El presente ensayo fue publicado originalmente en el primer número de la revista El Nuevo Criollo, bajo el título de «Simón Bolívar y la introducción de la sociología en Hispanoamérica», y corresponde a una versión ampliada de información y revisada con correcciones de estilo.
«La señal del genio, su única gloria, la obligación hereditaria de los espíritus geniales estriba en inventar formas nuevas fuera de lo convencional y acostumbrado».
—Hippolyte Taine, Philosophie de l’art, 1895
El entendimiento de los esquemas mentales de la sociedad y su funcionamiento mismo, ha representado siempre una tarea importantísima para aquellos hombres, que en sus manos, han tenido la dicha de dirigir las riendas de sus respectivas nacionalidades. Nosotros no nos quedamos atrás en este sentido, ya que a lo largo de nuestra vida nacional han sido varios los hombres que realizaron esfuerzos para comprender qué somos, cuál es nuestra cosmovisión, qué sistema político se adecua mejor a nuestras características, entre otras incógnitas del estilo.
Al analizar la historia, sobretodo en los tiempos de nuestra gesta de Independencia, podemos observar que el primero de todos ellos fue, sin duda alguna, Simón Bolívar; quien a través de una serie de reflexiones, plasmadas en sus escritos políticos más importantes como el Manifiesto de Cartagena, la Carta de Jamaica, el Discurso de Angostura, y la Constitución boliviana, se posicionó como el precursor en Hispanoamérica de una rama del saber, concebida en sus orígenes por Augusto Comte a fines del siglo XIX como una ciencia de la realidad social en su conjunto, hasta aquel entonces desconocida: la sociología.
Estudiando los documentos más importantes del Libertador junto con su correspondencia puede apreciarse la lucha entre el genio y la mediocridad, entre el dogmatismo de los seguidores de teorías abstractas y la enorme amplitud de criterio de un verdadero estadista, de un gran legislador capaz de comprender años antes que los sociólogos modernos, que la forma social y política de cada pueblo está necesariamente determinada por su carácter y por su pasado.
Comprender esta temática tan desconocida y tan poco estudiada de la vida de Bolívar, nos permite ver más alla de los mitos y falsedades que se han construido al rededor de su figura, tanto por sus detractores como por quienes la han usado para los fines políticos más sucios, para así acercarnos a uno de los pensadores más geniales y originales que ha producido la América española en su historia. Que sirva el presente ensayo como un medio de acercar al lector, en estos tiempos de oscurantismo y manipulación, al pensamiento firme y auténtico del Libertador, a partir de fuentes primarias como sus cartas, discursos y proclamas, así como de sus mejores biografías e interpretaciones que se han hecho de su figura.
El Manifiesto de Cartagena: proyección de Bolívar como sociólogo
La Primera República había caído, Venezuela se encontraba dominada por Monteverde, por lo que Bolívar, en octubre del año 1812, salió del territorio rumbo hacia Cartagena de Indias en Nueva Granada. Ciertamente, el país vecino no estaba en una situación muy distante a la nuestra, puesto que los patriotas se hallaban divididos por conflictos internos. En palabras de Augusto Mijares:
La causa principal de aquella división, o el pretexto, era la preferencia que muchos políticos y casi todas las Provincias sentían por el régimen federal, en tanto que el poder central debía cuidar que no se dispersaran los medios de defensa. Y, desde luego, sucedía también que, invocando ya un principio ya el contrario, una provincia trataba a veces de despotizar a otra, o varias unidas querían imponerse al gobierno de la confederación.1
Aquella situación de anarquía impresionó mucho a Bolívar. Habiendo llegado a la ciudad, pidió servicio militar a su gobierno; pero al mismo tiempo se propuso analizar las causas del desastre que había sufrido Venezuela, mostrarlas como aprendizaje a los patriotas a través de una Memoria2 y, «reafirmando la idea de la unidad continental, convencerlos de que la emancipación americana y la suerte futura de estas naciones exigían de todos que abandonaran para siempre el egoísmo y los recelos regionales».3
Bolívar comienza su escrito de una forma bastante directa: le atribuye al sistema federal las causas que llevaron a la caída de Venezuela, «que dio lugar a que los enemigos llegasen al corazón del Estado, antes de que se resolviese la cuestión de si deberían salir las tropas federales o provinciales a rechazarlos»; el sistema de milicias populares, costoso e ineficaz, establecido «por la oposición decidida a levantar tropas veteranas, disciplinadas, y capaces de presentarse en el campo de batalla, ya instruidas, a defender la libertad con suceso y gloria»; la enorme falta de aprehensión, gracias a la cual «a cada conspiración sucedía un perdón y a cada perdón, sucedía otra conspiración»; finalmente, el papel moneda y el terrible terremoto del 26 de marzo ocurrido en el mismo año de su llegada a Cartagena.
Expone también que la primera muestra de debilidad, que la Junta Suprema de Venezuela mostró, fue no haber sometido a la ciudad de Coro, «que estaba rendida con presentar nuestras fuerzas marítimas delante de su puerto, la dejó fortificar y tomar una actitud tan respetable, que logró subyugar después la Confederación entera, con casi igual facilidad que la que teníamos nosotros anteriormente para vencerla»; de donde saldría la expedición realista, liderada por Monteverde, para ponerle fin a la incipiente República; de lo cual concluye que Nueva Granada y el resto de América se expone a sufrir la misma suerte, porque «Coro es a Caracas como Caracas es a la América entera; consiguientemente el peligro que amenaza a este país está en razón de la anterior progresión, porque poseyendo la España el territorio de Venezuela, podrá con facilidad sacarle hombres y municiones de boca y guerra, para que bajo la dirección de jefes experimentados contra los grandes maestros de la guerra, los franceses, penetren desde las Provincias de Barinas y Maracaibo hasta los últimos confines de la América Meridional».
Pareciera que Bolívar pudo prever la expedición que, años más tarde, va a realizar Pablo Morillo para intentar restablecer el orden de la Metrópoli en Ultramar. Pero sus reflexiones aún no terminan. No se puede entender las causas de la caída de la República en Venezuela únicamente por el modelo adoptado, debemos comprender cómo actuaron quienes fueron los que estuvieron detrás de esas funestas decisiones, anteriormente ejemplificadas.
«Tuvimos —señala— filósofos por jefes, filantropía por legislación, dialéctica por táctica, y sofistas por soldados»; agrega que «con semejante subversión de principios y de cosas, el orden social se resintió extremadamente conmovido y, desde luego, corrió el Estado a pasos agigantados a una disolución universal, que bien pronto se vio realizada», e insiste en «que las terribles y ejemplares lecciones que ha dado aquella extinguida República, persuadan a la América a mejorar de conducta, corrigiendo los vicios de unidad, solidez y energía que se notan en sus gobiernos». La pasión con que se expresa hace más cautivadoras sus observaciones y, sin embargo, pocas veces exagera:
Pero lo que debilitó más el gobierno de Venezuela fue la forma federal que adoptó, siguiendo las máximas exageradas de los derechos del hombre que, autorizándolo para que se rija por sí mismo, rompe los pactos sociales y constituye a las naciones en anarquía. Tal era el verdadero estado de la Confederación. Cada provincia se gobernaba independientemente; y, a ejemplo de éstas, cada ciudad pretendía iguales facultades alegando la práctica de aquellas, y la teoría de que todos los hombres y todos los pueblos gozan de la prerrogativa de instituir a su antojo el gobierno que les acomode.
Formula entonces la pregunta que en los años sucesivos tendrá que repetir sin cesar a los americanos:
¿Qué país del mundo por morigerado y republicano que sea, podrá, en medio de las facciones intestinas y de una guerra exterior, regirse por un gobierno tan complicado y débil como el federal? No, no es posible conservarlo en el tumulto de los combates y de los partidos. Es preciso que el gobierno se identifique, por decirlo así, al carácter de las circunstancias, de los tiempos y de los hombres que lo rodean. Si éstos son prósperos y serenos, él debe ser dulce y protector; pero si son calamitosos y turbulentos, él debe mostrarse terrible y armarse de una firmeza igual a los peligros, sin atender a leyes ni constituciones, ínterin no se restablecen la felicidad y la paz.
Bolívar reveló su más profundo desdén por aquellos legisladores que, «lejos de consultar los códigos que podían enseñarles la ciencia práctica del Gobierno, seguían las máximas de los buenos visionarios, que imaginándose repúblicas aéreas procuraban alcanzar la perfección política, presumiendo la perfectibilidad del linaje humano»; conducta de los doctrinarios que «tenía su orígen en las máximas filantrópicas de algunos escritores». Ciertamente, ese recuerdo —o trauma— del sistema federal en Venezuela, lo acompañará durante toda su vida y va a tener una influencia enorme en el devenir de su pensamiento. Aquellos primeros documentos de Bolívar muestran indicios precisos de su afán por entender el funcionamiento de las sociedades, como de las bases de su genio, del cual surgirá su modelo político. En cuanto a su pensamiento sobre la organización constitucional de los nuevos Estados, opina lo mismo que repetirá en Angostura en 1819 y en Bolivia en 1826:
Yo soy de sentir que mientras no centralicemos nuestros gobiernos americanos, los enemigos obtendrán las más completas ventajas; seremos indefectiblemente envueltos en los horrores de las disensiones civiles, y conquistados vilipendiosamente por ese puñado de bandidos que infestan nuestras comarcas. Las elecciones populares hechas por los rústicos del campo y por los intrigantes moradores de las ciudades, añaden un obstáculo más a la práctica de la federación entre nosotros; porque los unos son tan ignorantes que hacen sus votaciones maquinalmente, y los otros, tan ambiciosos que todo lo convierten en facción.
Bolívar iniciará una serie de campañas militares en las orillas del Magdalena, hecho que marca el inicio de su gran aventura, puesto que de ahí partirá a Cúcuta para luego retomar su patria en la Campaña Admirable.
Sobre el Manifiesto de Cartagena, diría nuestro ilustre Rufino Blanco-Fombona:
Es el primer documento trascendental salido de la pluma de Bolívar; y en ese documento se revela ya íntegro el estadista de vuelos alciónicos. Lo que se descubre ante todo es la reacción de un espíritu clarividente, en contacto con la realidad social. Hasta el día en que aquel joven expatriado firmó ese Manifiesto no era sino un revolucionario romántico; un discípulo del rousseauniano don Simón Rodríguez, su maestro, y un admirador de Juan Jacobo. Desde ese día supo ver con sus propios ojos y juzgar con su propio criterio el espectáculo de las fuerzas sociales en pugna. Ajeno a todas las teorías, comprendió la realidad circundante, tuvo alas para remontarse a las causas que la producían, talento para indicar los medios de obrar sobre esas causas eficientes y genio para remontarse a las ideas generales y formular teorías. Así, en medio de la declamación de los charlatanes, del fracaso de los idealistas y de la ceguera de los teóricos, él sólo percibe claro en la sombra y exclama: “Es preciso que el gobierno se identifique, por decirlo así, al carácter de las circunstancias, de los tiempos y de los hombres que lo rodean”. En cuanto a las opiniones subalternas de este Manifiesto, no tienen desperdicio. Sus razones para mover a la Nueva Granada a socorrer a Venezuela tuvieron eficacia; luego, no siendo baldías ni retóricas, pudieron llegar y llegaron a poner en movimiento ideas, sentimientos e intereses de un Estado. Sus pareceres respecto a la formación de ejércitos nacionales, contra las teorías entonces en boga, las ha sacado buenas todo el siglo XIX, tanto en América como en Europa. Ese Manifiesto de Cartagena revela que un hombre con genio político ha aparecido en medio del caos de la Revolución, y que hay un joven coronel de milicias resuelto a convertirse en general de ejércitos.4
Es sorprendente; hace apenas unos pocos meses era el humillado jefe de Puerto Cabello y un cabecilla de amotinados en La Guaira, ahora reflexiona sobre los problemas continentales con el aplomo de un experimentado estadista. Muchas cosas ocurrirán en los meses siguientes hasta ver el próximo episodio de Bolívar como precursor de la sociología en Hispanoamérica. Esta etapa de su vida que acabamos de analizar guarda consigo la particularidad de ser la primera vez donde vemos a un hombre introducir nociones de una ciencia que no aparecería en el continente sino hasta décadas más adelante.
