La Independencia de Venezuela, y en general la de las distintas naciones hispanoamericanas, es un tema que despierta muchas pasiones, y, últimamente, muchas discusiones. La génesis de este acontecimiento tan importante se ha venido encasillando —o se le ha querido encasillar, mejor dicho— dentro de dos grandes tendencias o modos históricos: la leyenda negra y la leyenda rosa. La primera, sostenida por indigenistas, afirma que la Independencia fue la consecuencia de trescientos años de opresión y esclavitud; la segunda, sostenida por los que a estas alturas todavía delirian con el Imperio español, dice que la Independencia fue la traición de unas personas y la preferencia de éstas hacia Inglaterra. Pero pasa, señores, que la historia no se puede dividir en dos tendencias; nada más lejos de la realidad, ambas son perniciosas y dañinas para la sociedad misma.
La realidad histórica es mucho más compleja y amplia que dos nociones simplistas de la misma, que ignoran a conveniencia sucesos que derrumban sus falsas premisas. Sólo a través de los hechos positivos, constituidos en sociología orgánica, es que podemos desentrañar y explicar los móviles más profundos de ese mecanismo al cual debemos todos nuestra conciencia histórica como nexo unificador. Este artículo es un breve resumen acerca de los sucesos reales que terminarían desembocando en la Independencia de nuestro país.
El origen de la conciencia nacional
No puede entenderse la génesis de la Independencia sin observar primero que los elementos necesarios para la misma fueron heredados de la misma España. Francisco Depons, quien fue un agente del gobierno francés en Caracas de 1801 a 1804, analizó con mucha sagacidad el sistema colonizador español, y señalaba, en comparación con el sistema seguido por otros imperios, esta diferencia esencial: que España formó en América verdaderas naciones con todos los elementos necesarios para su propia evolución, mientras que «la base del sistema de Francia, por ejemplo, ha consistido en que criollos y europeos consideren las colonias como morada transitoria, adonde sólo se va por el deseo de enriquecerse, y de donde debe salirse en cuanto se logre este objeto».1
Por algo el Libertador en su célebre Carta de Jamaica decía: «El hábito a la obediencia; un comercio de intereses, de luces, de religión; una recíproca benevolencia; una tierna solicitud por la cuna y la gloria de nuestros padres; en fin, todo lo que formaba nuestra esperanza nos venía de España».2 Resulta imprescindible este aspecto, puesto que desde el momento en que los primeros colonizadores españoles pisaron el Nuevo Mundo, la tierra los absorbió, los reconoció como sus legítimos habitantes y se hicieron americanos, y la América se hizo hispana, empezó a crearse en aquellos hombres un sentimiento identitario, una conciencia nacional propia que, necesariamente, los haría diferenciarse progresivamente de la Metrópoli. Los hombres, como bien dijo un escritor español, no pueden tomar posesión de la tierra sin que la tierra tome posesión de los hombres.
A lo largo de la vida colonial, se pueden observar varios momentos en los que reluce aquella conciencia nacional en formación. A inicios del siglo XVII, cuando la gobernación de la Provincia quedaba vacante, los alcaldes de Caracas habían obtenido el privilegio de gobernarla. Tal oportunidad sólo podía presentarse en las raras ocasiones en las que el Gobernador fallecía repentinamente mientras su reemplazo llegaba de la península; pero los caraqueños encontraban la manera de ampliar aquella prerrogativa, no sólo enfrentándose encarnizadamente con las autoridades españolas cuando el nombramiento del Gobernador pudiera parecer viciado, sino procediendo también a «desmontar» de su cargo a los gobernadores que por un motivo u otro se hacían odiosos.
En abril de 1623, muere el gobernador don Juan Tribiño Guillamas, y se encargaron del gobierno los alcaldes ordinarios; pero cinco meses más tarde se presentó don Diego Gil de la Sierpe con el nombramiento de Gobernador interino, expedido por la Real Audiencia de Santo Domingo. Se desconoció así el derecho que tenían los alcaldes, y Gil de la Sierpe agrava esta violación cometiendo tropelías desde su misma llegada a la Provincia. Veamos cómo procedió el Cabildo, según el cronista Blas José Terrero, quien no simpatizaba, por cierto, con el ánimo levantisco de los criollos:
Era el interés el dominante de este hombre [Gil de la Sierpe] que precipitándolo en varios excesos lo hizo en breve tiempo odioso a la ciudad de Coro. Pasa de aquí a la de Caracas, y con él al mismo tiempo la noticia y el ejemplar de su carácter. Nombra por su Teniente General de Gobernador a Nicolás de Peñaloza, en virtud del título que le despachó el día 25 de diciembre, y hácelo recibir en el cabildo que presidió él mismo, el día 27 del mismo mes y año. Nada se asomaba hasta este día en el semblante de sus capitulares que pudiera hacer entrar en cuidado; a lo menos, si había algún artificio secreto, el Cabildo usó aquí de un prodigioso disimulo, supuesto que al cuarto día, que era el 31, estaba ya depuesto del gobierno, preso y mandado pregonar para que ninguno de cualquiera calidad que fuese lo tuviera por tal Gobernador ni Capitán General. . .3
En 1703, el Gobernador don Nicolás Eugenio de Ponte da muestras de enajenación mental y es declarado incapaz; pero el jefe de las armas, don Juan Félix de Villegas, se opone a que los alcaldes asuman el gobierno y les impone una consulta a la Audiencia de Santo Domingo. Nombra la Audiencia Capitán General interino a don Francisco de Berroterán, Marqués del Valle de Santiago, no acepta éste, y entonces el Ayuntamiento se acoge a su derecho y pone a los alcaldes en posesión del gobierno. Trata Villegas de resistir una vez más, y como los capitulares se mantienen firmes, cree que puede recurrir a la fuerza y da orden a su guardia de no obedecer a los alcaldes; pero éstos alzan sin vacilar el estandarte real, y clamando en la plaza pública: «¡Traición, traición, favor al Rey!», reúnen a sus parciales, se hacen seguir por el pueblo y obligan a Villegas a renunciar su mando militar y a reconocer la autoridad del Cabildo.
A veces, hasta la propia voluntad del Monarca se eludía con subterfugios legales o era francamente desobedecida. Así sucedió en 1725, cuando el Obispo de Caracas recibió órdenes del Rey para que se reconociera de nuevo al Capitán General Portales, separado del gobierno por el Cabildo; éste insistió en la deposición del Gobernador y «despachó hacia Valencia ochocientos hombres de tropa —dice Depons—, con orden de aprehender a Portales y conducirlo a la capital».4 Casos semejantes se llegaron a repetir muchas veces, y según el mismo cronista Terrero, llegaron a ser «demasiadamente diestros los Alcaldes en el asunto de apear Gobernadores». Se mostraban de esa manera nuestras primeras manifestaciones de un sentimiento autonomista.
No por nada Depons al comparar a los criollos con los peninsulares decía: «Si la competencia se mantuviera en el terreno de los conocimientos adquiridos, indudablemente los Criollos llevarían la ventaja, pues, en general, los venidos de España encuentran en el país gente que los supera en cultura».5 Obsérvese cómo el agente francés ya hablaba, varios años antes de la Independencia, de dos países distintos. Uno de los elementos sociológicos que aparecen con más frecuencia en la formación de la conciencia nacional, durante el régimen español, eran los enlaces que tenían los criollos con los fundadores de la Colonia; los que así estaban ligados al trabajo y penalidades de los primeros conquistadores, se sentían por ello legítimos dueños del país.
Dice Augusto Mijares que, «apoyados en este sentimiento, los venezolanos, lejos de sentirse inferiores a los españoles que llegaban de la Metrópoli, los miraban con desdén, como intrusos que era preciso mantener a raya. En esto no excluían ni a los más altos funcionarios, y era un estado de ánimo en el que llegaron a participar hasta las llamadas clases inferiores».6 Producto de las mejores tradiciones españolas, destruidas en la Metrópoli por aquella decadencia o crisis de la hispanidad,7 y ahora, con nuevo vigor en la América española, tienen mucho sabor algunos de los episodios en que los criollos se defienden del despotismo.
El acontecimiento más importante en Venezuela en el siglo XVIII, en el cual se manifiesta ya un decidido sentimiento nacionalista, fue la oposición que durante cincuenta años hicieron los criollos a la Compañía Guipuzcoana, hasta verla desaparecer, entre los cuales figuraban el padre de Miranda y el padre de Bolívar.8 Había establecido el Rey aquella empresa de negociantes vascos con el objeto de facilitar la comunicación directa de la Provincia con España y acabar con el contrabando; a cambio de lo cual se concedió a la Compañía el monopolio del comercio con Venezuela y otras ventajas de orden económico. Pero muy pronto la Guipuzcoana comenzó a usurpar atribuciones políticas, y sobornando o intimidando a los gobernadores —o haciendo destituir a los que no se le sometían, pues también los hubo que dieron ejemplo de honestidad y firmeza—, llegó a ejercer una verdadera tiranía.
Las decisiones más importantes del gobierno las dictaban a los funcionarios peninsulares los Factores de la Compañía; según la voluntad e intereses de éstos eran nombrados los Tenientes Justicias de cada pueblo, y estos funcionarios oprimían a los vecinos de su jurisdicción con impuestos y atropellos; la Compañía compraba a precios viles los productos venezolanos de exportación y exageraba caprichosamente el valor de las mercancías que traía de España; finalmente, como ni aun así podía abastecer adecuadamente a la Provincia, ella misma ejercía el contrabando que estaba obligada a erradicar, y en Caracas existía, dicen los documentos, «una tienda que públicamente y con notorio escándalo llamaban de Curazao».9
Tales fueron algunas de las quejas que, acompañadas de abultados expedientes, elevaron al Rey los ofendidos criollos. Al mismo tiempo numerosos motines —que en realidad eran verdaderas sublevaciones— estallaron sucesivamente en varios pueblos, siendo los más importantes los movimientos contra la Compañía acaudillados en 1749 y 1751 por don Juan Francisco de León. Seguido de un ejército popular —pues así podían considerarse, dada la escasa población del país, los ochocientos hombres que reunió durante los primeros días del levantamiento— salido de Panaquire, ocupó a Caracas, obtuvo el apoyo del Cabildo y de los principales vecinos, que reunidos a voz de pregonero se pronunciaron contra la Compañía; y aunque por su inexperiencia y la artería del Gobernador, consintió en disolver sus fuerzas y finalmente fracasó en una tercera tentativa, dejó toda la Provincia «alborotada y libertosa», según la expresión que usó uno de los jueces del proceso.
