Vicente Lecuna frente a Salvador de Madariaga
La polémica más importante en la historiografía venezolana del siglo XX
En 1843, el historiador y ensayista inglés Thomas Carlyle, destacado exponente de la teoría del héroe, escribía: «En verdad, como Ulises, su historia (la de Bolívar) merecería la tinta necesaria para escribirla, ¡si hubiera aparecido el Homero capaz de hacerlo!» Con estas palabras, vaticinaba la tarea que muchos han emprendido, desde el siglo XIX hasta nuestros días, por bosquejar de la mejor forma la vida del gran hombre. Y es que si existe un hombre, el cual abarque los más vastos dominios de la historiografía venezolana, ese es Simón Bolívar. Del mismo modo afirmo, sin miedo a equivocarme, que el Libertador es el americano del cual jamás se ha escrito tanto; figura de dimensión excepcional no termina de proporcionar a escritores material de inspiración.
La trayectoria de Bolívar en la historiografía es, cuando menos, digna de repasar, a efectos de contextualización del presente artículo. La primera visión de nuestra Guerra de Independencia se definió a partir de cómo los acontecimientos fueron percibidos desde Europa; por lo tanto, la primera nota biográfica que se conoce del Libertador fue publicada en Milán en 1818 como parte de una Serie di vite e ritratti de’Famosi Personaggi degli Ultimi Tempi. Su autor, Luigi Angeloni (1759-1842), exiliado para entonces en Francia, fue un destacado protagonista de la República Romana de 1798-99 y figuró como un determinado animador de los círculos conspirativos jacobinos italianos. No es de extrañar tampoco que el celebrado poeta Lord Byron (1788-1824), al denunciar en su poema La Edad de Bronce de finales de 1822 la pretensión de los monarcas europeos, reunidos en el Congreso de Verona para reprimir los movimientos liberales de España y de Italia, mencione explícitamente a Bolívar como un parangón de la libertad.
Con la prematura muerte del Libertador, se le agregó una dimensión adicional a la imagen del héroe. Las necrologías de Bolívar, aparecidas en los principales diarios del Viejo Continente, reconocían, de manera unánime, las singulares virtudes del personaje. Para el renombrado historiador francés Auguste Mignet (1796-1884), Bolívar había sido un «afortunado mortal porque fue grande por sus hazañas guerreras [...] y supo permanecer fiel a la libertad como hijo sumiso que era. [...] Gran lección para nuestra vieja Europa, siempre dispuesta a calificar de ilusorios a estos gloriosos principios»; a esa misma conclusión llegó el Aftonbladet de Estocolmo. Al reseñar los últimos momentos de vida del Libertador en Santa Marta, el Amsterdamsche Courant recalcaba el hecho de que a Bolívar «ni en la hora más dura de su delirio se le escapó reproche o expresión alguna de rencor contra sus enemigos». Hasta el Moskovski Telegraf reconoció que hacía poco «había dejado de existir uno de los grandes hombres de nuestro siglo [...] con la aureola de una gloria inmaculada» y cuya última proclama no era menos que «la voz conmovedora de la virtud». Para el Times de Londres, sin embargo, los «conocimientos y capacidad superior» de Bolívar se veían limitados por la difícil situación que había tenido que enfrentar; y el hecho de que los empréstitos concedidos por la City a las nuevas repúblicas americanas hubiesen desembocado en una moratoria general no podía menos que afectar la imagen del recién fallecido personaje: «en el mercado de la Bolsa —concluía el Times— nos tememos que la gloria del Libertador se encuentre ahora sujeta a descuento».
Como era de esperarse, la única voz verdaderamente discordante en cuanto a esta primera visión de Bolívar y de su acción política provino de los círculos conservadores de España. En 1829, el economista, historiador y diplomático peninsular Mariano Torrente (1792-1856), inició la publicación de su Historia de la revolución hispano-americana, en tres tomos, donde Bolívar era presentado como el «sedicioso», «rebelde», «villano» y principal responsable de la pérdida de «unos países que de tan legítimo derecho pertenecen a la Monarquía española». Curiosamente, la interpretación de los acontecimientos que dio Torrente sólo reflejaba una posición oficial identificada con el absolutismo fernandino, ya que después de la muerte de Fernando VII, el tono cambiaría y la primera biografía del Libertador, publicada en el Semanario Pintoresco de Madrid en 1837, no dejó de reconocer los «méritos» y el lugar importante granjeado en la historia «al famoso libertador de Colombia».