La Carta de Jamaica: reflexión sobre la realidad y el porvenir de la América española
Nuevamente, Bolívar se encuentra fuera de Venezuela, concretamente en Kingston, Jamaica. Arribó a esta isla el 19 de mayo de 1815. La República venezolana había vuelto a caer, esta vez a manos de Boves. Aquí podemos apreciar un patrón en las primeras producciones literarias de Bolívar, quien ya es para estas alturas El Libertador por cómo lo recibieron en Mérida, en mayo del año 1813: ambas, el Manifiesto de Cartagena y la que analizaremos a continuación, se realizan fuera de Venezuela; esto nos hace pensar que el haberse visto en la necesidad de abandonar su patria, lejos de ser perjudicial para él, fue al contrario un catalizador que le hizo abandonar aquella influencia de la Ilustración heredada de su mentor Rodriguez; sin ella, conseguirá observar los males que afectaban a aquellas patrias incipientes mejor que ninguna otra persona.
Logró prever con acierto, como lo dijo durante su estancia en Nueva Granada, la expedición realista que arribó a las costas venezolanas en abril del mismo año con la misión de «pacificar» las posesiones españolas en América. Frente a este escenario, permanecerá en Kingston, ya que «allí estaba —dice Tomás Polanco Alcántara— cercano a los lugares donde se desarrollarían los acontecimientos y además el ambiente de la ciudad, por su libre tráfico comercial con Europa, le permitirá adquirir noticias inmediatas de la evolución de los sucesos internacionales».5
A los pocos meses de haber llegado a isla, el 6 de septiembre de 1815 redactó el documento más valioso de todos los que hizo dentro de su papel de sociólogo: su conocida —y profética— Carta de Jamaica6. Dicho escrito sería publicado en The Royal Gazette, el periódico más importante para la época en Kingston, lugar donde Bolívar se encontraba. Su Carta es un documento de reflexión y análisis, en el cual, como dice el mismo Bolívar, casi al comenzar el texto, trata sólo de expresar sus pensamientos, pues se encuentra afectado por «la falta de documentos y de libros».
Escribió sin «una estadística completa» de las «comarcas americanas»; añade que sobre Buenos Aires y Chile y por la distancia «los documentos son tan raros y las noticias inexactas», y que acerca de los sucesos de México «carecemos de documentos bastante instructivos que nos hagan capaces de juzgarlos». Advierte que examina el escenario «aplicando reglas diferentes, deducidas de los conocimientos positivos y de la experiencia que nos ha suministrado el curso de nuestra revolución». Cabe señalar que cuando Bolívar habla de «nuestra revolución» lo hace en un sentido más figurado que literal, ya veremos por qué.
Antes de examinar la Carta, hay una característica suya que debe ser mencionada en primer término. Bolívar refleja en ella gran cantidad de citas provenientes de lecturas hechas en el pasado, a pesar, como lo acabamos de señalar, de quejarse de no tener libros a la mano que hubiera necesitado. Menciona a Alejandro de Humboldt, al Padre Bartolomé de Las Casas, William Walton, al Abate Guillermo Tomás Raynal, Antonio de Herrera, Antonio de Solís, a Fray Servando Teresa de Mier Noriega y Guerra, José María Blanco-White, a Montesquieu, al Abate de Pradt, Charles Irenée Castel, conocido como el Abate de Saint Pierre, y a José de Acosta.
Son doce autores diferentes unos de los otros, de los cuales cuatro, como Las Casas, Solís, Herrera y Acosta, pertenecían a la literatura clásica de la historia de América; Montesquieu era suficientemente conocido en su tiempo; Humboldt comenzaba a editar sus estudios; Walton y el Abate de Pradt eran de primera actualidad en el momento; Blanco-White vivía en Londres su interesante actuación política y literaria; Saint Pierre era una lectura erudita; y Fray Servando Teresa de Mier recién tenía publicada su obra más importante. Se trataba de lecturas hechas durante su aposento caraqueño, su estancia en Francia, la visita a la biblioteca de Miranda en Londres y en el mismo momento en que se encontraba escribiendo en Kingston.
La primera observación del Libertador gira en torno al problema de la heterogeneidad racial que prevalecía en América —y sobretodo en Venezuela—, cuestión que desde aquellos baños de sangre ocurridos en Santo Domingo en el siglo anterior, era el peligro que se señalaba con más alarmismo cuando se trataba de cualquier proyecto revolucionario en Ultramar; y entonces —como ahora— se intentaba convertir aquella característica social en una «fatalidad insuperable» que negaba a las naciones hispanoamericanas formas de vida similares a las europeas, y las condenaba a vivir siempre entre la anarquía y el despotismo.
Bolívar va a combatir ese dogmatismo con dos reflexiones: en primer lugar; que aunque en menor número, la raza blanca poseía «cualidades intelectuales que le dan una igualdad relativa» y que «vive a sus anchas en su país nativo, satisface sus necesidades y pasiones a poca costa»; opina que el indígena «es de un carácter tan apacible que sólo desea el reposo y la soledad» y que «no aspira ni aun a acaudillar su tribu, mucho menos a dominar las extrañas»; el negro esclavo crece y se alimenta abandonado en las haciendas, gozando de la «inacción» y de «una gran parte de los bienes de la libertad» y «ni aún excitado por los estímulos más seductores ha combatido contra su dueño»; por lo cual «balanceada como está la populación americana, ya por el número, ya por las circunstancias, y en fin por el irresistible imperio del espíritu» no podía ser obstáculo a la estabilización de los nuevos gobiernos el desequilibrio racial, «cuyo compuesto —establece desde el principio— produce una opinión más favorable a la unión y armonía entre todos los habitantes»; y en segundo lugar; en su opinión, el sistema de pillaje, asesinato y desolación que fue impuesto por Boves, Morales, Rosete, etc., para sublevar a la gente de color contra los blancos, no produjo en esa gente (los pardos) una adhesión por convicción sino por miedo ante el temor de ser sacrificados si no formaban parte de las banderas del Rey.
Estamos autorizados, pues, a creer que todos los hijos de la América española, de cualquier color o condición que sean, se profesan un afecto fraternal recíproco, que ninguna maquinación es capaz de alterar. Nos dirán que las guerras civiles prueban lo contrario. No, señor. Las contiendas domésticas de la América nunca se han originado de la diferencia de castas: ellas han nacido de las divergencias de las opiniones políticas, y de la ambición particular de algunos hombres, como todas las que han afligido a las demás naciones.
En consecuencia, piensa que no es probable en América una lucha de razas y que habrá entendimiento entre las distintas partes de la población. Esto es algo que le interesa bastante, como si estuviese adivinando que los infortunios de la América hispana iban a convertirse en una interpretación pesimista de su historia, y de su carácter tan deprimente como injusta, se empeña en demostrar que nuestros conflictos no son mayores, ni diferentes en su esencia, de los sufridos por los pueblos «más felices» del mundo:
¿Cuál es la nación libre, antigua o moderna que no haya padecido por la desunión? ¿Habrá historia más turbulenta que la de Atenas? ¿Facciones más sanguinarias que las de Roma? ¿Guerras civiles más violentas que las de Inglaterra? ¿Disensiones más peligrosas que las de los Estados Unidos de la América del Norte? Sin embargo, son estas cuatro naciones las que más honran la raza humana por sus virtudes, su libertad y su gloria.
Ya Bolívar hace el primer comentario sobre la naturaleza intestina del conflicto que ocurría en Tierra Firme. No oculta su deseo de evitar en América la forma monárquica de gobierno, que le parece propia de los grandes Estados europeos:
M. de Pradt ha dividido sabiamente a la América en quince a diecisiete Estados independientes entre sí, gobernados por otros tantos monarcas. Estoy de acuerdo en cuanto a lo primero, pues la América comporta la creación de diecisiete naciones; en cuanto a lo segundo, aunque es más fácil conseguirlo, es menos útil, y así no soy de la opinión de las monarquías americanas. He aquí mis razones: el interés bien entendido de una república se circunscribe en la esfera de su conservación, prosperidad y gloria. No ejerciendo la libertad imperio, porque es precisamente su opuesto, ningún estímulo excita a los republicanos a extender los términos de su nación, en detrimento de sus propios medios, con el único objeto de hacer participar a sus vecinos de una constitución liberal.
Ningún derecho adquieren, ninguna ventaja sacan venciéndolos; a menos que los reduzcan a colonias, conquistas o aliados, siguiendo el ejemplo de Roma. Máximas y ejemplos tales, están en oposición directa con los principios de justicia de los sistemas republicanos; y aún diré más, en oposición manifiesta con los intereses de sus ciudadanos: porque un estado demasiado extenso en sí mismo o por sus dependencias, al cabo viene en decadencia y convierte su forma libre en otra tiránica; relaja los principios que deben conservarla y ocurre por último al despotismo. El distintivo de las pequeñas repúblicas es la permanencia, el de las grandes es vario, pero siempre se inclina al imperio. Casi todas las primeras han tenido una larga duración; de las segundas sólo Roma se mantuvo algunos siglos, pero fue porque era república la capital y no lo era el resto de sus dominios, que se gobernaban por leyes e instituciones diferentes.
Y por estas razones piensa que, «los americanos ansiosos de paz, ciencias, artes, comercio y agricultura, preferirán las repúblicas a los reinos»; y no les convendrá un sistema federal, «por ser demasiado perfecto y exigir virtudes y talentos prácticos muy superiores a los nuestros».
Sin embargo, Bolívar estima que sucederá en el continente algo similar a lo pasado cuando, desplomado el Imperio Romano, «cada desmembración formó un sistema político, conforme a sus intereses y situación o siguiendo la ambición particular de algunos jefes, familias o corporaciones». Por tal razón, la región enfrenta graves dificultades: no tiene experiencia de gobierno, sus habitantes han estado separados, «ausentes del universo en cuanto es relativo a la ciencia del gobierno y de la administración del Estado». Su criterio resulta terminante: «América no estaba preparada para desprenderse de la Metrópoli como súbitamente sucedió por efecto de las ilegítimas cesiones de Bayona y por la inicua guerra que la Regencia nos declaró». La consecuencia debía ser muy precisa:
Los americanos han subido de repente y sin los conocimientos previos, y lo que es más sensible, sin la práctica de los eminentes negocios públicos, a representar en la escena del mundo las eminentes dignidades de legisladores, magistrados, administradores del erario, diplomáticos, generales y cuantas autoridades supremas y subalternas forman la jerarquía del Estado organizado con regularidad.
El resultado ha sido ensayar soluciones, fracasar y luego caer «en el caos de la revolución»: Juntas Populares, Congresos, federalismos, espíritu de partido, asambleas populares, gobiernos provinciales. Dice que necesitamos «los talentos y virtudes políticas que distinguen a nuestros hermanos del Norte», ya que «los sistemas enteramente populares, lejos de sernos favorables, temo mucho que vengan a ser nuestra ruina», y no existe, al momento, un raciocinio político «que nos halague con esta esperanza» de mantener en su verdadero equilibrio la difícil carga de una República. La gravedad del problema radica en que «el destino de América se ha fijado irrevocablemente; el lazo que la unía a España está cortado».