Alborotada y libertosa no parece expresión de un juez, sino un ensayo de proclama. Venezuela estrenaba sus primeras palabras emancipadoras. En palabras de Vicente Lecuna, «el monopolio del comercio sostenido hasta el fin de su dominación por el Gobierno Español, fue una de las grandes causas que agitaron a los criollos víctimas de sus consecuencias»; y agrega que «reinaba la convicción de que el Gobierno de Madrid era incapaz de establecer una administración favorable al desarrollo intenso de sus posesiones americanas».10 Nuestro ilustre Arístides Rojas, por otro lado, también lo deja bastante claro: «Es en los días de 1710 a 1752, a los veinte años de haberse instalado en Caracas aquel poder absoluto [la Guipuzcoana], donde tropezaremos con la cuna de nuestra emancipación política, la primera palpitación y los primeros indicios de la tempestad que debía estallar sesenta años más tarde».11
Por primera vez también se unían todas las clases sociales en un propósito común; a Juan Francisco de León lo seguían muchos canarios, blancos de ojos azules —como él—, pero también bastante gente «de color quebrado», según asientan los escribanos. Juan Francisco decía proceder en nombre de los vecinos y naturales de Caracas y su Provincia, convocando a las personas nobles y plebeyas.12 Y cuando aquella masa heterogénea de más de 700 personas, el día 19 de abril de 1749, se encuentra a las puertas de la ciudad con los miembros del Ayuntamiento y los principales vecinos,13 se sabe muy bien que aunque éstos van aparentemente a apaciguar semejante «sublevación», en realidad están dispuestos a respaldarla.
Y en efecto, «reunida la asamblea —narra José Gil Fortoul— el 22 de abril, bajo la presidencia de los alcaldes Miguel Blanco Uribe y Nicolás de Ponte, y con asistencia de los más ricos propietarios, [. . .] acuerda por unanimidad que la Compañía es perjudicial a la Provincia y al Tesoro Real; entre otras cosas, porque no trae suficientes productos de España, ni compra en cantidad suficiente productos venezolanos, y porque al propio tiempo que ha subido el precio de las mercancías españolas, ha bajado el de los frutos venezolanos».14
Sorprende ver cómo, semejante a la amplitud social del movimiento, fue su extensión geográfica: hasta Maracaibo, extremo occidental de lo que sería después la República de Venezuela, llegó la agitación de los Cabildos; y en el centro del país, no fueron solamente los pueblos donde podía tener influencia De León los que se movieron, y Caracas, que había sido el foco de la oposición; también los poblados valles de Aragua se levantaron y sus milicias marcharon sobre la capital, acaudillados por el Maestre de Campo don Gaspar de Córdova y su hermano el Sargento. Mayor don Lorenzo de Córdova.
Estos dos jefes —narra Augusto Mijares—, a la cabeza de las mismas milicias, habían defendido a Puerto Cabello contra los ingleses el año 1743; así como fue don Mateo Gual, también venezolano, el que detuvo en La Guaira otro intento de invasión de los mismos ingleses. Ambos hechos habían sido silenciados para darle la gloria de aquellas acciones al Gobernador español, «de donde le resultó el título de Excelentísimo a don Gabriel José de Zuloaga sin haberlo merecido», dicen los expedientes de la época. El padre Terrero, cronista contemporáneo de aquellos sucesos, elogia con entusiasmo a los hermanos Córdova, «jefes a cuyo valor y esfuerzos debía S. M. la defensa milagrosa que poco antes se había hecho de Puerto Cabello contra los ingleses», y se indigna de que el premio de estas hazañas fuera remitirlos presos a España por su participación en la revuelta contra la Guipuzcoana.15
Podía, pues, observarse ya en Venezuela un verdadero nacionalismo, esencialmente criollo y de doble acción: contra el invasor extranjero y, al mismo tiempo, contra las usurpaciones de los gobernantes metropolitanos.
Hay que considerar que las rebeliones de 1749 y 1751 no fueron sino un episodio dentro de una vasta conmoción que durante cincuenta años agitó a Venezuela. Una lucha cívica ininterrumpida se desarrolla en esos años paralelamente a motines e insurrecciones; la madurez política y el sentido nacionalista que van adquiriendo los criollos se manifiestan evidentemente. De esa forma, por ejemplo, entre los arbitrios que usaron para agitar la opinión pública y lograr que ésta fuera escuchada, obtuvieron en 1733 los caraqueños que el Gobernador consultara a las «demás ciudades y villas de la provincia [. . .] para que expresasen si convenía o no el establecimiento de dicha Real Compañía». La consulta, naturalmente, resultó adversa a la Guipuzcoana, pero la documentación correspondiente —de manera muy conveniente— «se extravió» poco después en manos de los gobernadores afectos a la Compañía.
Sin embargo, lejos de desalentar esto a los criollos, les dio pie para pedir en 1750 que «se librara un despacho circular a los Cabildos de las ciudades y personas que concurrieron a las juntas que para el efecto se hicieron, para que nombren en Caracas persona apoderada que concurra al Tribunal en el curso del juicio que se tenía instaurado». Resultan interesantísimos los pormenores que surgen aquí y allá en las actas y testimonios del proceso. Don Nicolás de León, hijo de don Juan Francisco, y fundador él mismo del pueblo llamado El Guapo, escribe a uno de sus seguidores: «Pues ya ve Vuestra Merced que nos toca de obligación el defender nuestra patria, porque si no la defendemos seremos esclavos de todos ellos». Ellos, distinción agresiva en la cual está implícito el nosotros, muestra la conciencia de una nacionalidad.
Todo este fenómeno sociológico venía acompañado —o impulsado— bajo la necesidad que tenían los criollos de buscar por sí mismos, con ardor y sagacidad, aquello que la Metrópoli no podía darles. La enseñanza oficial era escasa y rutinaria; nuestro historiador Baralt asienta, por una parte y con natural asombro, que «en Venezuela no existió nunca una clase donde se enseñara la historia de España y su literatura», pero enseguida advierte que «las primeras ideas de los naturales acerca de las humanidades las aprendieron [los criollos] en libros extranjeros» y «los nombres de Racine, Corneille, Voltaire y otros insignes autores franceses fueron conocidos y ensalzados primero que los de Lope de Vega, Calderón, Garcilaso, Granada, León, Mariana y tantos otros príncipes de la literatura castellana»;16 lo cual, necesariamente, debió actuar como catalizador en ese espíritu emancipador que venía naciendo.
Siguiendo el mismo orden de sucesos, la Universidad de Caracas fue renovada a fines del siglo XVIII, en numerosos puntos de crítica y de filosofía, por obra de un caraqueño, el padre Baltasar Marrero, que jamás había salido fuera de la Provincia y muy pocas veces fuera de Caracas.17
Asimismo, y sin auxilio de la Metrópoli, los caraqueños habían fundado una escuela de música que produjo compositores de alta calidad y tuvo, además, la feliz influencia de hacer fraternizar a todas las clases sociales de la Provincia. «Noté —observaba también Alejandro de Humboldt— en varias familias de Caracas gusto por la instrucción, conocimiento de las obras maestras de la literatura francesa e italiana, una decidida predilección por la música, que se cultiva con éxito y sirve, como siempre hace el cultivo de las bellas artes, para aproximar las diferentes clases de la sociedad».18 Y en efecto, el pueblo acogió con tanto fervor aquella iniciativa, que en el primer aniversario del 19 de abril de 1810, cinco orquestas populares de treinta ejecutantes cada una, contribuyeron a los festejos.
Humboldt quedó impresionado con el nivel cultural de los criollos con quienes compartió en Caracas, por su conocimiento de la cultura europea y su predilección a la política y a los oficios públicos, con un manejo perfecto de la lengua castellana. Pero observó en aquella élite colonial dos tendencias distintas, muy marcada una respecto a la otra, asociadas, sobre todo, a una diferencia de tipo generacional entre quienes componían aquella casta:
En Caracas existen, como dondequiera que se prepara un gran cambio en las ideas, dos categorías de hombres, pudiéramos decir, dos generaciones muy diversas. La una, que es al fin poco numerosa, conserva una viva adhesión a los antiguos usos, a la simplicidad de las costumbres, a la moderación en los deseos. Sólo vive ella en las imágenes del pasado: le parece que la América es propiedad de sus antepasados que la conquistaron; y porque detesta eso que llaman la ilustración del siglo, conserva con cuidado como una parte de su patrimonio sus prejuicios hereditarios. La otra, ocupándose menos aún del presente que del porvenir, posee una inclinación, irreflexiva a menudo, por hábitos e ideas nuevas. Y cuando esta inclinación se halla acompañada del amor por una instrucción sólida, cuando se refrena y dirige a merced de una razón fuerte e instruida, sus efectos resultan útiles para la sociedad.19
Entre los criollos de esa segunda generación de ideas, el sabio alemán llegó a conocer varios hombres distinguidos por su afición al estudio, la placidez de sus costumbres, y la elevación de sus sentimientos. Los criollos que realizarían la Independencia, nacieron el el primer grupo y se graduaron en el segundo.20 De manera tal que, como indica Gil Fortoul, «cuando comenzó el siglo XIX, a pesar del sistema español de trabas y aislamiento, y no obstante la tendencia conservadora de la Universidad de Caracas, se había ya constituído en Venezuela una clase social superior, por sus riquezas y por sus dotes intelectuales, la cual propendió naturalmente a predominar en el destino de la Colonia».21
La postura metropolitana
Eventualmente, la Metrópoli en su decadencia, gracias a la penetración del despotismo ilustrado, iba a sentirse alarmada frente al sentimiento autonomista de los criollos. Juan Francisco de León fue vencido y castigado con deportación a España y nota de infamia. La sentencia ordenaba que su casa fuera demolida «y que todo el suelo de ella sea regado y sembrado de sal, poniéndose en el territorio que correspondiere a la pared que cae a dicha plaza [la de la Candelaria], de modo que pueda de todos ser vista, una columna de piedra o de ladrillo de altura regular, y en ella una tarjeta de metal con inscripción en que se diga ser aquella justicia mandada por S. E. en nombre del Rey Nuestro Señor»; y en la tarjeta se reiteraba que era justicia del Rey «con Francisco de León, amo de esta casa, por pertinaz, rebelde y traidor a la Real Corona y por ello reo. Que se derribe y siembre de sal para perpetua memoria de su infamia».22
Poco después de aquellos sucesos en que el Cabildo de Caracas agitó los animos del pueblo contra el Gobernador Portales y el Obispo, fue creado el cargo de Teniente de Gobernador, con derecho para el que lo ejercía de asumir la autoridad suprema de la Provincia en caso de vacante, con lo cual se quitó a los alcaldes de la capital esta prerrogativa. Pero como no por eso abandonó el Ayuntamiento «el especioso pretexto y voluntario erróneo concepto de que los negocios e intereses del público están puestos a su cuidado», según acusación que le hacía el Intendente Ábalos, el gobierno de Madrid tomó nuevas medidas para limitar su actividad. Bajo esta finalidad fueron creados cuatro cargos de regidores supernumerarios para el Cabildo de Caracas, que serían nombrados directamente por el Monarca, y éste dispuso, además, que uno de los dos alcaldes debía escogerse siempre entre los españoles europeos.
Pera impedir, por otra parte, la erección de nuevos Cabildos, se evitó dar título de «ciudad» a las poblaciones, aunque por su desarrollo lo merecieran; y así, observa Humboldt que La Victoria sólo era legalmente un mero «pueblo», a pesar de que «con dificultad adopta uno la idea de un pueblo con 7.000 habitantes, hermosos edificios, una iglesia embellecida con columnas de orden dórico [no estaba aún terminada, y desde hacía cinco años se trabajaba en ella], y todos los recursos de la industria comercial».23 Otras medidas de la Metrópoli no fueron ya de simple recelo, sino de franca animadversión, como fue la de negar a los venezolanos en 1770 el establecimiento de una Real Audiencia. Dentro de ese recelo recíproco entre la Provincia y la Corte de Madrid, no es de extrañar que otras disposiciones reales de aquellos días agitaran la opinión pública en Venezuela.
