Siempre, o la mayoría de las veces, que surge una discusión en torno a la democracia, no tarda en relucir el ejemplo de Atenas como la cumbre de la perfectibilidad política, y de cómo nosotros en nuestras sociedades, sin siquiera hacer un examen de ellas, debemos adoptar la democracia porque sí. Sin embargo, esta afirmación trae consigo un problema que la Historia no duda en mostrar, puesto que la democracia nació en un mundo completamente distinto al contemporáneo, y porque, también, su significado ya no es el mismo.
A efectos del debate que nos atañe, debe fomentarse el análisis sobre lo que comprendían los antiguos por democracia, las formas de su integración con las estructuras sociales que predominaban en su época, y extraer de todo ello lo que nos permita dilucidar qué tan conveniente nos resulta o no, un sistema político de un tiempo y lugar específico de la Historia aplicado al mundo moderno.
Se pretende, entonces, dar una respuesta de forma sencilla a la incógnita de cómo era realmente aquella democracia ateniense y de qué tanto podemos replicar de ella —si es que acaso se puede— a nuestros países.
I
Lo primero que debemos hacer es un breve repaso sobre la ciudad-estado griega, para así entender el problema que supone hablar de la democracia ateniense aplicada a nuestros días. Bien explica George H. Sabine en su estudio sobre la ciudad-estado1 que, «la mayor parte de los ideales políticos modernos —como, por ejemplo, la justicia, la libertad, el régimen constitucional y el respeto al derecho— o, al menos, sus definiciones comenzaron con la reflexión de los pensadores griegos sobre las instituciones de la ciudad-estado». Por lo tanto, es importante tener presente que cualquier sistema que hallase emanado de la ciudad-estado griega fue hecho por y para ésta. El mundo en el que los filósofos griegos reflexionaban sobre las prácticas políticas dista muchísimo del mundo moderno, ergo, las prácticas políticas, el clima de opinión y los problemas eran todos elementos no pueden compararse con los que existen en la actualidad.
La ciudad-estado era extremadamente pequeña si la comparamos con los Estados modernos, tanto en área como en población. En el caso de Atenas, si bien los datos son inseguros, se puede afirmar que tenía unos 300.000 habitantes aproximadamente. Tal era la organización típica de una ciudad-estado, un pequeño territorio dominado por una sola ciudad. Su población se encontraba dividida en tres clases (o castas), que eran política y jurídicamente distintas: en el punto más bajo de la estaca social se encontraban los esclavos (δοῦλος), «pues la esclavitud era una institución universal en el mundo antiguo», siendo la tercera parte de los habitantes de Atenas, pero no contaban políticamente dentro de la ciudad-estado; el segundo grupo importante eran los extranjeros residentes, llamados metecos (μέτοικος), que al igual que los esclavos, no formaban parte de la vida política ateniense, y el número de tales personas pudo haber llegado a ser muy grande, y muchas de ellas no serían transeúntes, en una ciudad comercial como lo fue Atenas; finalmente, se encontraba el cuerpo de ciudadanos, i.e., quienes eran miembros de la polis (πόλις) y tenían el derecho de formar parte de su vida política.
Cabe destacar que, ese preciso derecho a poder participar de la política en la polis, lo que conocemos como ciudadanía, era un privilegio que se obtenía por nacimiento, «pues el griego seguía siendo ciudadano de la polis a la que pertenecían sus padres». Dicho privilegio era algo que, evidentemente, carecían tanto esclavos como extranjeros; los primeros, por su condición de tales; los segundos, porque no existía forma de naturalización legal y aunque residieran durante varias generaciones en Atenas, eso no los convertía en ciudadanos —a menos que, por inadvertencia o convivencia de quienes la integraban, entrasen en dicha categoría—. A lo que daba derecho la ciudadanía era a ser miembro de la ciudad-estado, esto es, a tener un mínimo de participación en los asuntos públicos.
Este mínimo —agrega Sabine— podía no ser más que el privilegio de asistir a la asamblea de la ciudad, cosa que podía tener mayor o menor importancia, según el grado de democracia que prevaleciese en aquélla, o podía comprender también la capacidad de ser designado para una serie mayor o menor de cargos públicos.