He aquí el motivo por el cual Bolívar no hablaba de la revolución como si ésta fuera consecuencia suya o le perteneciera, y al contrario acabamos de observar cómo se refería a lo que había causado como el caos de la revolución. El Libertador veía las cosas como una suerte de reaccionario,7 muy a su manera y, claro está, dentro del marco republicano; opuesto a los doctrinarios de Caracas que tanto habían de causar estragos a Venezuela. Este característica de su pensamiento lo podemos apreciar tanto en lo que sería su Constitución Boliviana; como, por ejemplo, una carta que le enviaría en noviembre del año 1816 al canónigo José Cortés de Madariaga, que dice lo siguiente:
En vano las armas destruirán a los tiranos, si no establecemos un orden político capaz de reparar los estragos de la revolución. El sistema militar es el de la fuerza, y la fuerza no es gobierno: así, necesitamos de nuestros próceres, que escapados en tablas del naufragio de la revolución, nos conduzcan por entre los escollos a un puerto de salvación.8
Queda más que claro, a estas alturas, que Bolívar no era un jacobino, por más que los «puritanos» y charlatanes insistan en lo contrario.
Se le ha dado a la Carta de Jamaica el calificativo de profética porque de verdad es sorprendente observar el don con que Bolívar anticipa el porvenir casi inmediato de todas las naciones hispanoamericanas. Con respecto a México, piensa que por el carácter, riquezas y población, primero tratará de establecer una República representativa con grandes atribuciones en el Ejecutivo; después vendrá una Monarquía. Los Estados de Centroamérica formarán quizás una asociación, sus canales acortarán las distancias de la Tierra, allí podría estar algún día la capital de la Tierra. En Buenos Aires habrá un gobierno central en el que los militares o los oligarcas lleven la primacía, y aquellos habitantes son propietarios de la más «espléndida gloria». Chile, por la moralidad de sus habitantes y el aislamiento geográfico, obtendrá instituciones estables preservando «sus opiniones políticas y religiosas». El Perú es una región difícil para el pensamiento del Libertador, tiene sentimientos encontrados y complejos; «mucho hará si consigue recobrar su independencia». Reconoce que aunque sería grandioso unir bajo un solo gobierno a todos los pueblos hispanoamericanos, las particularidades geográficas, económicas y sociológicas que los diferencian, hacen imposible aquella unión.
Es una idea grandiosa pretender formar de todo el Mundo Nuevo una sola nación con un solo vínculo que ligue sus partes entre sí y con el todo. Ya que tiene un origen, una lengua, unas costumbres y una religión, debería, por consiguiente, tener un solo gobierno que considerarse los diferentes estados que hayan de formarse; mas no es posible, porque climas remotos, situaciones diversas, intereses opuestos, caracteres desemejantes, dividen a la América. ¡Qué bello sería que el Istmo de Panamá fuese para nosotros lo que el de Corinto para los griegos! Ojalá que algún día tengamos la oportunidad de instalar allí un augusto congreso de los representantes de las repúblicas, reinos e imperios a tratar y discutir sobre los intereses de la paz y de la guerra, con las naciones de las otras partes del mundo. Esta especie de corporación podrá tener lugar en alguna época dichosa de nuestra regeneración; otra esperanza es infundada, semejante a la del abate de St. Pierre, que concibió el laudable delirio de reunir un congreso europeo para decidir de la suerte y de los intereses de aquellas naciones.
Pero sí cree que Venezuela y la Nueva Granada —a las cuales llama, indistintamente, su patria— podrían unirse más íntimamente. Señala que ambas naciones conformarán una sola cuyo nombre va a ser Colombia, «como un tributo de justicia y gratitud al creador de nuestro hemisferio». Su gobierno poseerá un poder ejecutivo con carácter vitalicio, una cámara o senado legislativo hereditario, que en las tempestades políticas se interponga entre las olas populares y los rayos del gobierno, y un cuerpo legislativo de libre elección. A lo largo y ancho de este documento observamos a Bolívar expresándose cómo si estuviera meditando a solas consigo mismo. Bolívar habla de lo que significaba la aportación espiritual de España a nuestra cultura y de cómo debía entenderse la guerra emancipadora, lo cual, para nosotros, encierra lo más importante de la Carta de Jamaica: «Nosotros somos un pequeño género humano; poseemos un mundo aparte; cercado por dilatados mares, nuevo en casi todas las artes y ciencias, aunque en cierto modo viejo en los usos de la sociedad civil».
Negaba, pues, que éramos pueblos «primitivos», sin antecedentes para darnos una organización estable y digna. Esos usos de la sociedad civil eran las leyes que habíamos recibido de España; las instituciones que ésta trasladó a la América, universidades, imprenta, cabildos, tribunales; y los que podríamos llamar hábitos de juridicidad en la vida pública. Bolívar jamás renegó de ese núcleo vivificador de nuestra nacionalidad que nos ligaba a España y a la civilización milenaria recibida de ella. Núcleo al que conocemos mejor como hispanidad. En otro párrafo lo evoca con indudable nostalgia: «El hábito —dice— a la obediencia; un comercio de intereses, de luces, de religión; una recíproca benevolencia; una tierna solicitud por la cuna y la gloria de nuestros padres; en fin, todo lo que formaba nuestra esperanza nos venía de España».
Y aunque inmediatamente yuxtapone a esta evocación las imágenes de rencor que lo torturan —como las barbaridades que desataron sobre Venezuela un grupo de isleños realistas y otros resentidos sociales—, aquella recíproca benevolencia de que habla queda como testimonio de los sentimientos que en él y en todos sus ascendientes criollos se habían sedimentado durante tres siglos de cultura: «Al presente —agrega con despecho— sucede todo lo contrario: la muerte, el deshonor, cuanto es nocivo, nos amenaza y tememos; todo lo sufrimos de esa desnaturalizada madrastra».
¿No es evidente, acaso, que la llama madrastra por el dolor de no poder seguir llamándola madre? La crisis peninsular de la hispanidad, que se estaba viendo reflejada en Ultramar, se lo impedía. En este orden de ideas, reflexiones y sentimientos, Bolívar refleja afirmaciones reveladoras, siendo una de ellas incluso estudiada con exhaustividad por hombres como don Laureano Vallenilla Lanz; tal es su afirmación de que la lucha de los americanos contra la península era en realidad una guerra civil.
Seguramente la unión es la que nos falta para completar la obra de nuestra regeneración. Sin embargo, nuestra división no es extraña, porque tal es el distintivo de las guerras civiles formadas generalmente entre dos partidos: conservadores y reformadores. Los primeros son, por lo común, más numerosos, porque el imperio de la costumbre produce el efecto de la obediencia a las potestades establecidas; los últimos son siempre menos numerosos aunque más vehementes e ilustrados.
Bolívar no se refiere a la ligera como guerra civil a la Independencia, ni por circunstancia transitoria de que algunos españoles lucharan al lado de los republicanos y muchos criollos por los realistas. Cuando ya casi no existía esta particularidad, en noviembre de 1820, y a pesar de que está tratando con Morillo de gobierno a gobierno, repite la misma idea. En sus instrucciones a los comisionados de la República que van a tratar con los españoles sobre un armisticio, les dice:
Propongan UUS. que todos los prisioneros sean canjeables inclusive los espías, conspiradores y desafectos; porque en las guerras civiles es donde el Derecho de gentes debe ser más estricto y vigoroso a pesar de las prácticas bárbaras de las naciones antiguas.9
Esa forma con que Bolívar abarcaba la Guerra de Independencia venía en apoyo, además, de otro concepto fundamental: que si a españoles y americanos los dividía una guerra civil, no debía considerarse rota la unidad superior que los había unido, y en numerosos documentos suyos podemos observar esa convicción. Llegamos, pues, a la última síntesis en que desembocan los conceptos que hemos ido analizando; que «tanto Bolívar como los otros criollos —señala Mijares— de avanzada mentalidad sentían con tanta lucidez que la nación española se escindía en aquellos momentos, no para vengar querellas pasadas, no por rencor, sino simplemente porque la parte de ella dotada de más vitalidad política, la más dispuesta a incorporarse a la corriente mundial renovadora, la España americana, se sentía injustamente frenada por la España metropolitana».10 Ya hacia finales de 1820 el Libertador sentía venir la inevitable derrota de Fernando VII, y una vez más, se aventura a lanzar varios augurios:
Yo, que siempre he sido su enemigo, ya veo con desdén combatir contra un partido arruinado y expirante. Fue, sin duda, muy digna de alabanza nuestra resistencia cuando era singular; ahora puede tenerse como alevosa. ¡Tanto confío en nuestros medios y sucesos…!11
Obsérvese cómo a pesar del tono sarcástico de sus expresiones, no deja de asomar en ellas el afecto a la Madre Patria que sobrevivía en los criollos; y, desde luego, la arrogancia con que se compadece de Fernando, a pesar de las miserias y de la incertidumbre que afligían a los patriotas, es típicamente española. Resulta curioso observar cómo Bolívar se consideraba luchando contra «un partido», no contra España.
La Carta de Jamaica era, a fin de cuentas, un examen del pasado y una proyección hacia el futuro. Sin mayores datos informativos, y solamente manejando las noticias y las ideas que provenían de la observación de la realidad, del estudio de los autores más relevantes de la época, de lo aprendido en lecturas juveniles y en conversaciones con intelectuales distinguidos, demuestra este documento que su autor era alguien prominente, distinto del medio que lo rodeaba, dotado de una sólida cultura fundamentada en la lectura y en la reflexión; estudioso de lo que pasaba a su alrededor, con una acertada visión de la realidad y de su proyección hacia el futuro, tomando en cuenta la relación necesaria entre lo local y lo universal como requisito para cualquier acción efectiva.
Los problemas principales aparecen planteados con crudeza y serenidad. Hay un cuidadoso proceso reflexivo que asimila las enseñanzas recibidas para formar un razonable pronóstico. Bolívar demuestra nuevamente, como lo había hecho ya en Cartagena, un alto grado de maduración política y sobre todo —que es lo que nos atañe aquí precisamente—, sociológica. De aquí en adelante tendrá la más compleja de todas sus misiones: aplicar todo lo reflexionado en Jamaica a la realidad, en su tierra natal y en el resto de naciones que en un futuro liberaría. Se irá preparando para su próximo gran documento.
El Discurso de Angostura: lo orgánico frente a lo escrito
A comienzos de 1819, después de una serie de victorias y desafortunados fracasos, comenzaba por fin la reorganización política y moral de la República. Bolívar, quien para este momento había dejado de ser un caudillo más de la guerra para convertirse en Jefe Supremo, que debía regir el Estado que se encontraba erigiéndose, decretó la formación de un Consejo de Estado que, aunque con atribuciones muy restringidas, le daba cierto carácter deliberativo al mando unipersonal que él venía ejerciendo. En este mismo orden de ideas, se había creado un periódico llamado Correo del Orinoco, que era un anhelo arraigado del Libertador, el cual duraría hasta 1822.
El propósito que venía a cumplir este medio era contrarrestar las calumnias e intrigas que desataba sobre los patriotas la Gazeta de Caracas, que era dirigida por el realista caraqueño José Domingo Díaz. En la ciudad de Angostura —actualmente conocida como Ciudad Bolívar— se reunió un Congreso que buscaba estructurar, en forma estable, la vida política de la República y organizar la invasión hacia la Nueva Granada. La primera sesión ocurrió el 15 de febrero del mismo año. En ese acto, y para exponer sus ideas sobre la constitución que convenía al país, Bolívar pronunció un Discurso12 el cual es la expresión más amplia y precisa de su pensamiento político y sus dotes como sociólogo.