Una de ellas fue el establecimiento de las Milicias de Pardos, con la necesaria consecuencia de que éstos lograrían vestir uniforme militar y comenzarían a romper por ese camino la separación de clases. Es bien sabido, en efecto, que los pardos no podían llevar espada, ni usar bastón, ni tener tapetes en la iglesia para arrodillarse, ni las mujeres cubrirse la cabeza con mantos, de donde vino el nombre de mantuanos con que se señalaba a las clases superiores. El ascenso repentino de aquella «gente inferior» a las galas y privilegios de la condición militar causó, pues, escándalo entre los que, por rutina o por temor, consideraban pernicioso cualquier cambio en la sociedad. El propio Capitán General informó al Ministerio sobre los inconvenientes de dar un mismo uniforme a los milicianos blancos y a los pardos, pues éstos, decía, pueden por su carácter «petulante y orgulloso» llegar hasta olvidar «la notabilísima diferencia que hay de un simple hombre blanco al más condecorado de ellos».24
Pero el gobierno metropolitano se iba a mostrar más radical. En 1795 se expidió una Real Cédula que se llamó de «Gracias al Sacar», según la cual, los pardos podían adquirir, mediante el pago de ciertas cantidades que minuciosamente se fijaban en un arancel expedido en 1801, con otra Real Cédula que ratificaba la primera, el distintivo de «Don» y hasta la declaración de hidalguía y limpieza de sangre.25 Dispensados de su condición, los pardos «quedarían habilitados entre otras cosas para los oficios de República propios de personas blancas, y vendrían a ocuparlos sin impedimento mezclándose, e igualándose con los blancos, y gentes principales y de mayor distinción en la República, en cuyo caso por no sufrir este sonrojo, no habría quien quisiese servir los oficios públicos».26
Verdadero furor causaron semejantes innovaciones; y las actas del Cabildo de Caracas, junto con sus representaciones al Rey contra aquellas medidas, asombran por sus argumentos. Según los nobles de Caracas, «aquella fuerte y poderosa oligarquía constituida en cabildo»,27 los pardos, «a más de este infame origen [el de la esclavitud] tienen también el torpe de la ilegitimidad», y reiteran «la inmensa distancia que separa a los Blancos y Pardos; la ventaja y superioridad de aquéllos y la bajeza y subordinación de éstos». Doloridos aún por el asunto de las milicias, los nobles recuerdan con alarma «que muchas veces, adornado un oficial de su uniforme, dragones y espada, con un poco de color en la cara, se usurpa obsequios equivocados que elevan su pensamiento a otros objetos más altos».
De acuerdo con las mismas invocaciones, los magistrados que venían de la Metrópoli eran acusados por «la protección abierta que escandalosamente prestan a los Mulatos, o Pardos, y toda gente vil para menoscabar la estimación de las familias antiguas, distinguidas y honradas»; y porque «han dejado correr la pluma sobre pueriles fundamentos y la superficie de las cosas pintando a V. M. muy distinto de lo que es en realidad el estado de la Provincia, el modo de pensar de las familias distinguidas y limpias, sin facultades e intereses, su total separación en el trato y comercio con los Mulatos o Pardos, la gravedad de la injuria que concibe una persona Blanca en que sólo se diga que roza con ellos o entra en sus casas, la imposibilidad de que ese concepto se borre aunque se interponga la Ley, el privilegio o la gracia».28
La aversión hacia toda esa «gente vil» por parte de los nobles de Caracas bien fue observada por Depons durante su estancia en la Provincia:
La palabra zambo significa en el país [Venezuela] lo mismo que libertino, perezoso, borracho, impostor, ladrón y hasta asesino. De diez crímenes [que se cometen], ocho son obra de la maldecida raza de los zambos. La inmoralidad es su elemento.29
Dicho sea de paso, estos cabildos reaccionarios de finales del siglo XVIII no sólo se vieron en Caracas; dicha actitud se repitió de igual forma o incluso con más vehemencia en las ciudades de Coro y Maracaibo.30 Pero en cualquier caso, si la actitud de los cabildantes parecía odiosa, no debemos creer que las reales cédulas anteriormente nombradas tenían algo de generosas. Eran, sencillamente, un desvergonzado remate de privilegios que, lejos de atenuar la distinción de las castas, la hacía más absurda y enconada. Sin embargo, es necesario recordar que aquel frenesí racista de los cabildos municipales se reflejaba en la alarma que había producido en todo el mundo el asesinato masivo de blancos, realizado poco antes por los llamados jacobinos negros en Santo Domingo.31
La Independencia sin declarar
La perplejidad y el entusiasmo se alternaban en los espíritus criollos, y en los acontecimientos no eran menores las contradicciones. Cuando la Revolución Francesa se convirtió en una orgía de sangre, y, por otra parte, la repercusión de aquellos extravíos desató en Santo Domingo una lucha racista devastadora, en Venezuela, el sentimiento nacionalista, que a mediados del siglo aparecía claramente revolucionario, cambió de rumbo. Es innegable la reacción conservadora de los venezolanos en el asunto de las milicias de pardos y en la oposición a la Real Cédula de «Gracias al Sacar». Todo esto tenía por base la alarma que habían causado los excesos de los «ateos y regicidas» que habían aparecido súbitamente detrás de los hermosos deseos de «Libertad, Igualdad y Fraternidad».
Un suceso más grave ocurriría y sería la gota que derramó el vaso. A mediados de julio de 1808 corrió en Caracas la noticia de la abdicación de Carlos IV y la renuncia de Fernando VII por las fuerzas napoleónicas. La turba popular se condensó en la puerta del Ayuntamiento bajo el grito de «¡Viva Fernando VII y muera Napoleón con todos sus franceses!», y aquel cuerpo organizó inmediatamente una solemne proclamación del «Rey legítimo», a lo que el Alférez se apresuró a hacer en las principales plazas y calles de la ciudad, a las voces de «¡Castilla, Castilla, Castilla, y Caracas, por el señor don Fernando VII y toda la descendencia de la Casa de Borbón!». Graciosa ingenuidad la de los criollos en cuanto a su defensa hacia los Borbones.
Estos señores de la noche a la mañana aparecieron aliados a los victimarios de Luis XVI, y los hispanoamericanos se encontraban en el aprieto de que, para ser fieles a su Rey, debían sonreír a los regicidas del país vecino. Con Napoleón debía suceder lo mismo; el temor que sentían estos «buenos vasallos» de que aquel conquistador extendiera su garra sobre España, se cambió de pronto en estupor al saber que los propios monarcas españoles entregaban al advenedizo la corona de los Reyes Católicos. La situación no podía ser más absurda; para ser fieles al Rey era preciso —se les reclamaba— aceptar otro Rey. Carlos IV llegó, dentro de su infamia y deshonor, hasta acusar a su hijo ante el Emperador francés y «no perderé tiempo —agregaba— para informar debidamente a Vuestra Majestad Imperial, a quien respetuosamente ruego me ayude con su sabiduría y consejo».32
Fernando VII, por su parte, pidió a Napoleón que lo casara con una «princesa» de la familia Bonaparte y «me atrevo a decir —prometía— que esta unión y la publicidad de mis deseos, que haría saber a toda Europa si V. M. me lo permite, pueden ejercer influencia saludable en los destinos de España y arrancar de un pueblo ciego y furioso el pretexto para inundar de sangre el suelo de su patria en nombre de un príncipe, el heredero de su antigua dinastía, que se ha convertido a consecuencia de un solemne tratado, por su propia elección y por la más gloriosa de todas las adopciones, en un príncipe francés y un hijo de Vuestra Majestad Imperial».33
La abdicación —mejor conocida como perfidia— de Bayona fue el inicio del fin para la Metrópoli frente a las posesiones de Ultramar. Ésta venía del propio «Rey legítimo» el cual le había cedido ese título al usurpador francés. Categóricamente, Carlos IV escribía a Fernando: «Hijo mío, los pérfidos consejos de quienes te rodean han colocado a España en situación crítica y ya no puede ser salvada sino por Napoleón»; y Fernando, a su vez, desde su «cautiverio» felicitó a José Bonaparte —conocido también bajo el mote de «Pepe botella»— por su ascensión al trono de España, felicitaba al Emperador por sus triunfos contra el pueblo español y hacía festejar con luminarias esas victorias.
En España se empezaron a organizar juntas populares en las distintas provincias y de una Suprema Junta para la defensa de Fernando; la protesta general que se levantó en el Nuevo Mundo contra la usurpación extranjera se tradujo pronto en la tendencia a construir en Hispanoamérica autoridades soberanas, para apartar a las colonias de la influencia francesa y representar los derechos del Rey «prisionero». Pero si estos movimientos buscaron conservar los derechos de Fernando VII, los profundos antagonismos de clases que existían en Venezuela determinarían, también, desacuerdos y choques, en cuyos desacuerdos naufragaría a la postre la lealtad de los criollos hacia el monarca.
El más destacado —dice el historiador Liévano Aguirre— de estos antagonismos, el que existía entre los criollos y los españoles residentes en América (quienes gozaban de todos los privilegios y ocupaban los más altos cargos en las colonias), se puso de manifiesto no bien la reacción antifrancesa trató de cristalizarse en la constitución de autoridades representantes del monarca, pues los criollos proclamaron desde los cabildos la necesidad de juntas populares soberanas, y los españoles se declararon solidarios con la Junta Superior de España, porque el reconocimiento de la misma dejaba a salvo el vínculo de dependencia entre América y la Metrópoli.34
El capitán inglés Beaver, comandante del buque de guerra Acasta, había sido enviado en aquellos días a explorar el estado de la opinión pública en Caracas. He aquí el juicio que trasmite: «Creo poder aventurarme a decir que son [los criollos] leales en extremo y apasionadamente adictos a la rama española de la Casa de Borbón; y que mientras haya alguna probabilidad de la vuelta de Fernando VII a Madrid, permanecerán unidos a su Madre Patria. Pero si aquello no sucediese pronto, creo poder afirmar, con igual certidumbre, que se declararán independientes por sí mismos [. . .]. Estos habitantes no son de ningún modo aquella raza indolente y degenerada que encontramos en Ia misma latitud de Oriente: antes parecen tener todo el vigor intelectual y energía de carácter que se han considerado generalmente como distintivos de los habitantes de regiones más septentrionales».35
Este capitán, de un modo muy sagaz, previó lo que precisamente estaba por ocurrir. De igual forma, el coronel Robertson, enviado con aquel mismo objeto a Maracaibo, opinaba de manera muy parecida al capitán Beaver. «Todos los habitantes —dice el coronel Robertson— están muy deseosos de una estrecha e íntima unión con la Gran Bretaña; pero de ningún modo resueltos a someterse a ella. Si no sube al trono de España un príncipe de la casa de Borbón, su deseo es hacerse independientes; y aún hoy me parece que predomina la idea de preferir constituirse en Estado soberano bajo un príncipe de su antigua dinastía».36
Todo este ambiente convulso desembocó en que un fenómeno sociológico, el cual ya lo habíamos observado desde los inicios de la vida colonial durante el siglo XVII cuando la gobernación de la Provincia quedaba vacante, reapareciera nuevamente en Caracas: el anarquismo municipal.37 Los criollos, muy a despecho del gobernador Juan de Casas, consiguieron el establecimiento de una Junta independiente a la de Sevilla; finalmente, así llegó el 19 de abril de 1810, día en el que los criollos constituidos, ante todo, en Cabildo, consiguieron deponer al Capitán General Vicente Emparan, considerado como un afrancesado y agente de Napoleón.38 El Gobierno de Venezuela pasó a apoyarse en el Ayuntamiento y el país obtuvo una Independencia sin declarar.