Para un griego, ciudadanía significaba participación, cualquiera que fuese su grado (punto clave). En consecuencia, la idea de ciudadanía en la ciudad-estado era mucho más íntima y menos jurídica que la idea moderna de la misma. Esta última noción de ciudadano, «como persona a quien se le garantizan jurídicamente ciertos derechos», la entendieron mejor los romanos que los griegos, ya que el término latino ius implica, en parte, esa posesión de derechos privados. Sin embargo, para los griegos la ciudadanía no era algo poseído, sino algo compartido. Esto puede entenderse mejor si hacemos una analogía con la familia (como institución), puesto que para su funcionamiento, ella debe mantener activa la participación de cada uno de sus miembros. Todo esto significaba, tal como lo concebían los griegos, no era conseguirle unos simples derechos al hombre, sino asegurarle el lugar que le correspondía en la polis. Esto era, descubrir el lugar propicio que debía ocupar cada clase de hombres «en una sociedad sana constituida de tal modo que pudiesen desarrollarse en ella todas las formas significativas de trabajo social».
Esta es la significación del concepto de democracia en todo su esplendor, concepto que en lo absoluto se parece al que manejamos en nuestros días. Para el griego, hablar de democracia requería hablar de ciudadanía, y ésta, de participación. Obsérvese cómo los filósofos griegos que discutieron sobre los asuntos políticos de la ciudad-estado jamás hablaron de partidos políticos o cosas por el estilo, ya que ellos corresponden a un invento propio de la era moderna (entendiendo los partidos políticos como los conocemos hoy). Por lo mismo, resulta absurdo que hablar de partidos y, al mismo tiempo, poner a la democracia ateniense como ejemplo, porque partidismo —o partidocracia— no es democracia.
Si entendemos desde su concepción clásica a la democracia, se verá que poco o nada tiene que ver con el vocablo moderno. Puede afirmarse incluso que, a ojos del presente, la ciudad-estado ateniense era bastante anti-democrática.
II
Conviene también puntualizar sobre otras cuestiones relativas a la ciudad-estado, que permiten ver por qué ésta podía operar bajo un sistema democrático sin mayores problemas. Aristóteles, quien fue el pensador más prominente de su tiempo, constituyendo —junto con su mentor— la base de todo el pensamiento clásico, es el que mejor desarrolló el análisis de los conceptos de ciudad y ciudadano. Por lo que es necesario hacer una revisión de sus ideas para entender a profundidad la naturaleza de la polis griega. ¿Qué pensaba Aristóteles sobre todo lo relativo a la ciudad? ¿Cuáles eran sus consideraciones?
La ciudad es, en efecto, un determinado número de ciudadanos, ya que ella está compuesta de elementos como cualquier todo compuesto de muchas partes; de manera tal que lo importante es examinar quién debe ser llamado ciudadano y qué es un ciudadano, puesto que muchas veces, el que es ciudadano en una democracia no lo es en una oligarquía. Tampoco se es ciudadano solamente por habitar en un determinado lugar (recuérdese el caso de los esclavos y de los metecos), ni tampoco por participar de ciertos derechos. Aristóteles busca, pues, al ciudadano sin más, el cual es definido por participar de las funciones judiciales y en el gobierno.2
Sin embargo, no debe olvidarse que existen realidades diferentes, ergo, regímenes políticos que difieren unos de otros. Por ello es que el ciudadano será, forzosamente, diferente en cada tipo de régimen; de ese modo, el tipo de ciudadano referido por Aristóteles es el de una democracia.3 En cuanto al criterio de ciudadanía, no hay diferencia con lo explicado por George Sabine: se define en la práctica al ciudadano como aquel que es hijo de dos padres ciudadanos.4 Sobre la definición de la ciudad y su perennidad, Aristóteles se pregunta cuándo y cómo se debe afirmar que una ciudad es la misma u otra diferente, algo que puede ocurrir según ocurran cambios de régimen. El primer examen es el que toma en cuenta al lugar y a los habitantes, debido a que ambos elementos pueden estar separados (véase, e.g., cuando el rey persa Jerjes devastó el Ática, después de la batalla de las Termópilas en el año 480 a. C., y en ese tiempo los atenienses refugiados quedaron dispersos en Salamina, Egina y el Peloponeso).5
Cuando una población habita el mismo lugar, igualmente se puede preguntar cuándo debe considerarse que la ciudad es una. Aristóteles dice que no será por sus murallas, porque el político debe tener presente qué extensión conviene y si debe tener un solo grupo étnico o más; y en caso de que unos mismos habitantes pueblen un mismo lugar, se afirma entonces que la ciudad es la misma, mientras el linaje de los que la habitan sea el mismo.6 Afirma también que si la ciudad es una cierta comunidad de ciudadanos dentro de un régimen concreto, y éste se altera específicamente y se hace diferente, la ciudad ya no es la misma; asimismo, que toda otra comunidad y composición es distinta cuando es distinto el tipo de su composición.7
Esto último parece ser un punto clave en el pensamiento de Aristóteles, ya que consideraba que las diferencias étnicas dentro de un grupo social son fuente en sí misma de conflictos; en consecuencia, la falta de homogeneidad en una sociedad, por no asimilar el espíritu de la file (φυλέτην) —i.e., la falta de fraternidad entre sus habitantes—, debía ser un motivo concreto para el surgimiento de revoluciones.