El principio fundamental en que insiste con energía es que Venezuela no puede seguir imitando a los legisladores estadounidenses,13 ni menos aún conservar la Constitución federal del año 1811. Posibilidades aterradoras pasan ante sus ojos:
La esclavitud es hija de las tinieblas; un pueblo ignorante es un instrumento ciego de su propia destrucción; la ambición, la intriga, abusan de la credulidad y de la inexperiencia de hombres ajenos de todo conocimiento político, económico o civil: adoptan como realidades las que son puras ilusiones; toman la licencia por la libertad, la traición por el patriotismo, la venganza por la justicia. Semejante a un robusto ciego que, instigado por el sentimiento de sus fuerzas, marcha con la seguridad del hombre más perspicaz, y dando en todos los escollos no puede rectificar sus pasos.
Para conocer a los autores de tales extravíos, a su juicio, hay que consultar «los anales de España, de América, de Venezuela»; examinar «las leyes de Indias, el régimen de los antiguos mandatarios, la influencia de la religión y del dominio extranjero»; y observar «los primeros actos del gobierno republicano, la ferocidad de nuestros enemigos y el carácter nacional». Bolívar añade que «un pueblo pervertido si alcanza su libertad, muy pronto vuelve a perderla; porque en vano se esforzarán en mostrarle que la felicidad consiste en la práctica de la virtud, que el imperio de las leyes es más poderoso que el de los tiranos, porque son más inflexibles, y todo debe someterse a su benéfico rigor; que las buenas costumbres, y no la fuerza, son las columnas de las leyes; que el ejercicio de la justicia es el ejercicio de la libertad».
Pero tampoco limita a la América hispana aquellas sombrías imágenes:
Los anales de los tiempos pasados os presentarán millares de Gobiernos. Traed a la imaginación las naciones que han brillado sobre la tierra, y contemplareis afligidos que casi toda la tierra ha sido y aun es, víctima de sus Gobiernos. Observaréis muchos sistemas de manejar hombres, mas todos para oprimirlos; y si la costumbre de mirar al género humano conducido por pastores de pueblos, no disminuyese el horror de tan chocante espectáculo, nos pasmariamos al ver nuestra dócil especie pacer sobre la superficie del globo como viles Rebaños destinados á alimentar á sus crueles conductores.
Algo excesivas estas afirmaciones de Bolívar; sin embargo, debemos considerar las funestas impresiones que habían dejado en su ánimo las experiencias acumuladas en su vida: lo que vio de jóven en la corrompida corte de Carlos IV junto con la decadencia social de la Metrópoli; el espectáculo del Directorio en Francia, que cambió en peculado y libertinaje aquel vivir «a lo antiguo» que habían soñado los revolucionarios; más tarde la gigantesca farsa del Imperio, los ejércitos acompañados por carros repletos de botín, Europa saqueada en nombre de la gloria, en París los regicidas hechos duques y príncipes; luego, en Venezuela, la Primera República arruinada por un cuatro pedantes y otros tantos malvados, destruida por Monteverde y anegada en sangre por una turba de isleños y verdaderos criminales; desde entonces, una guerra a muerte que todos sentían absurda y horrible, y que nadie podía evitar. Para hacerle saber a los legisladores su postura en cuanto a la necesidad de un cambio político sustancial, hace la siguiente afirmación:
Sólo la democracia, en mi concepto, es susceptible de una absoluta libertad; pero, ¿cuál es el gobierno democrático que ha reunido a un tiempo, poder, prosperidad y permanencia? ¿Y no se ha visto por el contrario la aristocracia, la monarquía cimentar grandes y poderosos imperios por siglos y siglos? ¿Qué gobierno más antiguo que el de china? ¿Qué república ha excedido en duración a la de Esparta, a la de Venecia? ¿El imperio Romano no conquistó la tierra? ¿No tiene la Francia catorce siglos de monarquía? ¿Quién es más grande que la Inglaterra? Estas naciones, sin embargo, han sido o son aristocracias y monarquías.
Pero aunque estas «crueles reflexiones» —así las llamó él mismo— pudieran estar arraigadas en Bolívar por las causas que hemos señalado, también las emplea, sobre todo, para evitar que el Congreso vuelva al radicalismo político de 1811. La Federación, el Ejecutivo plural y los otros delirios de la Primera República estaban tan arraigados, que Bolívar tiene que referirse a ellos y a la Constitución como si estuviesen vigentes. Por eso habla en presente: «Nuestro triunvirato carece, por decirlo así, de unidad, de continuación y de responsabilidad individual», dice. Resulta absurdo ver cómo para 1819 aún se estuviesen manteniendo las instituciones anárquicas del año 11; no por nada el Libertador había dedicado tanta energía a refutar cada una de ellas, puesto que todavía seguían representando un peligro. Bolívar piensa que la misión de los legisladores será «echar los fundamentos a un pueblo naciente»; no se trataba, pues, de una simple Constitución, «se podría decir —corrige— la creación de una sociedad entera», para la cual no vacila en pedir una obra original, un cuerpo de «leyes venezolanas», haciéndoselo saber a los constituyentes de la siguiente forma:
Que no se pierdan, pues, las lecciones de la experiencia; y que las escuelas de Grecia, de Roma, de Francia, de Inglaterra y de América nos instruyan en la difícil ciencia de crear y conservar las naciones con leyes propias, justas, legítimas y sobre todo útiles. No olvidando jamás que la excelencia de un gobierno no consiste en su teoría, en su forma, ni en su mecanismo, sino en ser apropiado a la naturaleza y al carácter de la nación para quien se instituye.
El Libertador le hacía ver a los miembros de aquel Congreso la importancia de oponer el derecho orgánico, aquel que se forma y organiza lentamente en el alma de los pueblos, al derecho escrito, que es superpuesto e importado, siendo este último el causante de todos los males que acarreaba Venezuela por obra y gracia de los doctrinarios. Bolívar sabía que el derecho, necesariamente, debe acomodarse a cada nación, de acuerdo a sus características orgánicas. Esta idea la podemos apreciar en el pequeño elogio que le hace a Montesquieu:
¿No dice el Espíritu de las Leyes que éstas deben ser propias para el pueblo que se hacen; que es una gran casualidad que las de una nación puedan convenir a otra; que las leyes deben ser relativas a lo físico del país, al clima, a la calidad del terreno, a su situación, a su extensión, al género de vida de los pueblos; referirse al grado de libertad que la Constitución puede sufrir, a la religión de los habitantes, a sus inclinaciones, a sus riquezas, a su número, a su comercio, a sus costumbres, a sus modales? ¡He aquí el código que debíamos consultar y no el de Washington!
Seguidamente, analiza nuestra composición étnica:
Es imposible asignar con propiedad a qué familia humana pertenecemos. La mayor parte del indígena se ha aniquilado, el europeo se ha mezclado con el americano y con el africano, y éste se ha mezclado con el indio y con el europeo. Nacidos todos del seno de una misma madre, nuestros padres, diferentes en origen y en sangre, son extranjeros, y todos difieren visiblemente en la epidermis: esta desemejanza trae un reato de la mayor trascendencia.
Sin embargo, como lo señaló en Jamaica, no considera que esta cuestión sea algo insuperable. Bolívar observaba que «la naturaleza hace a los hombres desiguales en genio, temperamento, fuerza y caracteres», pero consideraba que «las leyes corrigen esta diferencia, porque colocan al individuo en la sociedad para que la educación, la industria, las artes, los servicios, las virtudes, le den una igualdad ficticia, propiamente llamada política y social». Además, tenía la convicción de que para evitar que los odios de raza desencadenados por la Guerra de Independencia pudieran determinar, al finalizar la contienda, el principio de sangrientas guerras civiles, era necesario, por lo mismo, bajo las normas de la igualdad política para todas las razas, la organización de un Ejecutivo con facultades suficientes para dominar la magnitud de aquellos conflictos.
La diversidad de origen requiere un pulso infinitamente firme, un tacto infinitamente delicado para manejar esta sociedad heterogénea cuyo complicado artificio se disloca, se divide, se disuelve con la más ligera alteración.
Fijemos nuestra atención sobre esta diferencia, y hallaremos que el equilibrio de los poderes debe distribuirse de dos modos. En las repúblicas el Ejecutivo debe ser más el más fuerte, porque todo conspira él; en tanto que en las monarquías el más fuerte debe ser el Legislativo, porque todo conspira en favor del monarca.
Y concluye diciendo:
Que se fortifique, pues, todo el sistema del gobierno y que el equilibrio se establezca de modo que no se pierda, y de modo que no sea su delicadeza causa de decadencia. Por lo mismo que ninguna forma de gobierno es tan débil como la democrática, su estructura debe ser de la mayor solidez; y sus instituciones consultarse para la estabilidad. Si no es así, contemos con que se establece un ensayo de gobierno y no un sistema permanente; contemos con una sociedad díscola, tumultuaria y anárquica y no con un establecimiento social, donde tengan su imperio la felicidad, la paz y la justicia.
¿Qué creían los doctrinarios? ¿Que al romper los lazos políticos con España, rompían también con los vínculos sociológicos hereditarios? ¿Y que al decretar la igualdad política y civil destruían los prejuicios de casta, fundamento secular de la jerarquización colonial? «Romper con la tradición» —señala Laureano Vallenilla Lanz— había sido el precepto sacramental de nuestras revoluciones desde la independencia, «pero la herencia psicológica más fuerte, más poderosa, con mejores títulos al predominio social, ha resistido impasible a los ataques de los teóricos y a las demoliciones revolucionarias, demostrando que las sociedades como la Naturaleza, no marchan a saltos».14
Un siglo antes de que nuestro eminente sociólogo dijese este comentario —al cual no le falta razón—, ya el Libertador se había percatado de esa misma cuestión. ¿Por qué, entonces, le había aconsejado a los constituyentes que tuvieran presente nuestra composición étnica y que era necesario un código de leyes orgánico, venezolano? La respuesta resulta evidente. No en forma de contraposición a las anteriores observaciones, muy acertadas de su parte, más que la heterogeneidad racial, lo que más le preocupaba a Bolívar era la ignorancia y la inexperiencia política en la mayoría de la población, y que a consecuencia de ellas triunfaran la corrupción y el desorden. Algunas de las observaciones secundarias que le sugiere ese temor son realmente impresionantes, y hoy en día están más vivas que nunca:
Los venezolanos aman la patria, pero no aman sus leyes, porque éstas han sido nocivas y eran la fuente del mal; tampoco han podido amar a sus magistrados, porque eran inicuos, y los nuevos apenas son conocidos en la carrera en que han entrado. Si no hay un respeto sagrado por la patria, por las leyes y por las autoridades, la sociedad es una confusión, un abismo: es un conflicto singular de hombre a hombre, de cuerpo a cuerpo.
Por consiguiente, sólo instituciones nuevas y audaces, juzga, pueden evitar ese caos social. «Moral y luces —afirma— son los polos de una República, moral y luces son nuestras primeras necesidades»; y propone que con el nombre de Poder Moral se establezca en la Constitución una «cuarta potestad» destinada a conservar las buenas costumbres públicas y a perfeccionar la educación de todos. Aquellas costumbres debían ser resguardadas por medio de «penas morales, como las leyes castigan los delitos con penas aflictivas, y no solamente lo que choca contra ellas, sino lo que las burla; no solamente lo que las ataca, sino lo que las debilita; no solamente lo que viola la Constitución, sino lo que viola el respeto público». El Poder Moral estaría compuesto tomando de Roma los censores y los tribunales domésticos; de Atenas, su Areópago; y de Esparta, sus austeros establecimientos. Sería una cuarta potestad cuyo dominio sería la infancia y el corazón de los hombres, el espíritu público, las buenas costumbres y la moral republicana.
