buscando camorra a un policía y apareciendo en la Plaza Bolívar al grito de: «¡Abajo la tiranía!» Este es un problema de preparación, de orden, de disciplina colectiva. «Antes de hacer la República debemos hacernos nosotros porque todavía no somos».28
Para poder «hacerse», Adriani partió a Europa un día de 1921. La muerte de Gómez tenía que suponer, natural y necesariamente, el fin del paradigma positivista en Venezuela.29 Adriani ya había observado que ese pensamiento iba a ser revisado, criticado, rechazado y sustituido por una nueva creación científica, a lo que señala que el positivismo «nació como una reacción de esa orientación filosófica [el racionalismo iluminista], que valorizando al hombre, haciendo de la razón y de la voluntad fuerzas masculinas, soñó cambiar los destinos de la historia y provocó esa renovación, uno de cuyos episodios culminantes fue la Revolución Francesa».30
El idealismo, dice Adriani, vuelve hoy a dominar el mundo; los hechos no tienen ninguna significación por sí mismos, no toman ninguna dirección si están abandonados. En la nueva orientación filosófica la voluntad vuelve a tener un significado: los héroes aparecen dominando la escena humana, pero sobre todo las ideas imperan.31 Los actos sucedidos durante y después de la Primera Guerra Mundial, «animados de ese espíritu voluntarista que cree que el hombre domina el escenario de la historia, que el hombre hace la historia, han acabado por arruinar la concepción positivista y hecho triunfar la concepción voluntarista e idealista».32 Así fue como dejaron de imperar Comte, Taine y Suart Mill, los pensadores originarios del positivismo. En Venezuela aún le quedarían algunos años a esa metodología de estudio que, como se explicó al inicio, estaba completamente enraizada en el acontecer nacional.
Adriani entendió las enormes contribuciones teórico-metodológicas que el positivismo le aportó a Venezuela para el desarrollo del pensamiento político. Y si bien mantuvo sus diferencias por pertenecer a una generación diferente, nunca desaprovecho el poder tomar a su favor aquellas ideas, provenientes de los autores que leyó durante su formación, que le parecían correctas. Explicar que Adriani se nutrió de un paradigma de pensamiento concreto es propósito de este escrito; por eso decimos que era un positivista tardío.33 Sin embargo, creemos pertinente seguir observando su desarrollo intelectual, incluso después de su superación con la corriente de pensamiento previa.
El primer economista moderno venezolano es Alberto Adriani y a él le corresponde, históricamente, la primera percepción científica de que Venezuela, en cuanto economía nacional, se ha abierto al proceso universal del intercambio mercantil.34 El desarrollo y elaboración analíticos de esta percepción primaria habrán de significar una tarea que se prolonga a lo largo de dos décadas, que es el tiempo vital de Adriani, con quien se inaugura la Economía Política en Venezuela.
Las circunstancias históricas y la afortunada intervención de la ciencia se combinan para hacer que el mundo contemple nuestra América como la principal zona abierta a la inmigración de los hombres y de los capitales y como el mercado de mayor potencialidad de sus industrias.35
Cada economía nacional tiene su constitución específica, su carácter peculiar, su íntimo sistema. El sistema, o lo que es lo mismo, la estructura, la integran los datos naturales, geográficos, etnográficos, psicológicos, políticos, jurídicos y técnicos, variables según las comarcas y los periodos de evolución. Pues bien, hay que conocer la estructura económica de un país para saber cuáles pueden ser sus actividades económicas más remuneradoras, para racionalizar su desarrollo, para estimular sólo aquellas industrias que representen, en un momento dado, la mejor utilización del capital y del trabajo, únicas susceptibles de aumentar la riqueza y de empujar la sociedad hacia formas más perfectas, hacia etapas más avanzadas de desarrollo económico.36
Dos rasgos suyos son notorios: en primer lugar, una consecuente actitud metodológica, quien lo lee muy pronto se persuade de que se halla frente a un intelecto ejercitado en la reflexión metódica y sistemática; y, en segundo lugar, Adriani es un hombre de acción política. En consecuencia con su mentalidad, va a decir que Venezuela, al ser una de esas zonas que primero solicitan la atención del mundo, gracias a la explotación de sus campos petrolíferos, verá la inmigración de hombres y de capitales intensificarse progresivamente.