Factor de disensiones es también la falta de homogeneidad racial hasta que los grupos se compenetran, pues igual que una ciudad no surge de una multitud cualquiera, así tampoco se forma en cualquier espacio de tiempo; por eso la mayoría de las ciudades que admitieron colonos extranjeros al fundar una colonia o después de fundarla, tuvieron disensiones con ellos.8
Otro pensador griego, Plutarco, sostenía que «las cualidades múltiples y diversas, que están en oposición y luchan desesperadamente, al encontrarse se destruyen antes, al igual que en una ciudad una multitud de hombres mezclados y revueltos no mantienen fácilmente una naturaleza concorde, sino que cada cual tira hacia lo propio y es reacio a lo extraño».9
Observamos que, dentro del pensamiento griego, una sociedad heterogénea debía ser, necesariamente, caótica y anti-democrática.
El último punto relevante de Aristóteles en torno a la ciudad es lo concerniente a la virtud del buen ciudadano y del hombre de bien. Hace una analogía interesante entre el marinero y el ciudadano, porque así como el marinero es miembro de una comunidad, también lo es el ciudadano. Veamos, aunque el marinero es desigual en cuanto a su función (uno rema, otro pilota, otro vigila, etc.), y por lo mismo la definición más exacta de cada uno dependerá de su función, existe, simultáneamente, tiempo una cierta definición común que se adapta a todos. En este caso, la seguridad de la navegación es, desde luego, obra de todos los marinos, pues a este fin aspira cada uno de ellos.
Lo mismo ocurre con los ciudadanos, ya que, aunque desiguales, su tarea es la seguridad de la comunidad, y la comunidad es el régimen; por eso la virtud del ciudadano está forzosamente relacionada con el tipo de régimen.10 En consecuencia, si existen varias formas de régimen, no puede haber una única virtud perfecta del buen ciudadano. Empero, el hombre de bien lo es conforme a una única virtud perfecta; de este modo, se puede ser buen ciudadano sin poseer la virtud por la cual el hombre es bueno.11 Ahora, esto puede ser abordado de otra manera, planteando el problema desde el punto de vista del mejor régimen. Evidentemente, es imposible que la ciudad se componga enteramente de hombres buenos, pero cada uno debe realizar bien su propia actividad, y esto depende de la virtud.12
Por otro lado, debido a que jamás los ciudadanos pueden ser todos iguales, la virtud del ciudadano y la del hombre de bien tampoco podrá jamás ser una misma. ¿Entonces? Simple: todos deben tener la virtud del buen ciudadano (mientras más ciudadanos virtuosos haya, más perfecta será la ciudad); pero es imposible que todos los ciudadanos tengan la del hombre de bien, ya que no todos los que habitan la ciudad perfecta son necesariamente hombres buenos.13 ¿Cabe entonces la posibilidad de que coincidan en alguien la virtud del buen ciudadano y la del hombre de bien?
