Artículo tomado de la Revista de las Españas 1, nros.º 3-4 (octubre-diciembre de 1926), pp. 202-206.
Traigo, hace ocho meses, a Venezuela sobre el labio. Colmado de casticismo, bajo aquellos palmares, me empecé un bigote español en la faz vizcaína. Revistemos, si os place, a una de las Españas más española, a la España trasmarina que me ganó a la causa capilar de los grandes Felipes.
El trasatlántico es uno de los hoteles de Madrid dispersado sobre las aguas. Por las alturas antillanas, hay un pasaje en el jardín oceánico que brinca como reloj que salta en piezas, en peces voladores. Tal una orgía de resortes. Aparece Cuba, la isla ardorosa, bajo la gran nevada de la nieve tropical de su cal y sus driles. Es el pórtico de Venezuela.
Entre los báculos de unas palmeras, en las montañas obispales, el primer caserío del país viejo y originario, el puerto de la Guaira. Sobre los ribazos, un friso de niños desnudos de enjuta canela. Es, en menudo, el Cádiz de los antípodas. Empieza a mostrarnos su alarde civilizado, de nación joven la carretera, con suavidades deliciosas de asfalto. Pero, ¿qué es esto? ¿A qué viejos amigos reconocemos al paso? Topamos con el afilador hispano, con su rueda única, como la raza española. Damos con los limpiabotas, que piruetas con el cepillo en la mano entre dos charoladuras. Hallamos, finalmente, a las mulas en los carros de casta que enhiestan sus orejas a la explosión de los dicterios de Castilla. Huellan las veredas con su trote las asnillas del Puente de Toledo. No hay corona, no hay corona en el cielo. Pero los suelos han quedado llenos de hermandades entrañables.
Al pie de unos Pirineos tropicales, la recogida, típica y añeja ciudad de Caracas vocinglera el coro de ocas de sus autos. Por los edificios de la capital late un mismo corazón arquitectónico. Caracas, cuna de novedades, presenta un primer semblante tradicional y reposado. Toda Caracas está dicha en octosílabos de cal que riman portones y rejas. Las sobrepuertas de los espaciosos umbrales se adornan con relieves del siglo XVIII monárquico; entre ellos, algunos blasones. Dentro, los patios se hunden tan hondo en la tradición mediterránea que, desbordando la filiación andaluza, se entroncan con los interiores pompeyanos. Trasiega, por entre sus columnas, el ébano sirviente de la casa. No obstante las mezclillas de las revoluciones, la raza dominadora es la blanca de la Corona, con vivos resabios en secreto de su hidalguía. En el senado de los teatros, en los cónclaves de las reuniones mundanas, apenas se dibujan otros perfiles que los de España. Mas bastantes de la bandada tradicional, aposados en Venezuela desde la popa de las carabelas, no han podido sostener el vuelo dominante, cayendo en pobreza. Mantienen algo, que es valioso en las regiones del aire, y es el rango. Existe en Caracas, la republicana, una moral de consideración hacia el origen. Doncellas y señoras de hogares elegidos cosen para fuera y condimentan dulces con miras de provecho. En parte, la riqueza, el poder, se trasladó al mundo de la piel café con leche. La ética social, a pesar de ello, reserva los mejores salones para la familia blanca. En este sentido, una de las tantas frases geniales del General Presidente, Excmo. Sr. D. Juan Vicente Gómez, ilumina la realidad venezolana: «De mi color para arriba —decía el gran Jefe, rascándose con el índice la mejilla—, ya nadie trabaja. En cuanto a los rubios, esos son todos millonarios». Así se expresarían los hispanorromanos entre los visigodos. La escala de valores mundanos sube, pues, en Venezuela, según una gama cutánea que va del ébano al alabastro.
En las mansiones palaciegas de los un día marqueses caraqueños de la Monarquía, resoplan actualmente los rotativos de la Prensa. Son los hipopótamos de la democracia. Donde se pellizcaban las cajas de rapé y se inclinaban con ceremonia las pelucas blancas, unos excelentes muchachos, en mangas de camisa, componen a diario las galeradas republicanas. Desde los baluartes de la tradición del antiguo Imperio se atenta cada noche, para asomar al sol cada mañana, el credo ilustrado de la nivelación humana. Ya salen los diarios con los primeros parpadeos solares. La misión liberal y democrática se esparce hacia los cuatro puntos cardinales en las alas blancas de los periódicos. Pero a la luz del mismo sol, en tanto que asoman los diarios, realizan su aparición las primeras organizaciones españolas de la conquista. Hacen acorde al vocear de los periódicos los tintineos de las cantimploras de los lecheros. Los lecheros cabalgan la ciudad con la leche a caballo, de igual suerte que los panaderos, quienes van con el pan en las cabalgaduras de los conquistadores. Así los vería transitar, sin duda, el fundador De Santiago de León de Caracas, D. Diego de Losada. Sobre trajes blancos elevan, panaderos y lecheros, el sombrero negro, rigurosamente de días de la Casa de Austria. Y sobre la ciudad revolucionaria entera aun sigue el Ayuntamiento luciendo por emblema la espadilla púrpura de Santiago, igual que el tórax de un caballero cruzado.