En las instituciones políticas, que juzga aplicables a nuestro estado social, Bolívar se aparta de las ideas preferidas en aquellos días. Propone: Cámara de Representantes de elección popular y Senado hereditario, un Presidente vitalicio, y un Poder Judicial que por su fuerza y respetabilidad sería, con el Senado, la máxima garantía de la libertad y del equilibrio constitucional. El Senado hereditario era una forma de compensar a los Libertadores de Venezuela, dándoles ese carácter a ellos y a sus descendientes para «conservar con gloria, hasta la última posteridad, una raza de hombres virtuosos, prudentes y esforzados que superando todos los obstáculos, han fundado la República a costa de los más heroicos sacrificios», por lo que Bolívar sugiere que los sucesores al Senado sean educados «en un colegio especialmente destinado para instruir aquellos tutores, legisladores futuros de la patria».
No quiere dejar dudas sobre el alcance de sus proyectos: «De ningún modo —advierte— sería una violación de la igualdad política la creación de un Senado hereditario; no es una nobleza la que pretendo establecer porque, como ha dicho un célebre republicano, sería destruir a la vez la igualdad y la libertad. Es un oficio para el cual se deben preparar los candidatos, y es un oficio que exige mucho saber y los medios proporcionados para adquirir su instrucción», ya que «todo no se debe dejar al acaso y a la ventura de las elecciones», y que «el pueblo se engaña más fácilmente que la naturaleza perfeccionada por el arte; y aunque es verdad que estos senadores no saldrían del seno de las virtudes, también es verdad que saldrían del seno de una educación ilustrada». Asimismo insiste sobre el poder estabilizador que quiere darle a este cuerpo selecto:
Un Senado hereditario —repite— será la base fundamental del Poder Legislativo; y por consiguiente, será la base de todo el gobierno. Igualmente servirá de contrapeso para el gobierno y para el pueblo: será una potestad intermedia que embote los tiros que recíprocamente se lanzan estos eternos rivales. En todas las luchas la calma de un tercero viene a ser el órgano de la reconciliación, así el Senado de Venezuela será la traba de este edificio delicado y harto susceptible de impresiones violentas; será el iris que calmará las tempestades y mantendrá la armonía entre los miembros y la cabeza de este cuerpo político.
Su conclusión fundamental:
Un gobierno republicano ha sido, es, y debe ser el de Venezuela; sus bases deben ser la soberanía del pueblo, la división de los poderes, la libertad civil, la proscripción de la esclavitud, la abolición de la monarquía y de los privilegios. Necesitamos de la igualdad para refundir, digámoslo así, en un todo, la especie de los hombres, las opiniones políticas y las costumbres públicas.
Bolívar nunca fue partidario de la democracia pura, porque habiendo vivido en medio de nuestro tumultoso pueblo heterogéneo, se dio cuenta a la perfección de la inaplicidad de las ideas sofísticas de Rousseau. «Como los actuales partidarios de la sociología orgánica, Bolívar creía que la estabilidad y el funcionamiento ordenado de nuestras nacientes repúblicas, necesitaba de la formación de una élite que representara en el Gobierno el mismo papel que el cerebro en el organismo individual», decía Vallenilla Lanz.15
Lamentablemente, las ideas del Libertador no fueron acogidas por el Congreso de Angostura. La Constitución firmada el 15 de agosto rechazó la Presidencia vitalicia y la estableció por sólo cuatro años; tampoco el Senado hereditario fue admitido y aunque por el momento se dispuso que fueran vitalicios los senadores, en 1821 se redujo a ocho años la duración de sus funciones. En cuanto al Poder Moral, las opiniones estuvieron muy divididas y el Congreso decidió dejarlo en «segundo plano». De todos modos, el sacudimiento que dio Bolívar a la rutina con que los doctrinarios —porque eso es lo que habían sido, y siguen siendo hasta nuestros días los políticos, doctrinarios— venían considerando nuestro problema constitucional, evitó que reconstruyeran las dichosas instituciones anárquicas de 1811 que los entusiasmaba, y momentáneamente, por lo menos los alejó de la mística federalista que, lejos de fortalecer la libertad, como ellos creían, hubiera dividido en feudos la República para el beneficio de los caudillos. Nos venimos acercando, pues, al final de este recorrido para comentar la última producción del Libertador como sociólogo, la cual es la materialización de todo el pensamiento bolivariano.
La Constitución boliviana: Obra Magna del Libertador
Bolívar había logrado uno de sus propósitos más queridos: la unión en un solo Estado de Venezuela, Nueva Granada y la antigua Presidencia de Quito. La nueva nación se llamó Colombia, como ya lo había previsto en Jamaica. El Congreso se había reunido en Cúcuta el 6 de mayo, y mientras Bolívar hacía la campaña de Carabobo, discutió la Constitución, que promulgó el 30 de agosto y fue la primera de Colombia, puesto que la de Angostura había sido hecha para Venezuela; y en esta nueva ley fundamental, aunque triunfó el sistema centralista contra el federal que muchos congresistas preferían, los políticos se apartaron definitivamente de la única concesión que habían hecho a las ideas del Libertador: el Senado vitalicio desapareció, los senadores sólo durarían en sus funciones ocho años. Para el Presidente y Vicepresidente de la República, y para la Cámara de Representantes se conservó el período de cuatro años que fijaba la de 1819. Lógicamente, cuando se sancionó la Constitución de Cúcuta, el Libertador manifestó expresamente su inconformidad con los principios consagrados en ella, por considerarlos faltos de verdaderas vinculaciones con las realidades hispanoamericanas.
Su preocupación era obtener para la República un orden político estable y de largo alcance. Por eso lo decepcionó profundamente aquel Código que definitivamente renunciaba a considerar el fondo social de nuestros problemas y se conformaba con sobreponer a ellos las ideas constitucionales rutinariamente admitidas. El ambiente político no era para nada favorable, algo que Bolívar dejó claro en una carta escrita a Nariño que reza lo siguiente:
Colombia se gobierna por la espada de los que la defienden, y en lugar de ser un cuerpo social, es un campo militar. Por consiguiente, los abusos, las negligencias y la carencia de todo elemento orgánico, es inevitablemente el efecto de aquellos principios que no ha estado en mi poder corregir, por muchas razones: la primera, porque un hombre en muy poco tiempo, y escaso de conocimientos generales, no puede hacerlo todo, ni bien ni mal; segunda, porque me he dedicado exclusivamente a expulsar a nuestros enemigos; tercera, porque hay muchas consideraciones que guardar en este caos asombroso de patriotas, godos, egoístas, blancos, pardos, venezolanos, cundinamarqueses, federalistas, centralistas, republicanos, aristócratas, buenos y malos, y toda la caterva de jerarquías en que se subdividen tan diferentes bandos; de suerte que, amigo, yo he tenido muchas veces que ser injusto por política, y no he podido ser justo impunemente.16
Sólo el temor de que una agria controversia en materias políticas pudiera quebrantar la unidad nacional en momentos en que se libraban las batallas decisivas contra el enemigo, le inclinó entonces a dar a sus reparos el carácter de simples objeciones a los legisladores, en espera de una oportunidad favorable para proponer a sus compatriotas la adopción de un orden institucional menos expuesto a los peligros de una permanente inestabilidad; pero los graves sucesos ocurridos en Venezuela y la poca eficacia de los acuerdos tomados en el Congreso de Panamá demostraron a Bolívar la necesidad de un cambio sustancial en materias políticas, si se deseaba evitar, oportunamente, la descomposición de las sociedades hispanoamericanas y especialmente de aquellas que conquistaron su libertad por las victorias de los ejércitos de Colombia. Si el Libertador hubiera carecido de verdaderas razones para apresurar este necesario acondicionamiento de las instituciones americanas, un hecho le habría proporcionado nueva justificación para hacerlo: la actitud del general Gamarra, quien desde el Cuzco y al igual que el general Páez en Venezuela, le ofrecía la corona.
Los pueblos no quieren teorías impracticables; quieren salir de la pobreza y descansar de la guerra que los ha oprimido. La libertad que consiste en hablar y escribir sin trabas, es insignificante para la presente civilización. En una palabra: la América entera necesita de un gobierno vigoroso y paternal. Reúnase la América bajo la benéfica influencia del Sol que nos ha dado vida: a sus auspicios seremos felices. No hay otra cosa que hacer: o Bolívar, o nadie. Esto es para lo que V. E. debe contar conmigo y el Consejo de Gobierno.17
Pero las graves circunstancias que fortalecieron la convicción de Bolívar sobre la necesidad de un decisivo viraje en materia política no se circunscribían al territorio peruano. A fines de junio comenzaron a llegarle, un tanto confusas, las primeras noticias de los sucesos acaecidos en Valencia el 30 de abril, fecha en la cual la municipalidad se declaró en abierta rebelión contra el gobierno de Santa Fe, invitó a Páez a desobedecer la orden del Senado y a asumir la jefatura de Venezuela.
¿Por qué —dice el historiador Liévano Aguirre— juzgó Bolívar que las características de la Constitución elaborada por él para Bolivia podían contribuir a tratar eficazmente los factores que estaban precipitando el irreparable fraccionamiento de las comunidades hispanoamericanas? Porque esta Carta Fundamental fue elaborada para buscarles una solución que conquistara a tales comunidades las características necesarias, en concepto de Bolívar, para la salvación de sus pueblos: justicia, estabilidad y unidad.18
La Provincia de La Paz del Alto Perú fue la primera en tratar de iniciar la emancipación de Hispanoamérica. El 16 de julio de 1809 habían sido depuestas las autoridades españolas y constituyó una «Junta Tuitiva»; pero, poco afortunados los patriotas de esta región, no lograron su Independencia definitiva sino después de la victoria de Ayacucho. El mariscal Antonio José de Sucre, comisionado al efecto por Bolívar, expidió un decreto en La Paz, el 9 de febrero de 1825, convocando una asamblea de diputados de las Provincias del Alto Perú, para que decidiera su suerte futura. El 10 de julio se reunió la asamblea en Chuquisaca, declaró que se confiaba «a la mano protectora del padre común del Perú, del salvador de los pueblos, del hijo primogénito del Nuevo Mundo, del inmortal Bolívar»,19 proclamó la Independencia del Alto Perú el 6 de agosto, aniversario de Junín, y dispuso que el nuevo Estado se llamara «República Bolívar» —nombre que se terminaría cambiando por Bolivia—; aclamó al Libertador como Padre de la Patria; le eligió Jefe Supremo del Estado y le confió el encargo de formular su primer Código. Bolívar regresó a Lima en mayo de 1826, de donde remitió el proyecto de Constitución, acompañado de un Discurso20 donde hace un análisis de dicho proyecto.
La Constitución boliviana mediante sus tres instituciones básicas —la abolición de las castas, la esclavitud y los privilegios; el Poder Electoral, y la Presidencia Vitalicia—, fue el fruto de los empeños de su autor para hallar una solución al problema, tan antiguo, del desequilibrio entre los fuertes y los débiles. Sólo cuando se la considera como una tentativa, afortunada o no, de encontrarle una respuesta satisfactoria, puede comprenderse su espíritu y el contenido de sus instituciones. El proyecto de Constitución ofreció una solución original, en momentos en que los sistemas tradicionales de enfrentarse a dicho problema estaban en crisis en España —por las graves deformaciones que habían sufrido—, y cuando las alternativas originadas en Francia y en el mundo anglosajón implicaban graves peligros para los pueblos hispanoamericanos, por su falta de concordancia con las más sobresalientes realidades sociales del continente.
El momento para proponer una fórmula era oportuno, porque en América estaba operando, con todas sus consecuencias revolucionarias, el conflicto que había provocado la gran crisis histórica de la Metrópoli. La experiencia y la sabiduría, en materia política del pueblo español en su gran época histórica, se sintetizan en la división que hizo del poder público en dos grandes instituciones: la Monarquía y el Cabildo municipal. A la primera le atribuyó la función de representar los intereses generales, el bien colectivo; al segundo, la de custodiar los derechos del individuo, sus fueros como persona humana; en otras palabras, la libertad.