Si bien el 19 de abril no constituyó una ruptura con la monarquía española, no puede negarse que se trataba del inicio de la revolución, que en su primera etapa, aclaramos —puesto que es menester recordarlo—, fue un movimiento urbano, circunscrito a las ciudades donde los mantuanos tenían mayor influencia y poder; el resto de Venezuela, como el campo, las sierras y las llanuras inmensas, permanecería, por muy pocos tiempo, silencioso e indiferente ante esta llamada a la rebelión.
El año de espera
Los meses que ocupa el perído entre el 19 de abril de 1810 y el 5 de junio de 1811 son de gran agitación política y confusión, es un lapso en el que va a perderse la ecuanimidad de las provincias frente a la invasión napoleónica. La Junta Suprema que se había formado en Caracas decidió enviar emisarios a las principales ciudades que componían la Capitanía General de Venezuela, para invitarlas a adherirse al movimiento de Caracas. La mayor parte de las provincias, exceptuando a las de Coro, Maracaibo y Guayana, siguieron el ejemplo de la capital; en todas se manifestaron tendencias autonómicas y, en algunos partidos o distritos capitulares, el municipalismo lograría la desmembración de ciertas entidades políticas y la formación de nuevas provincias (lo que nosotros referimos como anarquismo municipal).39
Una comunicación dirigida al Ayuntamiento de Maracaibo marca el carácter municipal del movimiento ocurrido en Caracas: había sido el Ayuntamiento de la capital quien, por graves causas, asumió el mando de todas las provincias en nombre de Fernando VII, «con consentimiento de la autoridad constituida anteriormente». De manera tal que los municipales de Caracas estaban llevando al siguiente nivel el derecho que, desde el siglo XVII, les había acordado la Metrópoli para ejercer el poder en caso de una vacancia en el Gobierno; y es que en aquel momento se podía afirmar que no existía gobierno alguno; que el Rey se encontraba preso y la Península ocupada por fuerzas extranjeras.
Los venezolanos copiaban cuanto hacían los españoles al otro lado del Atlántico para remediar el vacío de poder, formando una Junta de Gobierno, para así reforzar, con la aportación de nuevos elementos, el germen municipal; y es que nuestros mantuanos, habituados durante tres siglos de cultura al ejercicio de las funciones municipales, en los que habían visto al Municipio como el representante de las libertades públicas, «tenían necesariamente que considerar a los Cabildos como los personeros naturales y legítimos de los derechos populares y ver en cada ciudad o partido capitular un cuerpo político autonómico con facultades soberanas, destituidas ya las autoridades que representaban al Monarca».40
La tendencia irreversible de la revolución que se orientaba cada vez más a la Independencia, debía, necesariamente y como mencionamos en primera instancia, nuturse de todas aquellas instituciones coloniales que se heredaban de la Madre Patria. Las provincias de Venezuela estaban cambiando sus respectivas autoridades porque creían que España se encontraba bajo el poder de Napoleón, y por tanto no existía gobierno legítimo alguno.
La falta de un poder superior y el odio al extranjero fueron las base jurídica y psicológica de la revolución en la Capitanía; sin embargo, los pueblos reaccionaron al saber que aún quedaba en la Península una autoridad que representaba al Rey (la Junta de Sevilla), cuando elementos realistas, y sobre todo muchos clérigos, les hicieron creer que la revolución era el «verdadero» instrumento del extranjero, debido a hombres que eran sospechosos de obedecer a influencias «extrañas» y «antirreligiosas». De hecho, las autoridades eclesiásticas jugarán un papel fundamental en el futuro desarrollo de la revolución, al ser los principales promotores de la indiferencia y la apatía de las masas populares hacia ésta.41
Es en estos días donde observamos el primer acto diplomático efectivo del Cabildo de Caracas, cuando el 27 de abril se dirige por circular a los demás Ayuntamientos de Hispanoamérica, para exponerles las razones de su actitud; alza Caracas su voz, en nombre de la América toda, e invita al resto de cabildos a seguir su ejemplo, porque «Caracas debe encontrar imitadores en todos los habitantes de la América [. . .] y su resolución debe ser aplaudida por todos los pueblos que conserven alguna estimación a la virtud y al patriotismo ilustrado».42 Curiosamente, por aquellos días circulaban por las calles varias canciones patrióticas, haciendo alusión a todo el proceso que se estaba viviendo; y una de ellas, compuesta por don Vicente Salias, refleja los sentimientos de hermandad existentes en aquellos hombres del Cabildo de Caracas:
¿Qué aguardáis patriotas, hijos de Colón?
¡Marchad tras nosotros y viva la unión!
Y si el despotismo levanta la voz,
seguid el ejemplo que Caracas dio.43
El movimiento del 19 de abril iba a convertirse en una tendencia irreversible, no solamente en la Capitanía General de Venezuela —como ya se vio—, sino en el resto de provincias hispanoamericanas, como respuesta lógica y natural al primer acto diplomático realizado por los caraqueños. En Buenos Aires, la revolución estalló el 25 de mayo de 1810 e inmediatamente se verificó la disgregación del Virreinato del Río de la Plata en cuatro Estados independientes: Bolivia, Paraguay, Banda Oriental y Argentina; pero esta última también se dividiría en provincias autónomas siguiendo la tradición de las ciudades-cabildos.44
Luego, el 20 de julio estalló en Santa Fe de Bogotá el movimiento revolucionario, proclamando los mismos principios que Caracas y Buenos Aires, y todas las ciudades que conformaban el Virreinato de Nueva Granada van a asumir una actitud de autonomía. En septiembre, se produjeron movimientos análogos en la Presidencia de Quito y en la Capitanía General de Chile, creando juntas y proclamando, como era de esperar, proclamando los principios expuestos en Caracas. Y en México, donde se había reconocido a las autoridades de España y tomado una postura hostil hacia Venezuela, finalmente se produjo la tendencia inevitable, cuando el 16 de septiembre Miguel Hidalgo lanzó su «Grito de Dolores».
Esta tendencia que se dio en prácticamente toda Hispanoamérica puede atribuirse al doble efecto de la propaganda desarrollada por Francisco de Miranda en el continente y de las condiciones semejantes en que se encontraban las provincias de Ultramar, siguiendo el ejemplo que Caracas les dio.45 Por eso no se equivocó el español Mariano Torrente, uno de los primeros escritores escritores enemigos de nuestra Independencia, cuando escribió sobre el rol de Caracas en el desarrollo de la emancipación hispanoamericana:
La capital de la Provincia de Venezuela ha sido la fragua principal de la insurrección americana. Su clima vivificador ha producido los hombres más políticos y osados, los más emprendedores y esforzados, los más viciosos e intrigantes, y los más distinguidos por el precoz desarrollo de sus facultades intelectuales. La viveza de estos naturales compite con su voluptuosidad, el genio con la travesura, el disimulo con la astucia, el vigor de la pluma con la precisión de los conceptos, los estímulos de gloria con la ambición de mando y la sagacidad con la malicia.46
Caracas se negó a obedecer al Consejo de Regencia, órgano que se había creado en la Península para ejercer las funciones ejecutivas y legislativas durante la invasión napoleónica tras la disolución de la Junta de Sevilla, y le dejó saber los motivos de su actitud en una comunicación redactada por el propio Andrés Bello, por ser Consejo usurpador y arbitrario, que no ofrecía ninguna condición de legitimidad, un «poder ilegal, fluctuante y agitado», que no representaba la «nación española», ni menos a los venezolanos. Así, para defender jurídica y políticamente sus reivindicaciones y negar vasallaje a la Regencia, no ocurren los criollos a ideas generales, a doctrinas importadas del extranjero, sino invocan «nuestras leyes fundamentales», según las cuales sólo las cortes nacionales poseen el poder necesario para establecer una constitución provisional y administrar el imperio en los interregnos.47
Sobre la situación que atravesaba Europa, y en especial la península ibérica, los dirigentes venezolanos discutían sobre la necesidad de apoyos y alianzas en el extranjero, por lo que la Junta Suprema de Caracas decide organizar una serie de misiones diplomáticas a diferentes destinos, con el propósito de conseguir relaciones comerciales, reconocimiento político y auxilios inmediatos. Hacia Londres fueron enviados Simón Bolívar, Luis López Méndez y Andrés Bello; para los Estados Unidos, Juan Vicente Bolívar, Telésforo de Orea y José Rafael Revenga; con miras a Curazao y Jamaica, Mariano Montilla y Vicente Salias; y a Trinidad, Casiano de Medranda. La más importante de estas misiones era la que partía hacia Londres,48 ya que Inglaterra había garantizado a su aliada España la integridad de las provincias ultramarinas, y tenía además un interés en comerciar con los hispanoamericanos y en apartarlos de la influencia francesa.
El 6 de junio partieron Bolívar, Bello y López Méndez desde La Guaira, rumbo a Portsmouth, y el 17 de julio tuvieron la conferencia con Lord Wellesley en su casa del Apsley House. Esta misión no terminaría como los delegados hubiesen querido. No se obtuvo ningún resultado práctico para Venezuela. Inglaterra no podía adoptar otra actitud frente a las solicitudes de Caracas, ya que su principal interés era vencer a Napoleón y España era su aliada. Por el contrario, prohibió el comercio de armas en el Mar Caribe, de manera que ninguna de sus islas pudiese acordar la venta de armas a los patriotas, como ocurriría en un futuro.
De vuelta en Venezuela, se comenzaban a fraguar las condiciones de nuestra disgregación, a lo que era una guerra civil cada vez más cerca. Por un lado, la Junta Suprema había creado, por decreto del 14 de agosto de 1810,49 una Sociedad Patriótica de agricultura y economía. Sus funciones eran el adelantamiento de la industria rural y la investigación de cuanto pudiera ser objeto de patriotismo. Pero lejos de sus atribuciones originales, la Sociedad se dedicó casi exclusivamente a la política, muy probablemente gracias a la entrada en ella de individuos clave como Francisco de Miranda —quien regresaría a Venezuela en diciembre de ese año, por convencimiento propio de Bolívar—, y en lo venidero tendría un influjo poderoso en el nuevo gobierno y en la suerte del país.