Esa Venezuela que se va abriendo al mercado mundial, que se enfrenta al intercambio internacional como una economía nacional, es una entidad geo-económica sin los medios sociales necesarios para controlar la presencia, como dice Adriani, «de los hombres y de los capitales que seguirán acudiendo a sus playas, de acuerdo con el plan que demandan sus necesidades y sus ideales».37 La respuesta social debía ser un plan nacional para regular y aprovechar los desequilibrios que trae consigo el mercado. Venezuela, políticamente, requería de un proyecto nacional. Los signos de la época se mostraban inequívocos.
Pero la visión de la economía nacional que posee Adriani está ligada, necesariamente, a una visión propia del rol que el Estado debe cumplir no sólo en el sabio manejo de la cuestión económica sino en la realización nacional, propiamente dicho. Su fundamento es que los intereses de una sociedad son considerablemente más importantes que los intereses individuales; de ahí la imperante necesidad de sustituir «la mística de la libertad individual por la mística de la libertad nacional y de la disciplina colectiva».38 A partir de ese principio, se desprende una conclusión tajante:
Los pueblos latinos de América tienen necesidad para su formación y en vista de su política exterior, de crear Estados fuertes, y no hay duda de que encontrarán en el nacionalismo una inspiración eficaz. El Estado fuerte no significa gobierno tiránico o arbitrario, que nunca aseguró la continuidad de ningún esfuerzo social ni la concordia, y no justifica a caudillos voraces e indecentes. Al contrario, en América el interés nacional no podrá menos de aconsejar el progreso de nuestra democracia infantil y una política social avanzada y generosa.39
El proyecto nacional de Adriani reposa sobre la participación activa y deliberada del Estado. La transformación de sus funciones, dice, es el factor interno para el cambio que requiere el país, porque su papel más importante es el de conducir la vida material. Mecanismo complicado el de administrar una nación moderna, pues su funcionamiento depende más de los procedimientos empleados que del electoralismo o determinadas creencias políticas. La acción política debe provenir de una élite intelectual que tome y dirija las riendas de la nación, lo cual, ciertamente, pudo verse reflejado en el gabinete formado por López Contreras en su Programa de Febrero.
En las grandes naciones, cuya red de intereses es muy extensa, la solución de los problemas de política económica y social, y aun de los que parecen puramente políticos, está dominada por factores en su mayoría extraños a los Estados mismos y que éstos difícilmente controlan. Los ejemplos concretos huelgan. Para los gobiernos de los grandes países la actividad esencial es la política exterior. Ahora bien, los parlamentos, en que predominan los intereses de las facciones, compuestos principalmente de demagogos irresponsables e incapaces, en todo caso muy numerosos, no tienen aptitudes para la política exterior, ni tampoco los gobiernos partidarios que éstos engendran, expresión de intereses limitados y pasajeros, de duración precaria. El sufragio universal con el absurdo sistema en que se cuentan los votos en vez de pesarlos, vicia en su origen estas instituciones e impide una selección eficiente. La política exterior fecunda la hicieron en Roma, en Venecia, en Inglaterra las élites reducidas, capaces de larga visión, de voluntad imperiosa, de acción rápida y continua, y es conveniente, en este ramo de la administración, volver a un sistema que corrija los inconvenientes del sufragio universal y que tenga las ventajas de la organización militar y de la concepción romana y católica del Estado.40
Como se mencionó antes, Venezuela estaba abriéndose al proceso universal del intercambio mercantil, pasada ya la época militar. Pero la incorporación del país al panorama internacional y el afloramiento de buenas posibilidades no podía significar de ningún modo que se permitiese la dominación extranjera sobre nuestro suelo. Adriani ya pudo prever en su época lo que hoy por hoy podemos referir como el fenómeno de la globalización, que no es otra cosa sino la fase actual del capitalismo.