La historia de la Madre Patria, especialmente la de sus épocas de grandeza, se resuelve en la competencia de estas dos grandes instituciones para defender los valores de que son portadoras. La personería del bien público la ejerce una institución permanente y hereditaria, la Monarquía, y la defensa de la libertad y de los intereses particulares, los cabildos, constituidos electivamente y encargados de representar los intereses locales e individuales. Este sistema lo trasplantó a sus dominios americanos, y aquí como allá continuó la vieja controversia de la que la nación ibérica extraía su savia y vigor. Las Leyes de Indias, dictadas para proteger a los indígenas y a los débiles, mal podrían explicarse sin entender esa función de la Monarquía, como tampoco podría entenderse la oposición a ellas de los cabildos y audiencias —que tanto hicieron para burlarlas o derogarlas—, si se olvida la naturaleza de los intereses y fueros que tenía su personería en esas corporaciones.
Una de las múltiples causas —dice Liévano Aguirre— que contribuyeron decisivamente a la gran crisis histórica de España fue el traslado a ella, con la dinastía de los Borbones, del centralismo absolutista de estilo francés. Él destruyó poco a poco el delicado equilibrio logrado trabajosamente entre la Monarquía y los cabildos y lo sustituyó por el centralismo administrativo creado por Richelieu y Luis XIV, que anuló rápidamente las libertades y privó de sus atribuciones tradicionales a las corporaciones representativas. Así llegó a España el “despotismo ilustrado”, que en Francia condujo a la gran revolución de 1789 y en la Península debía culminar en el movimiento de emancipación americana.21
El despotismo ilustrado de los Borbones (franceses y españoles) no sólo dio sus dolorosos frutos de sufrimiento y opresión; creó también un mal aún mayor: condujo a las víctimas del absolutismo a identificar equivocadamente el Estado con la opresión y a creer que el remedio definitivo para la injusticia era la destrucción del mismo. Por eso, la literatura política que antecede y origina la Revolución Francesa es una literatura no sólo anti-monárquica, sino también anti-estatal, y encuentra su definida síntesis práctica en el célebre laissez faire, laissez passer de los franceses. Al reducir las funciones del gobierno a las de un simple espectador de la vida social o acucioso vigilante de los casos de policía, los débiles y desamparados quedan privados de su natural personero y defensor, y las nociones de justicia, equidad e igualdad, van eclipsándose para dejar el paso a las de competencia, lucha por la vida y supervivencia de los más aptos. De esta manera, la sociedad occidental pierde su equilibrio y a las injusticias del absolutismo siguen las injusticias de la libertad.
Cuando Bolívar se preparaba a ofrecer su Constitución a los pueblos libertados por él, ya influían poderosamente en el hemisferio las dos soluciones que habían determinado la gran controversia política del mundo occidental: el absolutismo monárquico y el liberalismo anti-estatal. En aquellas comunidades americanas donde existía una gran aristocracia, de raigambre española o portuguesa, se trabajaba activamente para establecer, después de la Independencia, una monarquía con un príncipe europeo como rey o emperador —como quiso, por ejemplo, José de San Martín—. Así se pretendía prolongar en el Nuevo Mundo el despotismo ilustrado que en Europa pusieron de moda los Borbones. Y donde la influencia española había sido menos profunda y faltaba una gran aristocracia de origen peninsular, el liberalismo anti-estatal estaba en el orden del día y pocos dudaban de que debilitado el Estado hasta el máximum posible, se iniciaría una época de prosperidad nunca alcanzada antes por el género humano.
En medio de esta controversia, Bolívar presenta una solución distinta, no sólo en sus aspectos formales, sino por la naturaleza de los problemas que intenta resolver. Si rechaza el absolutismo monárquico, contra el cual se había realizado la independencia de América, su genio le impide convertir ese rechazo en adhesión sin condiciones al liberalismo anti-estatal, porque juzga acertadamente que el Estado es el natural defensor de los débiles y el mejor instrumento para personificar el concepto de bien público, como lo hizo saber en Angostura:
La naturaleza hace a los hombres desiguales en genio, temperamento, fuerzas y caracteres. Las leyes corrigen esta diferencia, porque colocan al individuo en la sociedad, para que la educación, la industria, las artes, el Estado, las virtudes, le den una igualdad ficticia, propiamente llamada política y social.22
Al Libertador no se le oculta, además, que si en el Viejo Mundo las instituciones del liberalismo teórico se encuentran con una burguesía emprendedora, capaz de sustituir la tradicional misión del Estado con grandes empresas de expansión industrial y comercial en Hispanoamérica, donde falta una gran burguesía, el sistema liberal va a ser preferentemente utilizado por las clases feudales criollas para librarse del único estorbo que puede frustrar su propósito de consolidar el feudalismo colonial: el Estado. Bolívar previó el destino del liberalismo anti-estatal en América y así lo manifestó a su edecán Luis Perú de Lacroix:
Aquellas noticias lo condujeron a repetir lo que le he oido decir varias veces, y poco más o menos de lo que he referido el día 21 del mes anterior, a saber: probar el estado de esclavitud en que se halla aún el bajo pueblo colombiano; probar que está bajo el yugo no sólo de los Alcaldes y curas de las parroquias, sino también bajo el de los tres o cuatro magnates que hay en cada una de ellas; que en las ciudades es lo mismo, con la diferencia que los amos son más numerosos, porque se aumentan con muchos clérigos, frailes y doctores; que la libertad y las garantias son sólo para aquellos hombres y para los ricos y nunca para los pueblos, cuya esclavitud es peor que la de los mismos indios que esclavos eran bajo la Constitución de Cúcuta, y esclavos quedarían bajo la Constitución la más democrática: que en Colombia hay una aristocracia de rango, de empleos y de riquezas, equivalente, por su influjo, por sus pretenciones y peso sobre el pueblo, a la aristocracia de títulos y de nacimiento la más despotica de Europa; que en aquella aristocracia entran tambien los clérigos, los frailes, los Doctores o Abogados, los militares y los ricos; pues aunque hablan de libertad y de garantias es, para ellos solos que las quieren y no para el pueblo, que según ellos, debe continuar bajo su operación; quieren también la igualdad, para elevarse y ser iguales con los más caracterizados, pero no para nivelarse ellos con los individuos de las clases inferiores de la sociedad; a estos los quieren considerar siempre como sus siervos a pesar de todo su liberalismo.23
Para Bolívar, por lo mismo, la solución del problema político del continente residía en construir, después del gran drama de la Guerra de Independencia, las instituciones que pudieran representar adecuadamente los dos grandes principios que el pueblo español institucionalizó en la Monarquía y el Cabildo: el bien público y la libertad individual. La Constitución boliviana, a diferencia de las inspiradas totalmente por la Revolución Francesa, es un intento original y profundo de incorporar, en nuevas instituciones jurídicas, estos dos elementos básicos de la vida social. El Código ideado por Bolívar era, de alguna forma, una oportunidad para devolverle a la tradición política española el lugar que merecía ocupar en los nacientes Estados hispanoamericanos. ¿Cómo pretendió el Libertador revitalizar en la estructura de una Constitución de carácter republicana los dos grandes principios que el pueblo español simbolizó en la Monarquía y los cabildos? Con las tres instituciones que forman la columna vertebral del proyecto de Constitución presentado por él para la nueva República de Bolivia. La primera de dichas instituciones la definió el Libertador, mediante una carta a Santander, en los siguientes términos:
Estoy haciendo una Constitución muy fuerte y muy bien combinada para este país sin violar ninguna de las tres unidades y revocando desde la esclavitud abajo todos los privilegios.24
Y en su mensaje al Congreso boliviano agregaba:
He conservado intacta la ley de las leyes: la igualdad. Sin ella perecen todas las garantías, todos los derechos. A ella debemos hacer todos los sacrificios.
Ésta, que podríamos denominar la institución de la igualdad social, tenía una importancia vital para Bolívar. Había observado cómo las diferencias y posteriores odios de razas habían sido el motor principal de aquella guerra civil que terminaría convirtiéndose en Guerra de Independencia, por lo cual, fiel a lo que dijo en Angostura, Bolívar construye toda la estructura de su Constitución sobre una declaración destinada a igualar socialmente a todos los ciudadanos, sin distingos de raza, oficio, riqueza o religión, con el fin de garantizar la mayor cohesión social posible y evitar posibles conflictos civiles.
La cuestión religiosa es interesante de analizar; Bolívar se había abstenido de redactar artículo alguno sobre la religión: «En una constitución política —dice— no debe prescribirse una profesión religiosa, porque según las mejores doctrinas sobre las leyes fundamentales, éstas son las garantías de los derechos políticos y civiles; y como la religión no toca a ninguno de estos derechos, ella es de naturaleza indefinible en el orden social y pertenece a la moral intelectual», ya que «la religión es ley de conciencia» y por lo tanto «toda ley sobre ella la anula porque, imponiendo la necesidad al deber, quita el mérito a la fe, que es la base de la religión»; agrega que «los preceptos y los dogmas sagrados son útiles, luminosos y de evidencia metafísica; todos debemos profesarlos, mas este deber es moral, no político». Sin embargo, el Congreso boliviano haría una modificación en esta materia, diciendo entonces la Constitución en su artículo 6º:
La religión católica, apostólica, romana, es la de la república, con exclusión de todo otro culto público. El gobierno la protegerá y hará respetar, reconociendo el principio de que no hay poder humano sobre las conciencias.25
Quedaba formado, pues, un Estado confesional que reconociera al mismo tiempo la libertad de conciencia. Inicialmente —y nos permitimos abrir este inciso—, el Libertador distinguía, según Caracciolo Parra-Pérez, entre «la idea religiosa pura de la idea de moral ciudadana», pero va a abandonar esa utopía y cuando, en 1828, ejerce la dictadura en Colombia, «no se ocupa en mejorar la moral de los ciudadanos y se decide francamente a utilizar las fuerzas reales que le brindan el clero y la religión para mantener su autoridad y el conservatismo que únicamente pueden salvar a la República»; el inspirador de Bolívar, entonces, «es la aplicación del clericalismo político como arma para combatir la demagogia revolucionaria».26
A consecuencia de la conspiración para asesinarlo en aquella noche septembrina, el 20 de octubre del mismo año decreta una reforma27 en el plan de estudios de los colegios y universidades de Colombia, donde restablece el uso del latín, manda a suspender las cátedras de legislación universal, de derecho político, de constitución y ciencia administrativa, sustituyéndolas con una de fundamentos y apología de la religión católica romana y de su historia; y no estando satisfecho con lo anterior, el 8 de noviembre prohibe las logias masónicas.28 De manera tal que, para fines del año 1828, partidarios suyos se hicieron casi todos los Obispos y clérigos de Colombia. Pero, ¿por qué este cambio en la actitud de Bolívar? La respuesta, en sí misma, requiere de un ensayo propio: se estaban expresando, por fenómeno atávico, ciertos elementos dormidos de su raza, latentes hasta entonces en los dominios inconscientes de su espíritu.
Era que ya en Bolívar hablaban los muertos, los familiares del Santo Oficio de los tiempos de la Colonia, los caballeros semimonjes de la Edad Media.29
Y en efecto, su concepto del Poder Público «iba poco a poco cesarizándose, obediente a su raza, obediente a las necesidades del medio social anárquico y obediente a su propio temperamento de hombre de presa».30 Mencionamos todo esto porque no se puede entender el accionar de Bolívar sin adentrarse en lo más profundo de su psicología.