Por otro lado, una parte influyente de la población estaba conformada por los canarios, que eran reputados en la Provincia con ignorantes, bárbaros y rústicos, y ejercían los oficios de pulperos, bodegueros y mercaderes.50 Su deseo, inicialmente, fue de servir a las banderas de la Revolución. Sin embargo, no tardaría en extenderse un descontento a toda la población, de modo que ya para noviembre del año 1810, comisarios de la Regencia comenzaban a informar que la opinión general en varias ciudades, «era la de entregarse a las primeras fuerzas españolas que se presentasen».51
Las causas de aquel cambio en el estado de ánimo de los canarios eran, a saber, que la rebelión de Caracas había surgido a partir de una mentira, pues se le había hecho creer al pueblo que no existía ninguna autoridad legítima (puesto que el Rey seguía «siendo» el Rey, aun preso); y que los revolucionarios, decían ellos, habían manejado pésimamente la administración, produciendo con sus despilfarros una ruina del comercio.
Los pueblos del interior protestaron repetidas veces contra tal estado de cosas, y la Junta se encontró con frecuentes revueltas a favor del Antiguo Régimen tanto en Caracas como en otras zonas de la Provincia.52 En junio se habían tomado las primeras medidas medidas para contener los progresos de aquella reacción. El día 22 Isidoro López Méndez fue nombrado presidente de un tribunal de seguridad pública, compuesto por cinco miembros, encargado de perseguir a todos los conspiradores y de ilustrar a los ciudadanos sobre sus intereses y el carácter de la Revolución.53 Para octubre parecía que el movimiento de abril iniciado en Caracas había llegado a su culmen, y su extensión a gran parte del occidente le dio nuevas fuerzas.
Mejoró también la situación en el oriente, pues el 12 de dicho mes la Junta de Barcelona, bajo la presión de algunos militares, rechazó la autoridad de la Regencia, mientras que reconoció la de Caracas y se disolvió. El último acto de aquel gobierno barcelonés fue ordenar que se desarmase a los españoles residentes.54 Pero al mismo tiempo se comenzaban a fortificar los focos de la resistencia realista, armándose las ciudades de Guayana, Coro y Maracaibo, mientras las dificultades de Caracas crecían con el tiempo debido a su incapacidad política y administrativa. Es en estas condiciones cuando se da inicio a las primeras operaciones contra los corianos, dirigidas por «las manos finamente enguantadas del Marqués del Toro», según la ironía de Laureano Vallenilla Lanz.
Había logrado reunir en Carora unos 2.500 soldados y 4 cañones, al mando de un hombre que carecía de experiencia militar y dotes de energía y mando, contra un militar de carrera, sereno y hábil como el brigadier Ceballos. La Revolución era un idilio, aún vivía de ilusiones y los nobles que la promovían creían que el problema era de fácil solución, esto es, que los hermanos de Guayana, Coro y Maracaibo, reconocerían pronto sus errores y expulsarían a los elementos ilegítimos que los engañaban y mantenían en la obediencia de una autoridad lejana y usurpada. Pero la jornada contra Coro no duraría mucho, puesto que el día 29 de octubre, el Marqués del Toro entró en pánico y ordenó la retirada a Carora en el mayor desorden, «perdiendo hasta sus baúles» en el proceso.55
Poco después regresó a Caracas con las tropas que le quedaron, «y así acabó la jornada de Coro, origen de muchos males públicos y de no pocas calumnias contra el jefe que la mandó y el gobierno que la dispuso».56 Aquello había sido, además de un fracaso, no solamente el «primer acto de guerra civil» en Venezuela, de acuerdo con el regente Heredia, sino la causa principal de la futura —pero cercana— caída de la Primera República. El pueblo escribe en las paredes de sus casas unos versos en protesta por la actuación lamentable del Marqués del Toro, que resaltan por su ironía, y en los que refleja el escarnio, la burla y el asedio generalizado:
Ya este pueblo se ve ahíto
de Marqueses y pelucas.
Y por los momentos, Don Lucas,
se pondrá un solideito
aunque sea de sarga maluca.57
Naturalmente, la Junta de Caracas no podía bajo ninguna forma ejercer plenamente la facultad gubernativa en toda la extensión del territorio venezolano, ya que las provincias por tradición conservaban sobre todo entera libertad en lo relativo a la administración interior. De modo que a finales de 1810, debido a los halagos de los caraqueños al resto de habitantes con promesas federalistas, se hablará oficialmente de Confederación de Venezuela.
Al mismo tiempo, por reflejo natural aunque algo contradictorio, la Junta Suprema trataba de unificar al país, señalando límites a las provincias, cuyas iniciativas particulares y aisladas eran peligrosas para la estabilidad del nuevo régimen y dispersaban los esfuerzos de la administración. También la necesidad de defenderse contra posibles enemigos requería de la formación de un poder fuerte que permitiera la cooperación sólida y eficaz de las provincias en los objetivos comunes. Con este propósito la Junta llamó a elecciones y publicó el reglamento respectivo. La actitud de Caracas se justifica en el hecho de no haber reunido la Regencia, hasta la fecha, las Cortes, único organismo que puede, en ausencia del monarca, representar la nación y ejercer la soberanía.
El colegio electoral caraqueño, compuesto de 230 miembros eligió el 2 de noviembre sus seis diputados. Las demás ciudades procedieron de modo análogo: la provincia de Caracas nombró veinticuatro representantes; la de Barinas, nueve; la de Cumaná, cuatro; la de Barcelona, tres; la de Mérida, dos; la de Trujillo, uno; y la de Margarita, uno. Así, solamente estas siete provincias votarán la Independencia y la Constitución. Maracaibo, Coro y Guayana, fieles a la Regencia, darán puntos de apoyo y recursos de toda suerte a cualquier reacción realista que se preparase.
La Junta había recomendado a los ciudadanos que eligiesen a personas íntegras, instruidas, patriotas, con todas las condiciones necesarias para desempeñar sus papeles; y en tal sentido, los ciudadanos respondieron enviando al Congreso, en elecciones ordenadas y tranquilas, y merced al influjo del clero y de los propietarios, a personalidades distinguidas por su carácter, instrucción y probidad. El resultado de aquella operación electoral, a decir de Caracciolo Parra-Pérez, entre aquellos 44 diputados conformados por patricios, letrados, sacerdotes, grandes propietarios, fue que la nación venezolana nunca ha una verdadera élite superior a aquélla, llena de luces y de patriotismo.58
La Independencia declarada
Se reunieron por fin en Caracas, el 2 de marzo de 1811, 30 de los 44 diputados electos por las provincias, en el salón de la Junta Suprema, con su secretario Francisco Isnardi. De una vez se eligió un Poder Ejecutivo de tres miembros, que fueron Cristobal Mendoza, Juan Escalona y Baltasar Padrón, los cuales acordaron que uno de ellos fuese presidente de forma semanal. Por aquellos momentos también se encontraba desarrollándoselas la prensa periódica, lo que estimulaba la opinión pública. Además de la Gaceta de Caracas, que se imprimía desde 1808, salieron otras publicaciones como el Seminario de Caracas, redactado por Miguel José Sanz y José Domingo Díaz en noviembre de 1810; el Mercurio Venezolano, rescatado por el propio Isnardi en enero de 1811; y luego, en junio de 1811, El Patriota de Venezuela, dirigido por Vicente Salias y Antonio Muñoz Tébar.59
El Congreso, sin embargo, iba a pasos lentos, y aún no se atrevía a plantear cuál debía ser la organización definitiva de la nación. De aquí a que el pueblo y algunos diputados prefiriesen acercarse y asistir a las sesiones de la Sociedad Patriótica, a la cual asistían hombres como Francisco de Miranda, Simón Bolívar, Miguel Peña, Muñoz Tebar, Francisco Espejo, García de Sena, los Salias, Vicente Tejera, entre otros. La Sociedad, como mencionamos anteriormente, se alejó de sus funciones originales y terminó convertida fue un club revolucionario a la francesa bastante numeroso, posiblemente por el influjo personal de Miranda, y compuesto por hombres pertenecientes a todas las castas y condiciones de la sociedad, en el cual renacieron los planes republicanos que años atrás Manuel Gual y José María España habían formulado. La Sociedad celebró el aniversario del 19 de abril en una sesión solemne, presidida por el mismo Miranda.
Si bien la mayoría del Congreso estaba resuelta a declarar la Independencia absoluta, existían motivos que le impedían apresurarse. ¿Cuál sería la actitud de las potencias del momento, que lo eran Inglaterra y Estados Unidos? ¿Cómo se formaría un ejército venezolano ante una posible lucha contra la Metrópoli? ¿De dónde obtendrían las armas necesarias? Además, recordemos que no todas las provincias tenían representación en el Congreso: Coro, Guayana y Maracaibo se mantenían fieles a la Regencia —y por lo tanto al Rey—, y ya anteriormente la Junta había sufrido un fracaso con la expedición del Marqués del Toro. ¿Las obligarían a incorporarse al proyecto republicano?
Y por otra parte, los diputados presentes en Caracas no se ponían de acuerdo en cuanto a la forma de gobierno que debía adoptar la incipiente República. Algunos preferían un régimen unitario o centralizado, otros querían que se adoptase un sistema federal análogo al estadounidense. Hay mucha incertidumbre en el Congreso y no parece que exista un acuerdo formal. «Miranda, que poseía el instinto de la agitación y la experiencia de las revoluciones, juzgó indispensable que el impulso en vista de la decisión final viniese de afuera, puesto que el Congreso tardaba en tomar posición definida».60 La Sociedad Patriótica se preparaba para actuar y el Congreso muy pronto iba a sentir su poderosa influencia.