El embrión de Venezuela fue engendrado por el Mediodía de España. La fundación se llamó la Nueva Andalucía. Con tal rótulo se saluda el desembarco en este suelo del primer español, D. Alonso de Ojeda, [en] el año de 1499. Por los pilotes de la edificación lacustre de los indios bautizóle el explorador, sensible a la semejanza veneciana, con el nombre de Venezuela, la pequeña Venecia. Desde entonces esta bonita palabra, que despierta el recuerdo de las góndolas y conduce al Dux rojo, a orillas del Mar Caribe, designa al país, compuesto por una cordillera al Norte, fresca, con remansos violetas y eminencias habitables para la raza blanca, desde las que se otea un océano deslumbrante, en parques de dulces sombras. A las plantas del relieve se abre la sábana de una llanura sin orillas. Avanzando en ella, los blancos nos asfixiamos, como el pez fuera de su elemento. Cabalgan y cantan en esas pampas venezolanas los llaneros. Con sus jineteos enriquecen el Romancero universal de Hispania.
Las agujas del tiempo están detenidas en los pueblos de Venezuela. Bracean aún en el cuadrante hispano. Bajo las torres provincianas, las charangas esparcen, en los paseos, nuestros taurinos compases. Es la música de la casta. En la música, Venezuela hace la cincuenteava provincia de las cuarenta y nueve que tiene España. Circulan los gentíos en filas que se friccionan con las miradas. Un toro ensogado se corre por las calles en las tardes feriadas. Consuman proezas los mozos con una chaqueta ante las astas. Los brazos de Felipe II, alargados verticalmente en las rejas de las ventanas, apartan hacia el interior a las floridas doncellas. Los ojos se les quedan colgados de los adolescentes. Un abrumador cielo teológico pesa sobre la carne. A pesar de las estampas y los artículos emancipados de la Prensa de la capital, hay, bajo las tejas abarquilladas de las mansiones, una plúmbea resistencia a las amenidades. Detrás de ningún alféizar del mundo he vivido una tristeza más española que la de Venezuela. Cada hogar es roquero. Las emancipaciones no han pren dido sino en vegetaciones de papel impreso. Las cosas materiales son incómodas, rudas. Un Séneca viejo y enfurruñado parece haber mezclado sus huesos con la cal de las habitaciones. Ventaneando fuera de la casa austera y senequista, parece que, a dos dedos de todos aquellos hogares de provincia venezolanos, se ensalza El Escorial, despótico y ceñudo para las sonrisas del sentido. ¡Voces, voces, resonancias de asamblea han levantado los ilustres varones solos, en los cónclaves revolucionarios de América! En verdad, por debajo de esas meras resonancias, siguen formando un bloque compacto las aglomeraciones hispánicas en el mundo, en cuanto hay mujeres y niños. Poned una mujer y un niño entre los descomunales libertarios de las asambleas emancipadas de América y, repentinamente, el senado doctrinal se reincorpora a la emoción tradicional de la vida de España. Es que en el aire familiar de Venezuela perduran los rigores de dominicos y jesuítas. El bando amante del vestuario y el mobiliario contemporáneo abre, con frecuencia, esta puerta de cuarterones del siglo XVII español, que clausura el vivir recogido de Venezuela. Se fugan hacia las amenidades extranjeras. Soportan la larga estancia en su Patria como ánimas del purgatorio, elevando los ojos al celeste París, al que se ascien de por el escapulario de unos cheques.
¿Hay alguien que no sepa cuál es la producción de Venezuela? Otros os dirán que es la del cacao. Habrá quien os asegure que actualmente es la del petróleo. Permitid que os caracterice la producción de Venezuela como la de grandes hombres. A raíz del último resplandor de la cultura de los reyes en América, ensalzó este país una alta llamarada universalista. Fue cuna de Bolívar, de Sucre, de Andrés Bello. En su nacimiento, Venezuela es el cañón y el pulpito de América.
Nada se improvisa en el mundo. Menos que todo, la primacía de un pueblo. ¿Qué preparó, durante el siglo XVIII, la fulguración de Venezuela sobre el Continente a principios del XIX ? La regeneración borbónica, que va de Don Felipe V a Don Carlos III. Eso originó la primacía de Venezuela en la emancipación de América. Visitemos, muy de prisa, con piernas de galgo, los dos estilos tradicionales de la Monarquía universal hispana.