En un mundo cuya unificación se perfecciona incesantemente no es de extrañar que el viejo concepto de soberanía vaya perdiendo su vitalidad, a tiempo que se afirman el concepto de la solidaridad internacional y la doctrina de la cooperación. Los teorizantes y los cruzados del nuevo orden sostienen que los intereses de la comunidad internacional deben prevalecer sobre los intereses egoístas de la nación. Sobre la base de este postulado determinan por ejemplo que los recursos naturales deben tenerse y explotarse por cada pueblo como si fueran patrimonio común de la humanidad.41
La política inmigratoria y económica de los EE. UU., que cierra su territorio y sus mercados a los hombres y a las industrias del Viejo Mundo, y obliga a sus capitales exuberantes y a sus industrias expansivas a emprender la conquista de los mercados extranjeros, todo impone al mundo la necesidad de buscar nuevos territorios que pueda poblar y explotar.42
Tras la Primera Guerra Mundial, se impuso sobre el mundo un nuevo orden de ideas, de instituciones y de cosas: la unidad del mundo, el ideal wilsoniano. Era un hecho ineludible, pero todavía lejano para aquel entonces, porque faltaban tanto un plan único de acción como un órgano de autoridad suficiente, capaz de afrontar y resolver los problemas que se presentaban. La Sociedad de Naciones (actual Organización de Naciones Unidas) se encontraba en marcha, muy lentamente, debido a que aún quedaban en el mundo resistencias conservadoras de muchos gobiernos. El comunismo ruso también tenía por entonces un mito en pleno verdor y un equipo de agitadores, pero su técnica era todavía rudimentaria.
Venezuela, ante esa coyuntura, además de articular la dirección del Estado hacia el engrandecimiento nacional, debía considerar la posibilidad de una forma de unión, una coordinación entre los países que llegaron a conformar Colombia la grande, para poder hacer frente a los desafíos propios de la política internacional. Es una cuestión posible y deseable; posible, porque el contacto entre los tres pueblos es y puede ser más estrecho; deseable, porque la asociación de las tres naciones en un conjunto, no sólo sería una suma, sino una verdadera multiplicación de fuerzas.
El restablecimiento en cualquier forma de la antigua Colombia, dice Adriani, sería un gran paso hacia esa otra unión más vasta de los pueblos hispanoamericanos. Cree firmemente que esa unión es necesaria y está escrita con caracteres fatales en nuestro destino. Y para que nuestro país pudiese hacerle frente a las grandes agrupaciones de naciones que se estaban formando en el mundo, era necesario llevar a cabo una colaboración con la Nueva Granada y el Ecuador mediante el rescate y la revalorización del ideal político del Libertador Simón Bolívar.
La confederación latinoamericana, en todo caso, pertenece al capítulo de las realizaciones más o menos lejanas. La Gran Colombia está más dentro de las posibilidades actuales, y su realización es más apremiante. Ya el mar Caribe se está convirtiendo para el mundo en lo que fue el Mediterráneo antes de la edad moderna. Es en el Caribe en donde va a establecerse la línea maestra de contacto entre las dos razas. Es por el Caribe por donde pasará la gran frontera dinámica de las dos Américas. Es oportuno que las tres naciones que formaron la Gran Colombia, centinelas del gran bloque meridional, establezcan ciertas colaboraciones, que desarrollándose progresiva y metódicamente las incorpore en el potente Estado que soñó el Libertador. El voto postrero, el único ruego que hizo al morir el Padre de la Patria a sus hijos está todavía incumplido. Cien años de espera es mucho tiempo. Comencemos a realizar su voto. Aplaquemos la grave inquietud, que en la triste tarde de Santa Marta, al pensar en nuestro destino, turbó su espíritu, atormentó su agonía y le acompañó al sepulcro. Esa inquietud le acompaña siempre. Matémosla.43
Adriani no le atribuyó gran importancia ni vio con claridad lo que el petróleo habría de significar en el desarrollo del país. Tenía serios temores de que la industria petrolera acabase fatalmente con la agricultura y la cría que «son hoy, y serán mañana, las bases primordiales de la prosperidad y la grandeza del país, mucho, mucho más importante que otras actividades postizas y antieconómicas a las cuales dedicamos mayor atención».44 El proyecto nacional de Adriani, en el terreno de los hechos económicos, tenía un objetivo claramente establecido: desarrollar la agricultura para que fuese el motor principal de la economía venezolana.
Durante décadas el petróleo ha representado la gran urbe que ha alimentado generosamente las arcas del Estado. No negamos que con los recursos provenientes de esta fuente, Venezuela ha construido estructuras necesarias para el funcionamiento de un país; pero hay una realidad que no puede ocultarse: nuestros dirigentes durante los últimos sesenta años han sido incapaces de administrar racionalmente los inmensos recursos que han ingresado al país por este concepto. Arturo Uslar Pietri hablaba, inspirado profundamente por el pensamiento de Alberto Adriani, de sembrar el petróleo45 para señalar el derroche y despilfarro de los ingresos provenientes de ese rubro.