Miranda, casi reñido con los hombres del gobierno, resolvió apoyarse en quienes él creía dispuestos a seguir sus directrices y utilizó la Sociedad como instrumento un de ejecución, para llevar a cabo un plan genuinamente revolucionario. Es así como ella no tardó en tomar un carácter político bajo el impulso del propio general y del ardiente doctor Espejo. Hay una sección del Congreso favorable al mantenimiento de la unión con la Metrópoli, que sin embargo, no osa a rebelarse por miedo a una reacción del pueblo de Caracas, el cual, por entonces, inclinaba fuertemente hacia la Independencia. Pero detrás suyo se encuentran en realidad los oradores del club revolucionario, quienes discuten sobre la necesidad de romper todo vínculo con España y seguir el ejemplo de los Estados Unidos hacia su libertad.61
El 1 de julio, el Congreso hace la solemne declaratoria de los «Derechos del Pueblo»;62 al día siguiente, 2 de julio, el Congreso toma conocimiento de la correspondencia oficial enviada de Washington por Telésforo de Orea, comisionado venezolano, la cual produce resultados decisivos por cuanto los partidarios de la Independencia pudieron alegar la favorable actitud de los Estados Unidos. Se adopta en seguida la moción urgente de declararla. El 3 de julio, el presidente del Congreso, Juan Antonio Rodríguez Domínguez, resuelve que ya es el momento de tratar el tema de la Independencia absoluta, y comienza inmediatamente un interesante debate al respecto, el cual termina sin resolverse nada, pero se revela en él cuál era ya el dictamen de la mayoría.63
Más tarde por la noche de ese mismo día, casi hacia la medianoche del día siguiente, en los salones de la Sociedad Patriótica, que se encontraba discutiendo, a la par del Congreso, la cuestión de la Independencia, la agitación continuó más fuerte que nunca. Allí, en ese momento, Simón Bolívar pronunció el primer de todos los discursos que el porvenir va a ir presenciando. El joven mantuano, que comenzaba a dar pruebas inequívocas de la energía e impulsividad que tanto lo caracterizaría, trepó a la tribuna del club, y, ante toda la multitud que se encontraba presente, pronunció las siguientes palabras:
No es que hay dos Congresos. ¿Cómo fomentarán el cisma los que conocen más la necesidad de la unión? Lo que queremos es que esa unión sea efectiva y para animarnos a la gloriosa empresa de nuestra libertad; unirnos para reposar, para dormir en los brazos de la apatía, ayer fue una mengua, hoy es una traición. Se discute en el Congreso Nacional lo que debiera estar decidido. ¿Y qué dicen?, que debemos comenzar por una confederación, como si todos no estuviésemos confederados contra la tiranía extranjera. Que debemos atender a los resultados de la política de España. ¿Qué nos importa que España venda a Bonaparte sus esclavos o que los conserve, si estamos resueltos a ser libres? Esas dudas son tristes efectos de las antiguas cadenas. ¡Que los grandes proyectos deben prepararse con calma! Trescientos años de calma ¿no bastan? La Junta Patriótica respeta, como debe, al Congreso de la nación, pero el Congreso debe oír a la Junta Patriótica, centro de luces y de todos los intereses revolucionarios. Pongamos sin temor la piedra fundamental de la libertad suramericana: vacilar es perdernos. Que una comisión del seno de este cuerpo lleve al soberano Congreso estos sentimientos.64
Habló así el futuro Libertador contra los que acusaban a la Sociedad Patriótica de usurpar las atribuciones del Congreso y de fomentar la anarquía, pero sus palabras iban, sobre todo, contra los diputados, por mantener reuniones estériles que no llegaban a absolutamente nada sólido. En la sesión del Congreso del día siguiente, 4 de julio, el presidente Rodríguez Domínguez expresó su desagrado por los «pequeños excesos» del día anterior, pero el diputado por Mérida, el doctor Antonio Nicolás Briceño, recordó el procedimiento adoptado en circunstancias semejantes por el Congreso norteamericano, e incitó a sus colegas a seguir aquel ejemplo, presentándoles las cartas de Filadelfia y la Constitución de los Estados Unidos.
Fue entonces cuando Miguel Peña, orador elocuente y temible agitador, a la cabeza de la comisión de la Sociedad Patriótica, se presentó en las puertas de la sala y pidió que se le oyese. Pronunció entonces, en aquel preciso momento, su más célebre discurso y se descubrió el verdadero sentimiento de los revolucionarios, que se encontraba largo tiempo comprimido.65 El Congreso finalmente acordó consultar al Ejecutivo sobre la conveniencia y oportunidad de la declaración, y el gobierno contestó favorablemente. En la sesión del día 5 de julio de 1811, los próceres venezolanos van a tomar posición definitiva sobre el destino del país y cumplir un acto memorable entre todos para toda Hispanoamérica. Apenas el presidente Rodríguez Domínguez comunica al Congreso la decisión del Ejecutivo favorable a la Independencia, Miranda se alza para apoyarla calurosamente: «O la vida para siempre o el sacrificio de todos nosotros por la felicidad de la patria», dice.
Se reunieron los representantes de las siete provincias rebeldes y la discusión comenzó. Muchos diputados están a favor de la Independencia absoluta e inmediata, otros sugieren que deben ser un proceso gradual; Bermúdez (Cumaná) dice que la declaración sería inoportuna y prematura si el país no está en condiciones de defenderse de un ataque exterior; Briceño (Pedraza) dice que es inútil consultar la voluntad de los pueblos, porque «saben que nos dirigimos hacia la independencia»; para Manuel Palacio Fajardo: «Venezuela se basta a sí misma, Venezuela triunfará de cuantos se opongan a su felicidad. ¿Qué importa que España nos declare la guerra y que Inglaterra rompa con nosotros? El llanero cierra con síntesis digna de la Convención francesa: ¡Desconozcamos a todas las potencias del universo!»; Juan Germán Roscio emprende una larga disertación de asunto, y se resume en que su sola y débil objeción es la reducida población de Venezuela.
Miranda rebate el argumento de Roscio nombrando varios casos de Estados monárquicos o republicanos, pasados o contemporáneos, con población más pequeña que la que tenía el país para ese momento, que habían dado el paso hacia su libertad; El presidente Rodríguez Domínguez recordó que múltiples capitales hispanoamericanas habían seguido el ejemplo dado por Caracas el 19 de abril de 1810; Maya (San Felipe) está dispuesto a seguir lo que la mayoría indique; López Méndez (Caracas) cree que la Independencia es justa, política y necesaria. La sesión continuó enérgicamente con demás intervenciones de los diputados allí presentes.66 En la tarde de ese histórico día, Roscio y el secretario Isnardi recibieron encargo de redactar el Acta de la Independencia de la Confederación Americana de Venezuela;67 por lo que se deduce que ese día no se pudo haber firmado, al contrario de la creencia generalizada.
De aquella fecha, recuerda el realista José Domingo Díaz: «En todo el día y la noche las atroces pero indecentes furias de la revolución agitaron violentamente los espíritus de los sediciosos. Yo los vi correr por las calles en mangas de camisa y llenos de vino, dando alaridos y arrastrando los retratos de S. M., que habían arrancado de todos los lugares en donde se encontraban. Aquellos pelotones de hombres de la revolución, negros, mulatos, blancos, españoles y americanos, corrían de una plaza a otra, en donde oradores energúmenos incitaban al populacho al desenfreno y a la licencia. Mientras tanto todos los hombres honrados ocultos en sus casas apenas osaban ver desde sus ventanas entreabiertas a los que pasaban por sus calles».68
El día 7 fue aprobada; el 8, presentada al Poder Ejecutivo. El 14 se publicó el Acta en Caracas por bando, junto con la recién adoptada bandera creada por el propio Francisco de Miranda en 1806, compuesta de tres fajas horizontales de anchura desigual, amarilla, azul y roja. Se encuentran presentes los hijos de José María España, ahorcado doce años atrás, quien según se dice, antes de morir dijo que el fuego de Caracas no estaba apagado, sino oculto: «No pasará mucho tiempo sin que mis cenizas sean honradas». El 15 de julio, el presidente en turno del Ejecutivo y el arzobispo, de pie a ambos lados del presidente del Congreso, los diputados, los altos funcionarios todos civiles, militares y judiciales, juraron solemnemente defender la República. Ésta contó con una Constitución federal que sería sancionada meses después, el 21 de diciembre, que a decir de Gil Fortoul, encarnaba una verdadera revolución:
No es en sus partes esenciales una etapa lógica en el movimiento político del pueblo venezolano. El nuevo régimen que ella implanta no es realmente desarrollo necesario ni perfeccionamiento armónico de la organización social y política que se mantuvo aquí durante los tres siglos de dominación española. En esta revolución, que se inicia en la última década del siglo XVIII y llega a su cumbre con el Acta declaratoria de Independencia, predominan o adquieren forma legal, no tanto las protestas y aspiraciones de un pueblo mal hallado con el despotismo español, sino antes bien, aquellos principios de filosofía política que a la clase noble, rica e instruida parecieron teóricamente más perfectos. La masa popular, todavía ignorante y pasiva, no familiarizada todavía con el amplio concepto de patria libre, no comprendió al principio un cambio tan radical en las instituciones fundamentales. Fue, sobre todo, obra de un grupo de hombres superiores, resueltos los unos a conservar en la Independencia su privilegio de clase oligárquica, deseosos otros de incorporarse en la misma oligarquía, convencidos todos, sin embargo, de que su obra, por incompleta que fuese, contenía ya las bases perfectibles de la futura República democrática.69
Esa Constitución era, pues, la primera de la América hispana y anterior a la de Cádiz, a lo que es justo señalar que tuvo alcance continental, porque fijó en forma categórica que la Revolución debía ser republicana y democrática. Nada de eso fue obra de caudillos, lo fue de una tradición civil que venía desarrollándose en Venezuela durante «tres siglos de cultura, de ilustración y de industria» según la elocuente frase del Libertador, que pone en duda el relato de que España tenía a sus dominios ultramarinos en el más completo oscurantismo.
Otros principios de esa Constitución indican también las generosas aspiraciones con que comenzaba la emancipación hispanoamericana, puesto que podían ser miembros del Supremo Poder Ejecutivo no solamente todos los americanos, sino los españoles y canarios, con la única condición de haber reconocido y jurado la Independencia. Ya habíamos visto cómo la Junta Suprema de Caracas, poco después del 19 de abril, se dirigió a todos los Ayuntamientos del continente para que siguieran su ejemplo, pero también animándolos para «a la grande obra de Confederación americana-española»;70 y envió comisionados a la Nueva Granada, para que establecieran con este país vecino un tratado de «amistad, alianza y unión federativa».71
La Constitución de 1811 precisó más aún esos propósitos, pues a la vez que declaraba inviolables sus preceptos, prometía «alterar y mudar en cualquier tiempo estas resoluciones, conforme a la mayoría de los pueblos de Colombia que quieran reunirse en un Cuerpo Nacional para la defensa y conservación de su libertad e independencia».72 Colombia, desde luego, era para ellos y conforme al pensamiento de Miranda que luego Bolívar —con sus respectivas diferencias— rescataría, la América española; o dicho de otro modo, la España americana, porque esta expresión, que venía del jesuita Juan Pablo Vizcardo y Guzmán, entonces se puso de moda y resultó muy feliz: ratificaba la unidad espiritual del Mundo Hispano, sin excluir a la Metrópoli —aun roto el llamado pacto colonial73—, y, a la vez, destruía el equívoco de que la América española se llamara así por «pertenecer» a España.
Volvieron a surgir las mismas canciones patrióticas de los días que siguieron al 19 de abril, como la que ya había sido compuesta por Vicente Salias, canciones llevaban hasta el pueblo los mismos sentimientos de unidad continental, como se lee en la siguiente estrofa:
Unida con lazos que el cielo formó,
la América toda existe en nación.