Simbolizan ambos estilos el Ave y la Planta. La primera, de los Austrias, el Ave; la segunda, de los Borbones, la Planta. Con el Ave imperó la moral de la busca de oro, de las hazañas y la comezón andariega de los rebaños. Venezuela, en días del Ave, fue provincia obscura, desapercibida. Con la Planta arraiga el ensayo de la moral agricultora, la moral mercante. Sustituye el Lirio al Azor en los frontispicios de todas las provincias del Imperio. La sustitución es particularmente interesante para Venezuela. El sueño de perfección de los primeros días de la Planta fue crear una España holandesa. Donde ello resalta es en e país del Mar Caribe. Para explotar su cacao, hasta entonces en las manos hacendosas de los holandeses, se montó una de las más perfectas Compañías de la historia hispana: la Real Compañía Guipuzcoana de Caracas. Entregóse a la Real Empresa el monopolio de la navegación y el cultivo del país durante el largo plazo que va de los reinados de Felipe V a Carlos IV. La semilla que dejó caer la Real Compañía sobre el suelo de Venezuela fue el europeismo. Detrás de los Bancos están los altares; a la zaga de los mostradores, las banderas. El lucro tiene casi siempre al fondo un estado de espíritu. De la suerte que la Compañía Trasatlántica de Navegación Española ha sido una filial del Vaticano, la Real Compañía fué un corredor marítimo de la Enciclopedia. Navios de Ilustración he llamado a sus barcos. El ideal de civilización comenzó a alborear en las pelucas blancas. No sólo la riqueza agrícola, sino la de ideas, tiene en Venezuela, por orígenes y fuentes, las gestiones de la Real Compañía de Caracas.1
A bastantes finuras ilustradas de los grandes espíritus venezolanos abanicaron las velas de los navios ilustrados. Si Venezuela es la directora moral y militar de la emancipación americana, ello se debe a que operó activamente el estilo borbónico en los valles del cacao caraqueño. Los Enciclopedistas, las ideas de Ilustración, las luces, fueron la Biblia de consulta de la dirección hispánica desde Aranda hasta Urquijo. Este ideario del XVIII yace por bajo del genio de Bolívar. Cuando ese ideal fenece en las directivas hispanas por malogro del carlotercismo, es un genial provinciano, el glorioso hijo de los valles del cacao, Bolívar, quien pone su vida al tablero por salvarlo de la derrota peninsular y conducirlo al triunfo y la eficacia en las provincias americanas.
Bolívar no desea otra cosa, conforme al ideal del XVIII, sino hacer habituales las ciencias y las artes a los americanos españoles. Las viejas raíces quizá malograron el ideal en el solar de la Península: había que salvar, al menos, el ideal en América. Desea Bolívar una raza española estremecida por las actividades de los extranjeros. Aludiendo a la inclinación medieval que priva a la casta de vivir plenamente el latido contemporáneo, fulgura entonces su frase que ilumina nuestro destino en una viñeta trágica: «Somos la corza herida que lleva su mal clavado en la entraña».
El Cid liberal de América creyó, en sus mocedades heroicas, que con los zarandees políticos se podía arrancar la saeta del mal hispano del flanco herido. ¿Quedó libre del dardo la corza boliviana al revolcarse en las revoluciones? En rigor, no, no quedó libre. El mundo ha sido lanzado a una dirección ajena a la impulsión católica, con la que rubricó el planeta la casta española. Modernidad quiere decir substancia segregada por los rivales del empuje católico. La saeta que nos empurpura el flanco, según la indicación de Bolívar, no es sino el desamor tradicional a las puras actividades mundanas. Adoró nuestra raza al Dios universal, y al ser invitada ahora, por los rivales triunfantes, a adorar la radiote lefonía y el maquinismo, siente la amargura de prosternarse ante diosecillos términos. Tuvimos presente al Dios de Jerusalem y apenas acertamos, a la sazón, a encararnos con mojones fenicios. Sin embargo, no nos queda otra opción que trasladar el temblor fanático, el latido vehemente, el trémolo religioso, al servicio de las fuerzas nuevas.
Venezuela ha producido, a finales del XVIII, un plantel admirable de personalidades. En la hora innovadora de América desempeñó papel directivo y sobresaliente. Absorbiendo la cultura de los reyes, pasaron los espíritus el Mar Rojo de la revolución, para encaminarse a la nueva tierra de la civilización de los presidentes. Entonces se apaga en Venezuela el momentáneo cabrilleo universalista. A medida que la Ilustración cala en sangres jóvenes, Venezuela cierra las valvas, se provincializa, se localiza, hasta desembocar en el presente, en que carece de interés y reverberación externas. De la fulguración ecuménica retrocede en un proceso de hermetismo. Un divagar de Quijotes hizo del país el más desgraciado del Globo. Canes vagabundos dentellaron miembros descuartizados en más de ochenta revoluciones. A la sazón no suena por los palmares sino la voz llana de Sancho. Venezuela se ha sumergido en el túnel de la reconstrucción interna. Las piquetas del General D. Juan Vicente Gómez muerden afanosamente el terreno.