La segunda de las grandes instituciones del Código boliviano es el Poder Electoral. Esta institución establece los llamados colegios electorales, elegidos por los ciudadanos, a los cuales la Constitución faculta para nombrar los legisladores, diputados, magistrados, jueces y pastores, tanto en el ámbito nacional como en el local y provincial. De esta manera, el llamado Poder Electoral —que recoge por su naturaleza las aspiraciones de los habitantes en los municipios, cantones y provincias— se convierte en el origen de la administración pública en todo lo que ella roza la vida económica, política y civil de la República. La libertad del individuo y sus derechos quedan garantizados por la facultad de elegir a los funcionarios cuyas decisiones pueden afectarlo más directamente. Dicha institución participa de las funciones tradicionales del Cabildo español, que representa al individuo, sus fueros y libertades. Pero no vayamos a creer que cualquier persona podía participar en los colegios electorales. Al respecto, dice José Gil Fortoul:
El Poder Electoral lo ejercen inmediatamente los ciudadanos. Para ello se requiere: ser boliviano; casado o mayor de veintiún años; saber leer y escribir, y tener empleo o industria, o profesar alguna ciencia o arte, sin sujeción a otro en clase de sirviente doméstico.31
La tercera de las instituciones básicas de la Constitución boliviana fue la llamada Presidencia Vitalicia. El Libertador pretendía con ella crear en el orden político del Estado un elemento fijo, permanente, que por no tener su origen en la controversia entre las distintas clases sociales de la comunidad, pudiera actuar como el representante del bien público y ser árbitro imparcial en el litigio cotidiano entre los fuertes y los débiles; y tener el control directo del ejército y el manejo de la política exterior de la República.
Como en las sociedades hispanoamericanas —dice Liévano Aguirre— existían tan graves desequilibrios entre el poder de sus minorías dirigentes y el desamparo de sus grandes masas de población, Bolívar creyó conveniente aislar de la controversia electoral siquiera uno de los poderes del Estado, para que dicho poder pudiera, por su autonomía e independencia, comportarse como el defensor del bien público, que en Hispanoamérica se identificaba, no pocas veces, con la protección a las clases tradicionalmente privadas de derechos por razón de su miseria, su raza o su ignorancia.32
Escribía Bolívar: «El Presidente de la República viene a ser en nuestra constitución, como el Sol que, firme en su centro, da vida al Universo. Esta suprema autoridad debe ser perpetua; porque en los sistemas sin jerarquías se necesita más que en otros un punto fijo alrededor del cual giren los magistrados y los ciudadanos: los hombres y las cosas»; y que para evitar la tiranía «está privado de todas las influencias: no nombra los magistrados, los jueces, ni las dignidades eclesiásticas por pequeñas que sean. Esta disminución de poder no la ha sufrido todavía ningún Gobierno bien constituido; ella añade trabas sobre trabas a la autoridad de un jefe que hallará siempre a todo el pueblo dominado por los que ejercen las funciones más importantes de la sociedad. Los sacerdotes mandan en las conciencias; los jueces, en la propiedad, el honor y la vida; y los magistrados en todos los actos públicos. No debiendo éstos sino al pueblo sus dignidades, su gloria y su fortuna, no puede el Presidente esperar complicarlos en sus miras ambiciosas. Si a esta consideración se agregan las que naturalmente nacen de las oposiciones generales que encuentra un Gobierno democratico en todos los momentos de su administración, parece que hay derecho para estar cierto de que la usurpación del Poder Público dista más de este Gobierno que de otro ninguno».
El proyecto político propuesto por el Libertador en Bolivia era, a fin de cuentas, una combinación de elementos entre Antiguo Régimen y el orden republicano. Bolívar sintetizaba con exactitud su pensamiento en una carta al general Páez de la siguiente forma:
Yo creo que el nuevo gobierno que se dé a la República debe estar fundado sobre nuestras costumbres, sobre nuestra religión y sobre nuestras inclinaciones, y últimamente, sobre nuestro origen y sobre nuestra historia. La legislación de Colombia no ha tenido efecto saludable, porque ha consultado libros extranjeros, enteramente ajenos de nuestras cosas y de nuestros hechos. Por lo mismo, pues, el nuevo gobierno futuro no debe ser otro que el que asegure nuestros derechos individuales y la perpetuidad del orden social actual, pues es imposible, como Vd. me ha dicho antes de ahora, que nuestra situación se mejore si no le damos al estado un sistema permanente, sobre el cual cuenten los ciudadanos como la base de sus operaciones privadas.
[…]
Para que un pueblo sea libre debe tener un gobierno fuerte, que posea medios suficientes para librarlo de la anarquía popular y del abuso de los grandes. Del contrapeso de estos dos cuerpos resulta el equilibrio social, la libertad de todos y la estabilidad del Gobierno.33
El resto de instituciones del Código boliviano serían las mismas que Bolívar dijo en su Discurso frente al Congreso de Angostura.
La Constitución ideada por Bolívar para la República de Bolivia ha recibido muchos comentarios y análisis. Decía sobre ella Antonio Leocadio Guzmán:
Esta no es sólo la Constitución de Bolivia, no es sólo una Constitución, sino el resumen de todo lo bueno que los hombres han sabido en la ciencia de gobierno, y el germen de una felicidad inmensa que se desarrollará en medio de las sociedades que tengan la dicha de adoptarla.34
Nótese como Leocadio Guzmán, futuro jefe del Partido Liberal de Venezuela, encomia sin reparo hasta las partes no democráticas, como la Presidencia Vitalicia, del proyecto político de Bolívar. Como sociólogo, el doctor José Gil Fortoul sabía que las constituciones no son obras artificiales, que ellas se hacen a sí mismas porque no son sino expresiones del instinto político de cada pueblo en un momento dado de su evolución; y que por sobre los preceptos escritos existe un derecho consuetudinario que se impone fatalmente, a despecho, de los ideólogos fabricantes de constituciones, definitivamente condenados por la ciencia positiva. He ahí la esencia de la Constitución boliviana, puesto que se trataba de una obra de la naturaleza, fundada sobre los hechos positivos, la sociología orgánica y la tradición política española; muy a contrario de lo que eran el resto de constituciones dictadas en el pasado, escritas por teóricos insufribles, y las que —desgraciadamente— el porvenir arrojaría sobre el continente.
Pero el mejor análisis sobre la Constitución boliviana es, a nuestro juicio, el realizado por don Laureano Vallenilla Lanz.
El principio Boliviano —dice— ha sido en toda la América española un canon invariable de la constitución efectiva. El presidente “boliviano” se ha impuesto a despecho de los ideólogos cuyo empeño en trasplantar instituciones extrañas ha sido siempre funesto para la tranquilidad, la prosperidad y la evolución nacionalista y civilizada de estos pueblos.35
No nos sorprende, pues, que algunos con mucha inteligencia y precisión, se refieran al Código de Bolívar como una ley universal, producto del devenir histórico o de la patente de hechos históricos. Don Laureano continúa explicando: «En Venezuela, como en toda la América española, la historia comprueba que la Ley Boliviana, adaptada a los diversos medios, es la única que hubiera podido prevalecer con provecho para la estabilidad política, el desarrollo social y económico y la consolidación del sentimiento nacional, si los ideólogos no le hubieran opuesto sistemáticamente los principios anárquicos que han legitimado en cierto modo las ambiciones de unos y los impulsos desordenados de los otros», dando bandera a las revoluciones y perpetuando, junto con la anarquía, el requerimiento del Gendarme necesario; y «sin embargo, esa Ley se ha cumplido en casi todos los países».36 Finaliza con un comentario que resume perfectamente el sistema bolivariano y todo lo que hemos venido explicando hasta ahora:
El genio penetrante del Libertador —dice— solicitó en su Constitución Boliviana, en una Monarquía sin corona, someter a una ley, sistematizar un hecho rigurosamente científico, necesario y fatal como todo fenómeno sociológico, instituyendo su Presidente vitalicio con la facultad de elegir el sucesor. La historia de todas las naciones hispanoamericanas en cien años (ahora doscientos) de turbulencias y autocracias, es la comprobación más elocuente del cumplimiento de aquella ley por encima y a despecho de todos los preceptos contrarios escritos en las constituciones.37
Monarquía sin corona resulta un buen término para referirse al sistema bolivariano, que no debe confundirse con las Monarquías absolutas europeas, ya que aunque ambos sistemas abogaban por el presidencialismo, el de Bolívar tenía la esencia republicana.
La concepción bolivariana de la Presidencia Vitalicia sólo puede apreciarse debidamente cuando se la sitúa en su verdadera perspectiva histórica; entonces es fácil descubrir, en el Ejecutivo, el instrumento imaginado por Bolívar para realizar una Independencia sin revolución, un Gobierno fuerte, eficiente y aristocrático; una organización continental estable, un sistema capaz de absorver los cambios en una evolución armónica, sin sacudidas demasiado fuertes; sin permitir el desborde disociador de los regionalismos, de esas pasiones anárquicas de los doctrinarios exaltados que desnaturalizan las causas políticas más nobles, y los caudillos indomables. Si la inteligencia hispanoamericana no comprendió las ideas de Bolívar sobre el Estado, ello se debió, en gran parte, a la actitud subalterna de esa inteligencia frente a las ideas políticas europeas.
Como estaba de moda identificar el espíritu liberal con el completo debilitamiento del Estado, faltó en ese momento decisivo la capacidad para comprender que el carácter liberal o conservador de un tipo de organización política no puede definirse en función de la debilidad o fortaleza del Estado, sino de acuerdo con los objetivos que dicho Estado se propone conseguir. Y si bien es correcto analizar las ideas del Libertador en su verdadera perspectiva histórica, pero al contrario de lo que suelen afirmar algunos «historiadores», no se trataba de un simple «hombre de su tiempo» —que lo pudo haber sido, claro está, en los usos y en las costumbres—, sino sobretodo, de alguien que quiso adelantarse a su tiempo, postulando las soluciones que solventarían los males que condenarían a la región. Sólo el tiempo le ha podido dar la razón a Bolívar, puesto que los males que tanto combatió, todavía en nuestros días siguen haciendo de Hispanoamérica, un fracaso.
A manera de conclusión
Fue Aristóteles el primer hombre en considerar al Gobierno como una obra de la naturaleza, o como la resultante del crecimiento natural de la sociedad, concepto que llegó a ser completamente olvidado; y es ahora, en estos últimos tiempos, como reacción a todo un largo período de sofismas inspirados en teorías funestas para el desarrollo de las naciones, cuando la opinión de Aristóteles vuelve a prevalecer sobre una base científica positiva. Por este motivo es que resulta admirable la ecuanimidad de ideas y principios de Simón Bolívar. Emancipado de los prejuicios de su época, cuando todavía los discípulos de Rousseau creían que «hacer un pueblo era lo mismo que fabricar una cerradura», y que «las sociedades eran en las manos de un legislador lo que la arcilla en las de un alfarero», Bolívar reveló desde su Manifiesto de Cartagena de 1812 el más profundo desdén por aquellos legisladores que, «lejos de consultar los códigos que podían enseñarles la ciencia práctica del Gobierno, seguían las máximas de los buenos visionarios, que imaginándose repúblicas aéreas procuraban alcanzar la perfección política, presumiendo la perfectibilidad del linaje humano».