Con los inmensos recursos malgastados, mencionó el mismo Uslar Pietri, se hubieran podido ejecutar varios Planes Marshall en el país. Gran parte de esos inmensos ingresos fueron invertidos en obras suntuarias, en una corrupta burocracia que ha entorpecido los mecanismos de la administración pública y han sido objeto de rapiña por funcionarios sin escrúpulos. Pero Adriani advirtió en su momento cuál debía ser el camino a seguir: la riqueza proveniente de actividades postizas y antieconómicas, como él decía, debía invertirse en obras productivas. Remarcaba, una y otra vez, que había llegado el momento para desarrollar una agricultura y una ganadería sobre bases científicas que acabaran con el pauperismo de nuestros agricultores y ganaderos.
El pensamiento de Adriani en materia petrolera y de agricultura está sintetizado por él mismo en los siguientes párrafos escritos hacia mediados del año 1929, cuando todavía se encontraba fuera de Venezuela:
La necesidad de reorganizar nuestra industria cafetera debería mover a los conductores de nuestro país al análisis de nuestra agricultura toda entera, más todavía de nuestra entera economía nacional. De ese análisis saldría seguramente cualquier plan encaminado a asegurar nuestra prosperidad permanente. Nunca se insistirá lo bastante en lo deplorable de la situación de un país cuya economía descansa sobre uno o pocos cultivos. El café ha compuesto siempre la mayor parte de nuestras exportaciones. No debemos equivocarnos en la apreciación de los cambios que han seguido al auge de la industria petrolera en Venezuela; esa industria es precaria; está en manos extranjeras; es, desde el punto de vista económico, una provincia extranjera enclavada en el territorio nacional, y ejerce una influencia relativamente insignificante en la prosperidad económica de nuestro pueblo.
No insistamos sobre lo del petróleo. Pero sí en la necesidad de libertarnos de la pesadilla del café, de sus precios, de sus crisis, de las perspectivas de la valorización brasileña, etc. Y para ello debemos querer la diversificación de nuestra producción agrícola. La variedad de zonas que componen nuestro territorio nos ofrecen una base natural para esa diversificación, y ella se hará necesariamente a medida que se vaya poblando el territorio nacional. Pero sería injustificable que, a causa de nuestra desidia la diversificación quedara abandonada al acaso.
Como lo han hecho otros países, también Venezuela debería proceder a un reconocimiento e inventario de sus recursos naturales. Es la base indispensable de las instituciones de investigación, experimentación y enseñanza agrícola. De otra manera los resultados no serían los que se esperan.46
Cabe aclarar que a raíz de la nacionalización de la industria petrolera, estas consideraciones han perdido algo de su vigencia; empero, no se equivocó Adriani sobre la gran solución que creó en la mayoría de los venezolanos el espejismo de la riqueza petrolera. Hay dos determinaciones clave en su pensamiento sobre el petróleo: 1º es una actividad precaria, perecedera; 2º es una actividad extranjera. La segunda tiene una importancia especial para él: «Hay que ver que gran parte de las sumas correspondientes a las exportaciones petroleras se quedan en el extranjero para satisfacer rentas de capitales extranjeros invertidos, maquinaria y aprovisionamientos extranjeros, fletes de navíos extranjeros, altos empleados extranjeros».47
Esa caracterización constante en Adriani de lo extranjero supone comprender la naturaleza del intercambio mercantil por el que se ponen en relación la propiedad estatal nacional con el capital extranjero.48 Su concepción fundamental de lo económico lleva consigo el rigor de la ética del intercambio como entrega recíproca de equivalentes, en donde no había lugar para la realidad de este intercambio desigual al que da lugar el negocio del petróleo.
La Venezuela de Alberto Adriani cubre una dimensión histórica en la que coexisten los extractores de la economía agropecuaria más tradicional, con el advenimiento del petróleo en su doble condición, a saber, como una poderosa actividad productiva y como una fuente insuperable de ingresos rentísticos. Adriani, como padre fundador de la Economía Política venezolana, fue el primero en nuestra historia en predicar un conjunto de ideas tan noble sobre cómo estructurar correctamente a Venezuela. Pero muy lamentablemente hemos fracasado en la tarea de echar los cimientos que le dan cuerpo, rostro y alma a una nación.