Pero la Historia de Torrente tendría como principal consecuencia la de motivar una refutación por parte de la ahora naciente historiografía venezolana. De hecho, las dos primeras historias de Venezuela escritas después de la Independencia fueron, en parte, concebidas como una respuesta a la «multitud de falsedades con que el español D. Mariano Torrente ha querido lastimar la conducta de los americanos, siempre imbéciles a su modo de pensar». Inicialmente, y previstas como unos simples apéndices a tratados de geografía, las historias de Venezuela de Feliciano Montenegro y Colón (1781-1853) y de Rafael María Baralt (1810-1860) constituyeron los primeros elementos de un corpus historiográfico nacional, cuyo carácter oficial se veía confirmado por el patrocinio concedido, en ambos casos, por el Estado venezolano para su elaboración e impresión. La figura de Bolívar ocupa ciertamente un lugar importante en las páginas dedicadas a relatar los acontecimientos de la emancipación, pero el tono del relato —tanto en el caso de Baralt como en el de Montenegro y Colón— procura mantenerse dentro del marco de una cierta neutralidad en términos «bolivarianos». Después de todo, quienes gobernaban entonces Venezuela, entre ellos el propio caudillo máximo José Antonio Páez, habían sido los principales responsables políticos del destierro del Libertador y del desmembramiento de su anhelada Colombia. Por ello también, quizás, ambas historias se preocuparon más por destacar el aspecto puramente militar de las campañas independentistas, menos sujeto a interpretaciones que fueran más allá del hecho mismo. Como afirmaba Baralt: «los trabajos de la paz no dan materia a la historia».
Pero a pesar de las críticas y a la relativa indiferencia de las cuales fueron objeto, estos primeros elementos de nuestro corpus historiográfico nacional servirían como fuente principal de referencia para la redacción de los primeros manuales escolares de «historia patria», aunque bajo una versión truncada a través de la cual el relato podía adquirir la forma canónica de un imaginario colectivo. La Independencia pasaría entonces a ser la génesis de una epopeya que ponía en escena a personajes netamente contrastados: por un lado, los malvados; por el otro, los héroes (Bolívar pronto habría de adquirir una dimensión excepcional entre estos últimos). La repatriación de las cenizas del Libertador a Caracas, en 1842, marcó el inicio de una progresiva revisión de criterios. La publicación, ese mismo año, del libro Mis exequias a Bolívar en el cual su autor, Juan Vicente González (1810-1866), recogía una serie de artículos que, sobre el tema bolivariano, había escrito desde 1831, ponía de manifiesto el carácter excepcional del personaje; el innegable talento literario de González, al cual se unía la profunda admiración que sentía desde niño por la figura del Libertador —a pesar de haber sido formado en el seno de una familia realista—, pronto lograría crear el tono y los estereotipos de un discurso que buscaba, con una exaltación romántica de personajes heroicos, moldear los rasgos de una genuina identidad nacional consensual. Ese mismo tono sería el utilizado por Felipe Larrazábal (1816-1873), quien publicó en 1865 la primera biografía de Bolívar escrita por un autor venezolano. El hecho de que González fuese uno de los corifeos del bando conservador y Larrazábal un destacado representante del Partido Liberal mostraba el grado de consenso que se había alcanzado.
La fijación definitiva de los cánones que regiriían para venezuela las modalidades del «bolivarianismo» le tocaría al régimen del general Antonio Guzmán Blanco (1829-1899). El movimiento armado que lo trajo al poder, en abril de 1870, consagró la hegemonía del Partido Liberal; y al mismo tiempo, el conflicto que, a partir de 1872 opuso el poder civil a las autoridades eclesiásticas, favoreció la promoción de la versión tropicalizada de una Kulturkampf en que la figura del Libertador serviría de referencia central. Además de favorecer un sentido de cohesión nacional, esta nueva «religión cívica» —si es que se le puede concebir así— podía valerse de un conjunto de circunstancias que contribuían a su justificación. Se dispondría ahora del conjunto de compilaciones documentales que permitiesen fundamentar los acontecimientos de la vida de Bolívar sobre una base irrefutable desde el punto de vista de la erudición histórica.