Temedla tiranos, que el orbe adoró,
ya jura ser libre, ya os ve con horror.74
Hermosas palabras, pero los criollos no se imaginaban que el infierno también se preparaba para intervenir. Como la facciosa ciudad de Valencia pretendía formar una provincia separada y no pudo conseguirlo, resistió jurar a la Independencia bajo el pretexto de que era contraria a los intereses del Rey, para lo cual aquel partido decidió entusiasmar el ánimo de los pardos para así moverlos contra los blancos. «Desde entonces quedó arraigado en Valencia el odio mortal entre blancos y pardos, que tan funesto ha sido allí y en toda la provincia [es decir, en toda Venezuela] por donde se propagó», escribió el regente Heredia.75
Días oscuros iban a avecinarse para la naciente Primera República de Venezuela. Miranda, tras haber vivido los horrores de la Revolución Francesa en carne propia, advertía con espanto: «Nuestros paisanos no saben todavía lo que son las guerras civiles».76
En síntesis
De no haber sido por los sucesos de Francia y Santo Domingo, la declaración hubiese ocurrido mucho antes, siguiendo el sentimiento nacionalista que se había venido gestando, y muchos males se ahorraría la República. Sencillamente, no podía bastar de ninguna forma el reconocer los derechos de Fernando VII frente a aquel estado tan grave en que se encontraba la Madre Patria y el lazo que nos unía con ella; la ruptura del orden político metropolitano era inevitable. Y lo cierto es que nada perdíamos al romper con él, puesto que como vimos anteriormente, poco o nada le importaba Ultramar a esa nefasta dinastía de los Borbones, a quienes la historia en algún momento se encargará de colocarlos como los verdaderos traidores a España.
A manera de resumen nos preguntamos, ¿cuál fue la auténtica causa de la Independencia? La respuesta la brinda Laureano Vallenilla Lanz de forma precisa y directa, indicando que «en todo el proceso justificativo de la Revolución no debe verse sino la pugna de los nobles contra las autoridades españolas, la lucha de los propietarios territoriales contra el monopolio comercial, la brega por la dominación absoluta entablada de mucho tiempo atrás por aquella clase social poderosa y absorbente, que con razón se creía dueña exclusiva de esta tierra descubierta, conquistada, colonizada, cultivada por sus antepasados».77
Si se registra la historia de Venezuela desde tiempos coloniales, se verá que nuestro pueblo fue uno de los más inteligentes, de los más enérgicos y también, por qué no decirlo, de los más revoltosos de toda Hispanoamérica. Para el año 1742, el Rey de España ya juzgaba necesario reforzar la autoridad del Gobernador y Capitán General de Caracas, «pues cualquiera que tuviese noticia del caviloso genio de los nativos de la Provincia de Venezuela, viendo a su gobernador sin las facultades necesarias para conservar la quietud e imponerles respeto, esto les serviría para fomentar con más libertad sus quimeras».78
Aristides Rojas, en uno de sus más interesantes estudios sobre las luchas que ocurrieron durante la colonia entre el Gobernador y el Cabildo, dice con mucho fundamento: «Y no se crea que nuestros retozos vienen desde 1810, que ya durante los siglos que precedieron a la revolución del 19 de abril, los caraqueños se metían en el bolsillo a los Gobernadores que de España nos enviaban».79 Ya el Barón de Humboldt había observado durante sus viajes en el Nuevo Mundo, que en Caracas las ideas políticas sobre la formación de futuras nacionalidades se encontraban más extendidas que en otras regiones de la América española; ideas éstas muy renovadoras para aquella época, que no solamente se encontraban en las clases elevadas sino en la clase media, que llegó a emitir opiniones favorables sobre la Independencia venidera.
Si se examina —dice— el estado de la Capitanía General de Caracas según los principios que acabamos de exponer, se ve que es principalmente cerca del litoral donde se encuentran su industria agrícola, la gran masa de su población, sus ciudades numerosas, y cuanto depende de una civilización avanzada. El desarrollo de las costas es de más de 200 leguas. Están bañadas por el pequeño mar de las Antillas, suerte de Mediterráneo, sobre cuyas orillas han fundado colonias casi todas las naciones de Europa, que se comunica con muchos puntos del océano Atlántico, y cuya existencia ha influido sensiblemente, desde la conquista, sobre los progresos de la ilustración en la parte en la parte del naciente de la América equinoccial. Los reinos de Nueva Granada y México no tienen relaciones con las colonias extranjeras, y mediante ellas con la Europa no española, sino por los únicos puertos de Cartagena de las Indias y Santa Marta, y de Veracruz y Campeche. Estos vastos países, por la naturaleza de sus costas y el aislamiento de su población en el dorso de las cordilleras, tienen pocos puntos de contacto con el extranjero. Aun menos frecuentado es el Golfo de México, en una parte del año, a causa del peligro de las ventoleras del Norte. Las costas de Venezuela, por el contrario, debido a su extensión, su desarrollo hacia el Este, la multiplicidad de sus puertos, y la seguridad de sus aterrajes en las diferentes estaciones, aprovechan todas las ventajas que ofrece el mar interior de las Antillas. En ninguna parte las comunicaciones con las grandes islas, y aun con con las de Barlovento, pueden ser más frecuentes que por los puertos de Cumaná, Barcelona, La Guaira, Puerto Cabello, Coro y Maracaibo: en ninguna parte ha sido más difícil de restringir el comercio ilícito con los extranjeros. ¿Habrá que admirarse de que esta facilidad de relaciones comerciales con los habitantes de la América libre y los pueblos de la Europa agitada haya aumentado a un tiempo, en las provincias reunidas bajo la Capitanía General de Venezuela, la opulencia, las luces, y ese deseo inquieto de un gobierno local que se confunde con el amor de la libertad y de las formas republicanas?80
Bien que haya tenido yo la ventaja, que conmigo han compartido pocos españoles —agrega más adelante—, de visitar sucesivamente a Caracas, La Habana, Santa Fe de Bogotá, Quito, Lima y México, y de que en estas seis capitales de la América española mi situación me relacionara con personas de todas las jerarquías, no por eso me permitiré juzgar sobre los diferentes grados de civilización a que la sociedad se ha elevado ya en cada colonia. Más fácil es indicar los diversos matices de la cultura nacional y el intento hacia el cual se dirige de preferencia el desarrollo intelectual, que comparar y clasificar lo que no puede ser comprendido desde un sólo punto de vista. Me ha parecido que hay una marcada tendencia al estudio profundo de las ciencias en México y en Santa Fe de Bogotá; mayor gusto por las letras y cuanto pueda lisonjear una imaginación ardiente y móvil en Quito y en Lima: más luces sobre las relaciones políticas de las naciones, miras más extensas sobre el estado de las colonias y de las metrópolis, en La Habana y en Caracas. Las múltiples comunicaciones con la Europa comercial y el mar de las Antillas que arriba hemos descrito como un Mediterráneo de muchas bocas, han influido poderosamente en el progreso de la sociedad en la isla de Cuba y en las hermosas provincias de Venezuela. Además, en ninguna parte de la América española ha tomado la civilización una fisonomía más europea [que en estas dos regiones]. El gran número de indios labradores que habitan en México y en el interior de la Nueva Granada dan a estos vastos países un carácter particular, casi diría más exótico. A pesar del acrecentamiento de la población negra, cree uno estar en La Habana y en Caracas más cerca de Cádiz y de los Estados Unidos que en otra parte alguna del Nuevo Mundo.81
Naturalmente, la privilegiada situación geográfica de Venezuela influyó en la evolución de sus sociedades, como bien lo reconoció Humboldt. En ésta y otras causas se fundaba no sólo el predominio social y la influencia sobre las ideas de que gozaba la nobleza criolla,82 sino el legítimo derecho al Gobierno propio, apoyado sobre fundamentos históricos, sociológicos y económicos que dieron a aquella casta dominante el derecho a sacudir el yugo que la mantenía en un grado humillante de inferioridad política dentro de su propia patria.
Por tal motivo se ha afirmado con mucha sagacidad: «El patriciado criollo, que hizo la revolución hispanoamericana, estaba llamado a ejercer la dirección de aquellos pueblos divididos por el color, sin luces intelectuales, sin alma colectiva».83 «¿Cómo negar que existía en cada país de la América española un grupo numeroso que fue a los congresos, que creó la independencia y que era incomparablemente superior a cuantos gobernaron el Continente durante el siglo XIX, en carácter, cordura, conocimiento de la política, inteligencia de los negocios públicos? ¿Qué podían envidiar a los españoles de España, a los ingleses, norteamericanos o franceses, hombres como Gual, Peñalver, Mendoza, Palacio Fajardo, Antonio Nicolás Briceño, Camilo Torres, Mariano Moreno y mil otros?».84
Nos damos el lujo de finalizar con el comentario de Augusto Mijares sobre el auténtico sentido de nuestra Independencia: «No es necesario seguir diciendo que rompimos las cadenas de la esclavitud. La verdadera causa de la emancipación hispanoamericana fue ésta: que ya desde mediados del siglo XVIII América sentía en sí misma una pujanza que en España continuaba adormecida; y por eso, para la renovación mundial que se anunciaba, el criollo americano estaba mejor preparado que aquellos peninsulares —escritores, políticos y funcionarios— que siendo sus contemporáneos parecían ser siempre sus abuelos».85
Francisco Depons, Viaje a la parte oriental de Tierra Firme en la América Meridional, trad. esp. de Enrique Planchat (Caracas: Tipografía Americana, 1930), p. 142.
Carta de Jamaica, Kingston, 6 de septiembre de 1815, Manuel Pérez Villa, ed., Doctrina del Libertador (2ª ed., Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1979), p. 56.
B. J. Terrero, Teatro de Venezuela y Caracas (Caracas: Litografía del Comercio, 1926), p. 114.
Depons, Viaje a la parte oriental, p. 161.
Ibid., p. 400.
Augusto Mijares, El Libertador (Caracas: Academia Nacional de la Historia, 1987), p. 13.
Véanse J. P. Oliveira Martins, Historia de la Civilización Ibérica, edición de Xavier Bóveda (2ª ed., Buenos Aires: Librería y Editorial El Ateneo, 1951), pp. 299-322; y Manuel Pedregal y Cañedo, Estudios sobre el engrandecimiento y la decadencia de España (Madrid: F. Góngora y Compañía, 1878), pp. 263-81.
Por el padre de Miranda, véase William Spence Robertson, La vida de Miranda, trad. esp. de Julio E. Payró (Buenos Aires: Ediciones Anaconda, 1947), p. 15; por el padre de Bolívar, véase el Boletín del Archivo Nacional 22, n.º 85 (enero-febrero de 1938), pp. 1, 3 y 5.
Curazao pertenecía a los holandeses y era la isla de donde venía a Venezuela casi todo el contrabando; para más pormenores sobre estos importantes episodios de nuestra vida colonial, véase Boletín del Archivo Nacional, tomo XXII, no. 85.
Vicente Lecuna, Catálogo de errores y calumnias en la historia de Bolívar (3 vols., Nueva York: The Colonial Press, 1956-58), I, p. 204.
Arístides Rojas, Orígenes Venezolanos (Caracas: Imprenta y Litografía del Gobierno Nacional, 1891), p. 241.
Ibid., pp. 157-59 del apéndice.
Ibid., pp. 168-74 del apéndice.
José Gil Fortoul, Historia Constitucional de Venezuela (3 vols., 5ª ed., Caracas: Ediciones Sales, 1964), I, p. 137.
Mijares, El Libertador, p. 51.
R. M. Baralt, Resumen de la Historia de Venezuela: Desde el descubrimiento de su territorio por los castellanos en el siglo XV hasta el año de 1797 (Brujas: Desclée de Brouwer, 1939), p. 458.
C. Parra León, Filosofía universitaria venezolana, 1788-1821 (Caracas: Editorial Suramérica, 1934), pp. 54-67.
Alejandro de Humboldt, Viaje a las regiones equinocciales del Nuevo Continente, trad. esp. de Lisandro Alvarado (5 vols., Caracas: Escuela Técnica Industrial, 1941-42), II, p. 334.