Para Aristóteles, el buen gobernante debe ser bueno y sensato, por lo que, incluso, la educación del mismo debe ser distinta de la de los gobernados.14 No sorprende que esto último hallase sido tan común en la era de los grandes reinos e imperios; ya se sabe de quién tomaron inspiración los monarcas y aristócratas. La virtud de un ciudadano digno es el ser capaz de mandar y de obedecer bien, porque se elogia al ser capaz de mandar y obedecer.15 Parece aquí que Aristoteles refiere al gobernante como el hombre de bien y lo diferencia del ciudadano, cosa que confirma más adelante porque, según da a entender, todo ciudadano (virtuoso) es un gobernante en potencia; y para poder gobernar, ergo, es menester saber lo que es ser gobernado.16 La virtud de gobernante y gobernado es distinta, pero el buen ciudadano debe saber y ser capaz de obedecer y mandar; y he aquí la virtud del ciudadano: conocer el gobierno de los hombres libres bajo sus dos modalidades a la vez. Estas son, el gobierno propio del amo (ἀρχή δεσποτικό) y el gobierno sobre semejantes por nacimiento y hombres libres (ἀρχή πολιτική); este último tipo de régimen, dice, es la modalidad que el gobernante debe aprender siendo gobernado, como se aprende a ser jefe de caballería habiendo servido en la misma.
Finalmente, Aristóteles señala que la prudencia es la única virtud peculiar del que manda; y que las demás parece que son necesariamente comunes entre gobernados y gobernantes.17
III
Se ha visto lo compleja que llegó a ser la ciudad-estado griega; con características tan particulares (recordemos, territorios pequeños, homogeneidad étnica, estratificación social, et al.), es entendible cómo y por qué ésta decidió que la democracia era la forma de organización política que más le convenía. En la historia de la teoría política, el significado de los ideales políticos, relacionado con la reflexión de los pensadores griegos sobre las instituciones de la ciudad-estado, se ha modificado de modos muy diversos, por lo que es importante entenderlo a través de las instituciones que realizaban esos ideales y de la sociedad en la que operaban dichas instituciones.
Téngase también en cuenta que todo lo anteriormente explicado es tan solo una introducción al problema, y ¿qué quiere decir esto?, que la discusión sobre la democracia es mucho más amplia (son muchos los pensadores griegos que discutieron sobre las instituciones de la ciudad-estado), porque del mismo modo en que los griegos elaboraron un tipo de régimen del que se habla —y se ha hablado— mucho, ellos mismos fueron los primeros en elaborar sus primeras críticas que, dicho sea de paso, han sido recogidas por toda una tradición de pensamiento presente en el mundo occidental que no nos resulta para nada ajena.18
Entendiendo que la polis griega era sumamente diferente a las comunidades políticas en que vive el hombre moderno de nuestros heterogéneos, tumultuosos y complejos países, se evita caer en anacronismos si se pretende realizar analogías entre el mundo antiguo y el presente. Estudiar el pasado nos permite comprender la evolución de las ideas que nos han llevado a donde estamos, y devenir de todo ello cuál debe ser el camino que nos corresponde seguir para alcanzar sociedades verdaderamente virtuosas y estables. Porque no, aplicando un sistema político para algo tan específico como lo fue la ciudad-estado con sus particularidades antes mencionadas, jamás se podrá sacar hacia adelante cualquier país.
Lo que importa es, como llegó a decir un hombre muy influyente, no olvidar jamás que la excelencia de un gobierno no consiste en su teoría, en su forma, ni en su mecanismo, sino en ser apropiado a la naturaleza y al carácter de la nación para quien se instituye.
¿Qué se puede esperar, en suma, de quienes ponen como ejemplo a seguir, para nuestros complejos países, a la democracia ateniense? Sólo desconexión de la realidad.
George H. Sabine, Historia de la teoría política, traducción de Vicente Herrero (2ª ed., México: Fondo de Cultura Económica, 1963), pp. 15-27.
Aristóteles, Politeia, 1274b35 y ss.
Ibid., 1275b5.
Ibid., 1275b25.
Ibid., 1276a20.
Ibid., 1276a25 y ss.
Ibid., 1276b.
Ibid., 1303a25.
Plutarco, Moralia, 661C.
Aristóteles, Politeia, 1276b30.
Ibid., 1276b35.
Ibid., 1276b40.
Ibid., 1277a.
Ibid., 1277a15.
Ibid., 1277a25.
Ibid., 1277b10.
Ibid., 1277b25.
Véase Jennifer Tolbert Roberts, Athens on Trial: The Antidemocratic Tradition in Western Thought (Nueva Jersey: Princeton University Press, 1994).