Véase Thomas S. Kuhn, La estructura de las revoluciones científicas (trad. Agustín Contin), México, 1971.
Arturo Sosa Abascal, Ensayos sobre el pensamiento político positivista venezolano, Caracas, 1985, pp. 1–33; Nikita Harwich Vallenilla, “Venezuelan Positivism and Modernity”, Hispanic American Historical Review 70, n.º 2 (1990), pp. 327–344.
Para una lectura completa sobre su vida, ideas y momento histórico, véanse Luis X. Grisanti, Alberto Adriani, Caracas, 1998; Giuseppe Domingo, Alberto Adriani: Simiente italiana en tierras venezolanas, Mérida, 1998; Armando Rojas (ed.), La huella de Alberto Adriani, Caracas, 1994; Luis González-Berti, Alberto Adriani: Ligeras anotaciones sobre sus ideas acerca de la agricultura y del petróleo, Mérida, 1955; Neftalí Noguera Mora, Adriani, o la Venezuela reformadora, Mérida, 1966; Antonio Rojas Pérez, Alberto Adriani: Estímulos de juventud, Caracas, 1991; Miguel Szinetar Gabaldón, El proyecto de cambio social de Alberto Adriani, 1914–1936, Caracas, 1998; Domingo A. Rangel, Alberto Adriani, o la Venezuela que no pudo ser: Biografía política, Mérida, 2004; Vilmary Cuevas A., Alberto Adriani y la Venezuela necesaria: Ensayo sobre su pensamiento y obra, Mérida, 1983; Pompeyo Márquez (ed.), Alberto Adriani: Vigencia de su pensamiento, Caracas, 1986; Asdrúbal Baptista Troconis, Un esbozo de la historia del pensamiento económico venezolano: Las grandes líneas, 6.ª ed., Caracas, 1989; Ramón Rivas A., Estado y economía en Venezuela 1936–1941: Contribución a su estudio, Mérida, 1983; Aníbal R. Martínez, Cronología del petróleo venezolano, Caracas, 1970; Luis Vallenilla, Auge, declinación y porvenir del petróleo venezolano, 2.ª ed., Caracas, 1990.
Sobre Oswald Spengler, véanse H. Stuart Hughes, Oswald Spengler: A Critical Estimate, ed. rev., Nueva York, 1962; John F. Fennelly, Twilight of the Evening Lands: Oswald Spengler, a Half Century Later, Nueva York, 1972; Klaus P. Fischer, History and Prophecy: Oswald Spengler and the Decline of the West, Durham, North Carolina, 1977; William H. Hale, Challenge to Defeat: Modern Man in Goethe’s World and Spengler’s Century, Nueva York, 1932, pp. 75–148; Klemens von Klemperer, Germany’s New Conservatism: Its History and Dilema in the Twentieth Century, Nueva Jersey, 1957, pp. 170–179; Franz Neumann, Behemoth: Pensamiento y acción en el nacional-socialismo (trad. Vicente Herrero y Javier Márquez), México, 1943, pp. 226–229.
Sobre la idea spengleriana de la historia universal, véanse Santiago Montero Díaz, “Ni Spengler ni Toynbee”, Boletín informativo del seminario de derecho político, n.º 25 (1960), pp. 69–100; R. G. Collingwood, “Oswald Spengler and the Theory of Historical Cicles”, Antiquity 1, n.º 3 (1927), pp. 311–325; William B. Smith, “Sprengler’s Theory of the Historical Process”, The Monist 32, n.º 4 (1922), pp. 609–628; Henry A. Kissinger, “The Meaning of History: Reflections on Spengler, Toynbee and Kant”, tesis de grado, Universidad de Harvard, 1950, pp. 31–132; Joseph Vogt, El concepto de la Historia de Ranke a Toynbee (trad. Justo Pérez Corral), Madrid, 1971, pp. 89–104; Erich Kahler, Historia universal del hombre (trad. Javier Márquez), México, 1946, pp. 29, 513–514; Hermann Rauschning, The Conservative Revolution, Nueva York, 1941, p. 187.