Había mostrado en su profética Carta de Jamaica de 1815, mediante el conocimiento positivo, su experiencia y las antiguas lecturas; un análisis acertado de las distintas naciones hispanoamericanas —donde había previsto la existencia de su tan apasionante proyecto de Colombia—, que nunca renegó de ese lazo que nos unía a la Madre Patria porque «todo lo que formaba nuestra esperanza nos venía de España»; y explicaba la naturaleza intestina del conflicto en la Costa Firme, sobre cómo aquel caos de la revolución había desembocado en una guerra civil entre conservadores y reformadores. Su intuición genial de sociólogo le hizo ver en Angostura en 1819 «que la excelencia de un Gobierno no consiste en su teoría, ni en su mecanismo, sino en ser apropiado a la naturaleza y al carácter de la nación para quien se instituye, y que el sistema de Gobierno más perfecto es aquel que produce mayor suma de felicidad posible, mayor suma de seguridad social y mayor suma de estabilidad política»; que sería la base de su Constitución que diseñó para Bolívia en 1826 y había proyectado para el resto de naciones libertadas por él.
Cuando recomendaba a los legisladores estudiar la composición étnica de nuestro pueblo, de igual modo que pudiese haberlo hecho cualquiera de nuestros grandes sociólogos, que consideraran las leyes de la herencia como uno de los factores de mayor cuenta en la Constitución y en el desenvolvimiento de las sociedades, y por consiguiente en los instintos políticos que sirven de base a las instituciones efectivas. Por eso el Libertador hablaba de la influencia que, necesariamente, debían tener en la Constitución: la raza, el clima, el medio físico y telúrico, la situación geográfica, la extensión territorial, el género de vida, y como complemento de esos factores primordiales: la religión, las inclinaciones (instintos y tendencias), la densidad de población, el comercio, las costumbres y cuantos rasgos especiales obran, en cierto modo, automáticamente en la existencia y en el destino de las naciones. Fijémonos en cómo el Libertador consideraba las revoluciones como fenómenos sociales —o naturales, según se quiera ver—. Entre sus varias impresiones cuando pisó su cidad natal, Caracas, después de la batalla de Carabobo, y que se las haría llegar a su tío Esteban Palacios en una correspondencia conocida, encontramos afirmaciones de gran valor para nosotros:
Los vivientes han desaparecido; las obras de los hombres, las casas de Dios, y hasta los campos han sentido el estrago formidable del estremecimiento de la naturaleza.38
Y lo cierto es, aunque a muchos pueda sorprenderles, que «el primer pensador —dice Blanco Fombona— que consideró las revoluciones como simples fenómenos sociales, no fue Comte, ni Bukle, ni Spencer, ni Taine. Fue Simón Bolívar».39 Vemos, pues, en Simón Bolívar, no solamente el precursor de la sociología en Hispanoamérica, sino también al pionero del positivismo venezolano, al cual nosotros nos referimos como sociología orgánica,40 llevando a la praxis los conceptos que un siglo más tarde aparecerían de la mano de Laureano Vallenilla Lanz, José Gil Fortoul y Pedro Manuel Arcaya, por nombrar a las personalidades más prominentes en esta área de estudio.
Pero lo más fascinante es que esa ecuanimidad de ideas y principios no provenía de un apego servil a ninguna doctrina, a ninguna teoría especulativa de gobierno.
Bolívar —llegó a decir un detractor suyo— era además muy español, y como tal, iba directamente a la naturaleza en busca de ideas, sin fiarse de ningún otro cerebro que el suyo para procurárselas. Son los pueblos españoles como bosques en los cuales cada árbol se yergue sobre su propio terreno y se nutre de la tierra por sus raíces propias; no como otras naciones, que más parecen ríos en que la tradición fluye suavemente de generación en generación. El español, por tanto, toma la vida desde abajo más que desde atrás, en su propio ser profundo más que en la tradición de los seres de antaño; de modo que en ideas y cultura todo español comienza por el principio. Así Bolívar. Y por lo tanto, sin excluir la influencia de las ideas suspensas, por decirlo así, en el ambiente de la época, tengamos por cierto que la influencia más grande ejercida sobre el pensamiento de Bolívar fue la del propio Bolívar.41
La firmeza de sus ideas se fundaba en causas verdaderas, en hechos tangibles observados con una amplísima libertad de criterio, que debía acarrearle la impopularidad entre los hombres con una ceguera natural y definitiva, y que habían llegado a decretar la felicidad y la virtud creyendo, desgraciadamente, en la panacea de las constituciones. Las convicciones de Bolívar eran absolutamente opuestas; y por esa causa fue original en el Gobierno que había diseñado. Juzgaba muy distinto a quienes creían, muy sinceramente, que sólo en el implantamiento de las más avanzadas teorías liberales y democráticas, puede fundarse y apoyarse el engrandecimiento de nuestras nacionalidades; y siempre que se hable de la funesta influencia de aquellas ideas, debemos recordar al Libertador, quien vio claro en medio de la confusión qué producían en el cerebro de los doctrinarios las teorías del jacobinismo francés:
La influencia de la civilización produce una indigestión en nuestros espíritus que no tienen bastantes fuerzas para masticar el alimento nutritivo de la libertad. Lo mismo que debiera salvarnos nos hará sucumbir. Las doctrinas más puras y más perfectas, son las que envenenan nuestra existencia.42
De esta manera, dio Venezuela al mundo uno de los hombres, encarnando el alma máxima hispana, más brillantes que jamás se hayan visto. Es misión de la generación presente reconocerlo y defenderlo.
«Así, el verdadero espíritu positivo consiste, ante todo, en ver para prever, en estudiar lo que es, a fin de concluir de ello lo que será, según el dogma general de la invariabilidad de las leyes naturales».
—Augusto Comte, Discour sur l’espirit positif, 1844
Augusto Mijares, El Libertador (Caracas, 1987), p. 238.
«Memoria dirigida a los ciudadanos de la Nueva Granada por un Caraqueño», Proclamas y Discursos del Libertador, compilados por Vicente Lecuna (Caracas, 1939), pp. 11-22.
Mijares, El Libertador, p. 238.
Felipe Larrazábal, Vida del Libertador Simón Bolívar, 2 vols. (Madrid, 1918), I, p. 149, en nota al pie de página.
Tomás Polanco Alcántara, Simón Bolívar (Caracas, 1994), p. 375.
«Carta a un caballero que tomaba gran interés en la causa republicana de la América del Sur», Rufino Blanco-Fombona, Cartas de Bolívar: 1799-1822 (París, 1912), pp. 131-52.
Nosotros cuando hablamos de reaccionario no nos referimos a la acepción original de la palabra, pues es evidente que Bolívar jamás fue un defensor del antiguo régimen. En este caso, entendemos por reaccionario a la persona que manifiesta una posición anti-liberal, algo que se ajusta a la acepción contemporánea de la palabra.
Cartas del Libertador, compiladas por Vicente Lecuna, 10 vols. (Caracas, 1929-30), I, p. 257.
Daniel Florencio O’Leary, Memorias del General O’Leary, 32 vols. (Caracas, 1879-88), XVII, p. 570. Hay quienes observan en el Tratado sobre la Regularización de la Guerra un precedente del Derecho Internacional Humanitario.
Mijares, El Libertador, p. 287.
Cartas del Libertador, II, p. 157.
«Discurso pronunciado por el Libertador ante el Congreso de Angostura el 15 de febrero de 1819, día de su instalación», Proclamas y Discursos, pp. 202-35.
No todos los historiadores coinciden con esta interpretación; cf. Laureano Vallenilla Lanz, Disgregación e integración: Ensayo sobre la formación de la nacionalidad venezolana (Caracas, 1930), pp. XXXII-XLI.
Ibid., p. 225.
Laureano Vallenilla Lanz, El Libertador juzgado por los miopes (Caracas, 1914), p. 10.
Cartas del Libertador, II, p. 336.
O’Leary, Memorias, X, p. 148.
Indalecio Liévano Aguirre, Bolívar (Bogotá, 1983), p. 423.
Daniel Florencio O’Leary, Narración, 3 vols. (Caracas, 1883), II, pp. 396-97.
«Discurso del Libertador al Congreso Constituyente de Bolivia», Proclamas y Discursos, pp. 322-35.
Liévano Aguirre, Bolívar, p. 424.
Proclamas y Discursos, p. 214.
Luis Perú de Lacroix, Diario de Bucaramanga (Caracas, 2009), pp. 144-45.
Archivo Santander, 17 vols. (Bogotá, 1913), XIII, p. 257. La carta, fechada por error en este volumen para el 27 de octubre, fue redactada el 27 de noviembre de 1825.
José Gil Fortoul, Historia Constitucional de Venezuela, 3 vols. (Caracas, 1964), II, pág. 625.
Caracciolo Parra-Pérez, «Ideas religiosas y filosóficas de Bolívar», en Páginas de historia y de polémica (Caracas, 2018), pp. 253-54.
José Félix Blanco y Ramón Azpurúa, eds., Documentos para la historia de la vida pública del Libertador, 14 vols. (Caracas, 1875-78), XIII, p. 143.
Ibid., XIII, p. 183.
Pedro Manuel Arcaya realizó un estudio maravilloso sobre la psicología del Libertador donde puede leerse, de forma ampliada, lo expresado en esta parte; véase «Bolívar», en Estudios sobre personajes y hechos de la historia venezolana (Caracas, 1911), pp. 9-29. Puede consultarse a Rufino Blanco Fombona, quien también desarrolló trabajos similares sobre esta temática; véase «El espíritu de Bolívar», en Bolívar, 3 vols. (Caracas, 1984), I, pp. 217 y ss.
Rufino Blanco-Fombona, «La evolución política y social de Hispanoamérica», en Ensayos Históricos (Caracas, 1981), p. 175.
Gil Fortoul, Historia Constitucional de Venezuela, I, p. 500.
Liévano Aguirre, Bolívar, p. 428.
Manuel Pérez Vila, ed., Doctrina del Libertador (Caracas, 1979), pp. 268-70.
Antonio Leocadio Guzmán, Ojeada al proyecto de Constitución que el Libertador ha presentado a la República Bolívar (Lima, 1826), p. 4.
Laureano Vallenilla Lanz, «Cesarismo Democrático», Cesarismo Democrático y otros textos, p. 112.
Ibid., pp. 113-14.
Ibid., p. 125.
Blanco y Azpurúa, Documentos, X, p. 45.
Rufino Blanco-Fombona, «Bolívar, el General San Martín, el pobre Mitre, la República argentina y la América del Sur… y además, D. José Ingenieros», en Ensayos Históricos, p. 294.
Hablamos de sociología orgánica porque lo que se conoció en Venezuela como «positivismo» fue, ante todo, un método conveniente de análisis adoptado por una élite intelectual, que ayudaba a contestar ciertas preguntas, muy concretas, que los miembros de esa élite se estaban formulando en torno a Venezuela, su pasado y su porvenir; cosa distinta al positivismo que, en Europa, fue y sigue siendo una filosofía. De modo tal que este conjunto de ideas, elaborado a partir de una reflexión sobre la historia y la sociedad venezolanas en un momento determinado de su evolución, propone, a través de su reflexión sobre la modernidad, un modelo teórico de análisis y de acción política. Las ideas de Comte, Taine, Spencer, Le Bon, Langlois, Seignobos, Demolins, Renan, Durkheim, Bouglé, y demás pensadores, adquirieron al pisar nuestro suelo una morfología propia, y por lo tanto, originalidad; por lo que si bien esta corriente de pensamiento se denomine con el mismo nombre que en Europa o Estados Unidos, el positivismo en Venezuela ha sido un pensamiento político propio y original, dedicado exclusivamente a menesteres del acontecer venezolano. Véase Arturo Sosa, «El pensamiento político positivista y el gomecismo», en Los pensadores positivistas y el gomecismo, 3 vols. (Caracas, 1983), I, pp. XI-XLIII; Nikita Harwich Vallenilla en el prólogo de Cesarismo Democrático y otros textos, pp. IX-XXXVI.
Salvador de Madariaga, Bolívar, 2 vols. (Santo Domingo, 1979), I, pp. 175-76.
O’Leary, Memorias, XXXI, p. 23.