Puños venezolanos fracturaron la montera de cristal del Imperio. La Corona ya no ciñe las sienes del Atlántico. Pero la misma elipse que traza lo ecuménico hispano en el planeta va del Pirineo a Filipinas. Sacrifiquemos a la democracia. No es posible refundir tiaras imperiales. Asestemos una lanzada democrática, que bien puede ser un neologismo, para herir a tantos meridianos fratemales del Globo. Esa palabra, que pudiera ser la Sobrespaña, sería el domo que cerrara cupularmente a las Españas.
Dentro de esa elipse ecuménica de lo hispano en el Globo, que llamamos la Sobrespaña, hay un pueblo que guarda amorosamente el Arca de las memorias de Bolívar. Bolívar es aquel sol de hombre que lanzó a la creación española más allá de los estilos tradicionales del Ave y la Planta, Mediante el gran sarcófago, la España de Venezuela está siempre presente a las demás Españas. De las cenizas de Bolívar, en el Panteón de Caracas, ha de brotar más de una llamarada. El alabastro que conmemora sus despojos recibirá, en el curso del tiempo, varios y numerosos cortejos. Las ataduras de algún nuevo estilo producirán bellos discursos sobre la huesa boliviana. Mi mismo ideal de la Sobrespaña nació a esa sombra. Vagando en vecindad del osario en que está el Cid de América, me decía: «Son cien millones de rusos de Oriente. Seremos cien millones de sobrespañoles de Occidente».
El estímulo forastero llama a las puertas de Venezuela. No es otro que la nueva presión económica de los Estados Unidos. Musical y verbalmente, los venezolanos están unidos de corazón a la España de la Península. Por razones de hacienda, Venezuela gravita, cada vez más, hacia los Estados Unidos. Ello no tiene remedio. A la economía han transportado los norteamericanos un respiro vehemente y casi religioso. Los relacionados hace unos años con la Kultur germana, al sentirse absorbidos, penetraban en una arquitectura del mundo de bóvedas imperiosas. Así está ocurriendo ahora con los que frecuentan mercantilmente a los Estados Unidos. La economía norteamericana tiene algo de alcohol ardiente, que produce vapores imperiales.
Destaquemos, a ojos del lector, una afirmación exacta. Los valores de España, que son en Venezuela huesos de sus huesos, carne de su carne, están reducidos a significación meramente pintoresca. Sirven para las verbenas. Levanta ventoleras de enojo, en algunos castizos y tradicionales, la presión estadounidense. Lo discreto en esta nueva circunstancia histórica que se está creando es abrir los ojos. Actualmente, para el hispanismo, la capital más interesante es Washington. A los rivales hay que envolverlos en miradas atentas. La gimnasia económica de Norteamérica, que tan bellos bíceps ha creado al joven pueblo, es el mejor estímulo al cultivo de nuestra musculatura.
Venezuela es una España rapaza, una España mozuela. En Navidades huele el aire a primavera. Los corpulentos árboles ofrecen en sus copas la ternura pueril de las matas de Europa; es decir, se endulzan hasta tener flores. Bajo las ramas, sonrientes, las enmantilladas taconean pr las calles cada mañana. Ciñe sus rostros el velo empapado en Cristo, el cendal pío. La guitarra castiza penetra hasta lo más hondo de los cafetales. Los circos gallísticos son colmados vasos de sangre hispana.
Para acentuar lo típico, finalmente, Venezuela es una Andalucía vizcaína. Muchos nombres de la cumbre venezolana suenan las ásperas voces de la toponimia del Pirineo vascuence. Circulan copiosamente los apellidos Urdaneta, Ibarra, Zuloaga, Eraso. Son el poso que dejaron sobre el lugar los navios de la Real Compañía Guipuzcoana. Entre rostros de Córdoba, de Sevilla, se dibuja, en el país de Bolívar, la línea facial de la cordillera que en cabeza el Norte de la Península. El perfil mismo de Bolívar es un relieve, en miniatura, del Pirineo.
Véase en la librería de Beltrán, calle del Príncipe, Madrid, mi libro: Navíos de la Ilustración. [Ramón de Basterra, Los navíos de la Ilustración: Una empresa del siglo XVIII; Real Compañía Guipuzcoana de Caracas y su influencia en los destinos de América (Caracas, 1925; Madrid, 1970).]