Oswald Spengler, La decadencia de Occidente: Bosquejo de una morfología de la historia universal (trad. Manuel García Morente), 2 vols., Madrid, 1976, I, pp. 48–49: «Pero “la humanidad” no tiene un fin, una idea, un plan; como no tiene fin ni plan la especie de las mariposas o de las orquídeas. “Humanidad” es un concepto zoológico o una palabra vana. Desaparezca este fantasma del círculo de problemas referentes a la forma histórica, y se verán surgir con sorprendente abundancia las verdaderas formas. […] En lugar de la monótona imagen de una historia universal en línea recta, que sólo se mantiene porque cerramos los ojos ante el número abrumador de los hechos, veo yo el fenómeno de múltiples culturas poderosas, que florecen con vigor cósmico en el seno de una tierra madre, a la que cada una de ellas está unida por todo el curso de su existencia. Cada una de esas culturas imprime a su materia, que es el hombre, su forma propia; cada una tiene su propia idea, sus propias pasiones, su propia vida, su querer, su sentir, su morir propios. […] Hay culturas, pueblos, idiomas verdades, dioses, paisajes, que son jóvenes y florecientes; otros que son ya viejos y decadentes; como hay robles, tallos, ramas, hojas, flores, que son viejos y otros que son, jóvenes. Pero no hay “humanidad” vieja. Cada cultura posee sus propias posibilidades de expresión, que germinan, maduran, se marchitan y no reviven jamás. Hay muchas plásticas muy diferentes, muchas pinturas, muchas matemáticas, muchas físicas; cada una de ellas es, en su profunda esencia, totalmente distinta de las demás; cada una tiene su duración limitada; cada una está encerrada en sí misma, como cada especie vegetal tiene sus propias flores y sus propios frutos, su tipo de crecimiento y de decadencia. Esas culturas, seres vivos de orden superior, crecen en una sublime ausencia de todo fin y propósito, como flores en el campo. Pertenecen, cual plantas y animales, a la naturaleza viviente de Goethe, no a la naturaleza muerta de Newton. Yo veo en la historia universal la imagen de una eterna formación y deformación, de un maravilloso advenimiento y perecimiento de formas orgánicas. El historiador de oficio, en cambio, concibe la historia a la manera de una tenia que, incansablemente, va añadiendo época tras época».
Alberto Adriani, Textos escogidos (ed. Armando Rojas), Caracas, 1998, pp. 41 y 51. Sus trabajos fueron publicados por primera vez en el volumen titulado Labor venezolanista: Venezuela, la crisis y los cambios, organizado por Arturo Uslar Pietri y Diego Nucete Sardi en 1937.
Ibíd., p. 19.
Augusto Mijares, El Libertador, Caracas, 1987, pp. 248–249.
Pedro M. Arcaya, Estudios sobre personajes y hechos de la historia venezolana, Caracas, 1911, p. 227.
Laureano Vallenilla Lanz, Cesarismo Democrático: Estudios sobre las bases sociológicas de la constitución efectiva de Venezuela, 3.ª ed., Caracas, 1952, p. 176; véase John Lynch, Caudillos en Hispanoamérica, 1800–1850 (trad. Martín Rasskin Gutman), Madrid, 1993, pp. 17–26, 51–57, 495–505.
Adriani, Textos escogidos, p. 25.
J. P. Oliveira Martins, Historia de la Civilización Ibérica (ed. Xavier Bóveda), 2.ª ed., Buenos Aires, 1951, pp. 45–46.
Francisco García-Calderón, Les démocraties latines de l’Amérique, París, 1912, p. 83.
Adriani, Textos escogidos, p. 26.
Domingo F. Sarmiento, Facundo, o civilización y barbarie (ed. Nora Dottori y Silvia Zanetti), Caracas, 1977, p. 61.
José Gil Fortoul, Historia Constitucional de Venezuela, 3 vols., 2.ª ed., Caracas, 1930, I, pp. 68–69.
José Gil Fortoul, El Hombre y la Historia: Ensayo de sociología venezolana, París, 1896, p. 28.
Ibíd., p. 12.
Adriani, Textos escogidos, p. 26.
Ibíd., pp. 160–168.
R. Blanco-Fombona, Bolívar y la Guerra a Muerte: Época de Boves, 1813–1814, Caracas, 1969, pp. 240–244; José D. Díaz, Recuerdos sobre la rebelión de Caracas, Madrid, 1829, pp. 46 y 194; Antonio Rodríguez Villa, El Teniente General Don Pablo Morillo: Primer Conde de Cartagena, Marqués de La Puerta (1778–1837), 4 vols., Madrid, 1908–1910, III, pp. 382 y 433. Véase también Vallenilla Lanz, Cesarismo Democrático, caps. 1 y 4, para una lectura más sociológica del asunto.