Ibid., II, p. 331.
Muchos criollos, sin embargo, no llegaron a graduarse en la segunda generación de ideas que mencionó Humboldt, sino que muy por el contrario, decidieron apegarse al grupo del cual venían sus padres y abuelos. Bolívar, siendo consciente de aquella división, escribió: «Seguramente la unión es la que nos falta para completar la obra de nuestra regeneración. Sin embargo, nuestra división no es extraña, porque tal es el distintivo de las guerras civiles formadas generalmente entre dos partidos: conservadores y reformadores. Los primeros son, por lo común, más numerosos, porque el imperio de la costumbre produce el efecto de la obediencia a las potestades establecidas; los últimos son siempre menos numerosos aunque más vehementes e ilustrados». Carta de Jamaica, Pérez Vila, Doctrina del Libertador, p. 74.
Gil Fortoul, Historia Constitucional de Venezuela, I, p. 153.
Citado en ibid., I, p. 138.
Humboldt, Viaje a las regiones equinocciales, III, p. 76.
Archivo General de la Nación, Caracas, Capitanía General, VI, fol. 233.
Para un estudio más detallado sobre las reales cédulas de Gracias al Sacar, véase S. R. Cortés, El régimen de “las Gracias al Sacar” en Venezuela durante el período hispánico (2 vols., Caracas: Academia Nacional de la Historia, 1978).
Real Cédula del 10 de febrero de 1795 sobre las «Gracias al Sacar», J. F. Blanco y Ramón Azpurúa, eds., Documentos para la historia de la vida pública del Libertador (14 vols., Caracas: Imprenta de La Opinión Nacional, 1875-78), I, p. 265.
Laureano Vallenilla Lanz, «La Evolución Democrática», El Cojo Ilustrado, 1 de noviembre de 1905. Sin embargo, Pedro Manuel Arcaya en su estudio titulado «Apuntaciones sobre las clases sociales de la Colonia», refuta lo dicho por Vallenilla Lanz sobre la existencia de aquella poderosa aristocracia colonial y de la opresión que ejercía sobre las masas populares; véase Estudios sobre personajes y hechos de la historia venezolana (Caracas: Tipografía Cosmos, 1911), pp. 125-65.
«Informe que el Ayuntamiento de Caracas hace al Rey de España referente a la Real Cédula de 10 de febrero de 1795», Blanco y Azpurúa, Documentos, I, pp. 267-75.
Depons, Viaje a la parte oriental, p. 437.
Laureano Vallenilla Lanz, Cesarismo Democrático: Estudios sobre las bases sociológicas de la constitución efectiva de Venezuela (Caracas: Empresa El Cojo, 1919), pp. 68, 112-14; Disgregación e Integración: Ensayo sobre la formación de la nacionalidad venezolana (Caracas: Tipografía Universal, 1930), pp. 80-81.
Véase C. L. R. James, The Black Jacobins: Toussaint L’Ouverture and the San Domingo Revolution (2ª ed., Nueva York: Random House, 1989).
Citado en Mijares, El Libertador, p. 176.
Fernando VII a Napoleón Bonaparte, Valençay, 3 de mayo de 1810, Historia de la vida y reinado de Fernando VII de España (3 vols., Madrid: Imprenta de Repullés, 1842), I, p. 243.
Indalecio Liévano Aguirre, Bolívar (6ª ed., Bogotá: Editorial La Oveja Negra, 1987), p. 60.
Archivos del Gobierno Inglés, Admiralty-Leeward Islands, 1808, Nº 329.
Citado en Gil Fortoul, Historia Constitucional de Venezuela, I, p. 185.
Entiéndase por anarquismo municipal la histórica reacción que siempre habían tenido los cabildos frente a los atropellos por parte de la Metrópoli, en defensa de sus fueros particulares.
Sobre lo ocurrido el 19 de abril de 1810, véase C. Parra-Pérez, Historia de la Primera República de Venezuela (3ª ed., Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1992), pp. 195-211. Podemos afirmar con toda propiedad, y sin temor a equivocarnos, que este estudio es único en su tipo, puesto que no existe otro que trate el devenir de la Primera República de forma tan pulcra y minuciosa.
Véase ibid., pp. 212-33, para una comprensión más detallada de la disgregación engendrada por los cabildos municipales en las provincias que conformaban la Capitanía General de Venezuela.
Laureano Vallenilla Lanz, Críticas de Sinceridad y Exactitud (Caracas: Imprenta Bolívar, 1921), p. 11.
Para estudiar la postura de la Iglesia durante la Guerra de Independencia, véase Guillermo Aveledo Coll, «Pro Religione et Patria: República y Religión durante la Crisis de la Sociedad Colonial en Venezuela, 1810-1834» (tesis doctoral, Universidad Central de Venezuela, 2009), pp. 172-240; sobre la postura, en general, de la Iglesia en Hispanoamérica, véase John Lynch, «Revolution as a Sin: the Church and Spanish American Independence», en Latin America between Colony and Nation: Selected Essays (Londres: Macmillan Press, 2001), pp. 109-33.
Llamozas y Tovar a los Cabildos de América, Caracas, 27 de abril de 1810, Blanco y Azpurúa, Documentos, II, p. 408.
Aquella canción patriótica que empezó a circular por las calles de Caracas tras el 19 de abril de 1810, titulada desde aquel entonces como «Gloria al Bravo Pueblo», pasaría con el tiempo a convertirse —con algunas modificaciones— en el Himno Nacional de Venezuela.
D. F. Sarmiento, Facundo, o civilización y barbarie, edición de Nora Dottori y Silvia Zanetti (Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1977), p. 114.
Vallenilla Lanz, Críticas, pp. 15-21; Parra-Pérez, Primera República de Venezuela, pp. 234-35.
Mariano Torrente, Historia de la revolución hispano-americana (3 vols., Madrid: Imprenta de Moreno, 1830), I, p. 50.
Comunicación a la Regencia, Caracas, 3 de mayo de 1810, Blanco y Azpurúa, Documentos, II, pp. 408-11.
Sobre la misión a Londres, véase Parra-Pérez, Primera República de Venezuela, pp. 242-52; y de forma más resumida, Lecuna, Catálogo, I, pp. 209-14.
Blanco y Azpurúa, Documentos, II, p. 587.
J. F. Heredia, Memorias del Regente Heredia (Caracas: Academia Nacional de la Historia, 1986), p. 61; Pedro de Urquinaona y Pardo, Memorias de Urquinaona (Madrid: Editorial América, 1917), p. 198. El censo de 1810, justo cuando empezaba la revolución, menciona la existencia de 12.000 canarios residiendo en el país por aquel entonces. J. M. Restrepo, Historia de la revolución de la República de Colombia en la América Meridional (4 vols., Besanzón: Imprenta de José Jacquin, 1858), I, pp. 586-87, nota 21.
Cortabarría al Gobierno español, 12 de noviembre de 1810, Urquinaona, Memorias, p. 58.
Urquinaona, Memorias, pp. 61-62.
Medidas importantes dictadas por la Junta Suprema de Caracas, Blanco y Azpurúa, Documentos, II, p. 414.
Blanco y Azpurúa, Documentos, II, p. 487.
Heredia, Memorias, p. 29.
R. M. Baralt y Ramón Díaz, Resumen de la Historia de Venezuela: Desde el año de 1797 hasta el de 1830 (2 vols., Brujas: Desclée de Brouwer, 1939), I, p. 63.
Arístides Rojas, Leyendas Históricas de Venezuela (2 vols., Caracas: Imprenta y Litografía del Gobierno Nacional, 1890-91), II, p. 183.
Parra-Pérez, Primera República de Venezuela, pp. 261-64.
Gil Fortoul, Historia Constitucional de Venezuela, I, pp. 229-30.
Parra-Pérez, Primera República de Venezuela, p. 280.
Baralt y Díaz, Historia de Venezuela, I, pp. 74-75.
Textos oficiales de la Primera República de Venezuela (2 vols., Caracas: Academia Nacional de la Historia, 1959), II, pp. 91-102.
Sobre el desarrollo del debate y las intervenciones en él, véase Parra-Pérez, Primera República de Venezuela, pp. 297-300. Lo más memorable, quizás, de aquel día, fue cómo el presbítero Ramón Ignacio Méndez, diputado de Guasdualito, se precipitó sobre Miranda y trató de abofetearlo.
Discurso ante la Sociedad Patriótica, Caracas, 3 al 4 de julio de 1811, Pérez Vila, Doctrina del Libertador, pp. 7-8.
Discurso de Miguel Peña ante el Congreso, Caracas, 4 de julio de 1811, Blanco y Azpúrua, Documentos, III, pp. 139-43.
Véase Parra-Pérez, Primera República de Venezuela, pp. 302-6.
Blanco y Azpurúa, Documentos, III, pp. 170-73.
J. D. Díaz, Recuerdos sobre la rebelión de Caracas (Madrid: Imprenta de D. León Amarita, 1829), p. 33.
Gil Fortoul, Historia Constitucional de Venezuela, I, p. 252. Todo el capítulo 3 del libro segundo es un análisis completo de la Constitución Federal de 1811.
Véase nota 42.
Tratado de amistad, alianza y unión federativa entre Venezuela y Cundinamarca, Bogotá, 7 de junio de 1811, Blanco y Azpurúa, Documentos, III, pp. 31-32.
Constitución Federal para los Estados de Venezuela, Caracas, 21 de diciembre de 1811, ibid., III, p. 421.
Carta de Jamaica, Pérez Vila, Doctrina del Libertador, pp. 64-65.
Véase nota 43.
Heredia, Memorias, p. 45.
Testimonio y declaración a D. Pedro Gual, Bogotá, 15 de febrero de 1843, Francisco de Miranda, América espera, edición de J. L. Salcedo-Bastardo (Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1982), p. 470.
Vallenilla Lanz, Cesarismo Democrático, p. 91.
Real Cédula del 12 de febrero de 1742 sobre la segregación de las provincias venezolanas del Virreinato de Santa Fe, Blanco y Azpurúa, Documentos, I, p. 56.
Rojas, Leyendas Históricas de Venezuela, II, p. 168.
Humboldt, Viaje a las regiones equinocciales, II, pp. 300-1.
Ibid., II, pp. 330-31.
C. Marx y F. Engels han dejado una afirmación que, leída sin prejuicios, explica por sí sola el hecho de que las ideas de la élite criolla hallasen opacado la actitud de toda una mayoría apática hacia la casta superior: «Las ideas de la clase dominante son las ideas dominantes en cada época; o, dicho en otros términos, la clase que ejerce el poder material dominante en la sociedad es, al mismo tiempo, su poder espiritual dominante». Obras Escogidas (3 vols., Moscú: Editorial Progreso, 1976), I, p. 45.
C. Parra-Pérez, Bolívar: Contribución al estudio de sus ideas políticas (París: Editions Excelsior, 1928), pp. 89-90.
Parra-Pérez, Primera República de Venezuela, p. 304
Mijares, El Libertador, p. 42.