Como lo sostuvo Gil Fortoul, el grupo étinico venezolano posee una marcada tendencia, en consecuencia a su génesis particular, entre varias cosas, a la poca capacidad para la industria y al débil espíritu de iniciativa. A este respecto, resalta lo mencionado por Sarmiento sobre la génesis de nuestras poblaciones mestizas: «Las razas americanas viven en la ociosidad, y se muestran incapaces, aun por medio de la compulsión, para dedicarse a un trabajo duro y seguido. Esto sugirió la idea de introducir negros en América, que tan fatales resultados ha producido». Civilización y barbarie, p. 28.
“Un rasgo de Bolívar en campaña”, por un oficial distinguido de la marina de los Estados Unidos, José F. Blanco y Ramón Azpurúa (eds.), Documentos para la historia de la vida pública del Libertador, 14 vols., Caracas, 1875–1878, IX, p. 324; R. Blanco-Fombona, Bolívar pintado por sí mismo, Caracas, 1959, p. 203.
Laureano Vallenilla Lanz, Críticas de sinceridad y exactitud, 2.ª ed., Caracas, 1956, p. 262.
Agustín Blanco Muñoz, Habla el general Marcos Pérez Jiménez, Caracas, 1983, pp. 67–71: «Por eso, dentro de las cuestiones del Nuevo Ideal Nacional, estaba en primer lugar la necesidad de mezclar nuestra raza con el componente de los pueblos europeos. Pueblos que si bien tienen sus taras, como todos los pueblos de la humanidad, son pueblos que han sufrido, que han tenido que luchar duramente para reconstruir sus ciudades, etc. Son pueblos habituados al trabajo. […] Planteábamos entonces, por un lado, mezclar con gente de otros pueblos. Por otra parte, íbamos a dar a una formación racional, básica que alcanzaría a todos. […] Entonces, con esa formación y en contacto con otra gente, de mayor capacidad para el esfuerzo, lógicamente entraba en el campo de la competitividad y ello obligaría a la superación. Esa es la solución racional. Lo demás es perderse en teorías. Eso de mandar a dos o tres personas por allá que alfabeticen, eso no sirve. Ese es un paño caliente sobre un tumor canceroso, que quizás podrá causar un ligerísimo alivio, pero que de ninguna manera va a extirpar la enfermedad. […] En los últimos años nosotros hemos adquirido títulos internacionales en certámenes de belleza, como por ejemplo el Miss Mundo, el Miss Universo. Eso quiere decir entonces que el aspecto de nuestras mujeres de las últimas generaciones ha mejorado, porque si no fuera así, no se las eligiera. Comprendo que estas cosas no tienen nada de principales ni en el fondo significan nada, pero es al menos un pequeño índice de mejora en el aspecto físico de la gente. Ahora, el aspecto físico es lo que menos nos importaba. Lo que nos interesaba era otra cosa: formarles un espíritu de trabajo, darles la debida capacitación para que comprendieran cuáles eran sus verdaderas funciones como ciudadanos, es decir, sus derechos y deberes. Sólo así el componente étnico está en condiciones de rendir para la nación lo que debe rendir. […] En este país había trabajo suficiente, de manera que el criollo que quería trabajar encontraba trabajo. Pero nosotros, dentro de nuestra conformación indígena tenemos la tendencia a la pereza. Y si podemos alimentarnos sin trabajar, lo hacemos. […] Buscábamos una inmigración seleccionada, en palabras más simples, buscábamos lo mejorcito que pudiéramos encontrar. Porque [los europeos] saben trabajar más que nosotros. Porque uno monta un negocio y la primera ganancia llega y la derrocha uno en la primera ocasión. El italiano, el portugués, le repito, como ha vivido en medios más duros, donde hay más competitividad saben que hay que luchar mucho, para sacar la cabeza con el esfuerzo. Entonces lógicamente ese esfuerzo les produce beneficios. Por eso han podido llegar a ser propietarios de esos pequeños comercios, esas pequeñas empresas. Eso es natural».
Adriani, Textos escogidos, pp. 27–28.
Mariano Picón-Salas, Obras selectas, 2.ª ed., Caracas, 1962, p. 356.
Se ha llegado a hablar de la existencia de un «pensamiento político gomecista» por la evidente relación entre el pensamiento positivista, sus autores y el gobierno de Juan Vicente Gómez. Esta evidencia aceptada, sin embargo, no significa que se haya establecido definitiva y formalmente el carácter de esa relación. Véase Sosa Abascal, Pensamiento político positivista venezolano, pp. 35–188.
Adriani, Textos escogidos, p. 49.
Véanse T. S. Omond, The Romantic Triumph, Nueva York, 1900; Charles E. Vaughan, The Romantic Revolt, Nueva York, 1907; R. B. Mowat, The Romantic Age: Europe in the Early Nineteenth Century, Londres, 1937; Paul van Tieghem, El romanticismo en la literatura europea (trad. José Almoina), México, 1958; H. G. Schenk, El espíritu de los románticos europeos: Ensayo sobre historia de la cultura (trad. J. J. Utrilla), México, 1983.
Adriani, Textos escogidos, p. 51.
Dentro de esta categoría podemos encontrar a hombres como Caracciolo Parra-Pérez, Artuso Uslar Pietri, Jesus Antonio Cova, J. A. de Armas Chitty, Carlos Siso, entre otros; véase Mario Briceño-Iragorry, Introducción y defensa de nuestra historia, Caracas, 1952, p. 26.
Baptista Troconis, Historia del pensamiento económico venezolano, pp. 33–40.
Adriani, Textos escogidos, p. 92.
Ibíd., p. 308. En este pasaje se aprecia cómo Adriani recoge el método positivo aplicado a la sociología, historia y política por parte la élite intelectual gomecista, para aplicarlo al estudio de la Economía Política en Venezuela.
Ibíd., p. 95.
Ibíd., p. 71.
Ibíd., p. 79.
Ibíd., pp. 70–71.
Ibíd., p. 196.
Ibíd., pp. 91–92.
Ibíd., p. 77.
Ibíd., p. 192.
El martes 14 de julio de 1936, el diario caraqueño Ahora, en su primera página, publicó un editorial titulado «Sembrar el petróleo», el cual planteaba la necesidad de invertir los recursos provenientes de la renta petrolera en los sectores no petroleros de la economía nacional, con miras al desarrollo integral de Venezuela. Arturo Uslar Pietri, que por entonces tenía tan solo unos 30 años, resume el significado de sembrar el petróleo en uno de los párrafos de su artículo: «Urge aprovechar la riqueza transitoria de la actual economía destructiva para crear las bases sanas y amplias y coordinadas de esa futura economía progresiva que será nuestra verdadera acta de independencia. Es menester sacar la mayor renta de las minas para invertirla totalmente en ayudas, facilidades y estímulos a la agricultura, la cría y las industrias nacionales. Que en lugar de ser el petróleo una maldición que haya de convertirnos en un pueblo parásito e inútil, sea la afortunada coyuntura que permita con su súbita riqueza acelerar y fortificar la evolución productora del pueblo venezolano en condiciones excepcionales».
Adriani, Textos escogidos, p. 147.
Ibíd., p. 230.
Creemos ver acá otra clara influencia de Spengler: «Sobre las espaldas del carbón y en los centros de las vías del tráfico, que del carbón irradian, reúnese una masa humana de enormes proporciones, masa que se ha disciplinado en la técnica maquinista y trabaja para ella y vive de ella. Los demás pueblos, ya en figura de colonias, ya como Estados en apariencia independientes, mantiénense en un papel que consiste en producir materias primas y en consumir productos manufacturados. Esta distribución de los papeles queda asegurada por los ejércitos y las escuadras, cuyo entretenimiento supone la riqueza de los países industriales y que, a consecuencia de su educación técnica, se han convertido también en verdaderas máquinas, que trabajan a una señal de dedo. Una vez más muéstrase aquí la profunda semejanza y aun casi identidad entre la política, la guerra y la economía. El grado de poder militar depende del rango de la industria. Los países de pobre industria son pobres en general; no pueden, pues, mantener un ejército ni costear una guerra; son, por tanto, políticamente impotentes, y en ellos los trabajadores, tanto los que dirigen como los que son dirigidos, constituyen objetos para la política económica de sus adversarios». El hombre y la técnica: Contribución a una filosofía de la vida (trad. Manuel García Morente), Madrid, 1932, pp. 109–110.