La primera colección de Documentos relativos a la vida pública del Libertador, a cargo de Francisco Javier Yánes y Cristóbal Mendoza, publicada entre 1826 y 1833, se vería ahora ampliada y completada por José Félix Blanco y Ramón Azpurúa, mediante una nueva edición en 14 tomos, ordenada por el propio Guzmán Blanco, que vería la luz entre 1875 y 1878. Por otra parte, el monumental fondo de archivo recopilado durante su vida por el general Daniel Florencio O’Leary (1801-1854), uno de los edecanes predilectos de Bolívar, también ahora tomaba el camino de la imprenta bajo la forma de 32 tomos publicados entre 1879 y 1888. Aún en la actualidad, la colección de Blanco y Azpurúa y la de O’Leary forman la base de todo estudio bolivariano serio. En lo inmediato, permitieron corregir algunos errores sorprendentes: hasta entonces, por ejemplo, no se tomaba en cuenta la fecha del nacimiento de Bolívar, que se celebraba por tradición el día de su santo onomástico, San Simón, el 28 de octubre.
Bolívar se convirtió en la referencia obligada y prácticamente única de un imaginario colectivo. El tono había quedado fijado en los manuales escolares, varios de los cuales fueron encargados con motivo de la fecha centenaria, y consagró la consolidación efectiva o, mejor dicho, afectiva del patriotismo venezolano. Parafraseando el título de la evocadora obra de Eduardo Blanco (1838-1912), publicada en 1882, Venezuela no podía ser menos que «heroica» y reencontrar, mediante la emulación de las virtudes de un pasado, transformado en historia oficial —la única aceptable y, por ende, verdaderamente patriótica—, la fuente de redención para las limitaciones del presente. La creación, en 1888, de la Academia Nacional de la Historia completaría en ese sentido el marco institucional requerido. Paradójicamente, la consagración de Bolívar como alfa y omega del discurso patrio venezolano inauguraría una ruptura, en términos de producción historiográfica, entre una vulgata, repetida y reproducida a la manera de un credo y la dinámica evolutiva de las interpretaciones acerca de su figura, personalidad y actuación, gracias a la llegada de los fecundos métodos positivos, inicados por Augusto Comte, Herbert Spencer e Hippolyte Taine, al suelo venezolano.
Al promover un consenso en torno a los valores patrios, Bolívar se convertía en garante del orden establecido. Enemigo de las facciones, era por lo tanto enemigo de la anarquía. Y pese a que la Guerra de Independencia fue una guerra civil, como lo demostró Laureano Vallenilla Lanz (1870-1936) en una conferencia pronunciada en el Instituto Nacional de Bellas Artes de Caracas en 1911, que conformó el primer capítulo de su Cesarismo Democrático, publicado más tarde en diciembre de 1919, Bolívar se dio perfectamente cuenta de la necesidad de ajustar las instituciones a lo que percibía como propensión intrínseca de la sociedad hispanoamericana hacia la disgregación; de ahí que su visión política, particularmente en la última etapa de su actuación, haya favorecido un poder ejecutivo fuerte de corte cesarista, pero siempre republicano, lo que dejaba sin verdadero fundamento la supuesta «tentación monárquica» que se le había atribuido. Bolívar podía ser, en algunos aspectos y como última reminiscencia de un romanticismo utópico, heredero de Don Quijote, como se complació en calificarlo Miguel de Unamuno, pero las dificultades que había tenido que enfrentar se encargaron de no hacerle perder el sentido de la realidad.
Esta interpretación conservadora del personaje se ajustaba, por lo demás, a las circunstancias políticas que atravesaba Venezuela con el gobierno del general Juan Vicente Gómez. A tal efecto se destaca la obra llevada a cabo a partir de ese momento por Vicente Lecuna (1870-1954). Banquero e ingeniero civil de profesión, e historiador por afición, Lecuna se dedicó a la tarea de recopilar y publicar en forma sistemática la correspondencia de Bolívar, de contribuir al rescate de la Casa Natal del Libertador en Caracas, que convirtió en un templo dedicado a la exaltación de la memoria del «Padre de la Patria», y de promover la minuciosa investigación, en particular de su actuación como jefe militar. Su obra titulada Crónica razonada de las guerras de Bolívar, donde se relata con lujo de detalle todas las campañas militares del héroe, fue el resultado de tres décadas de investigaciones, con el objetivo de llenar los vacíos dejados por nuestros primeros historiadores. Para Lecuna, era, por lo demás, indispensable que Bolívar fuese, literalmente, un héroe intachable en todos los aspectos de su vida, tanto pública como privada.
En Venezuela, el final de la era gomecista marcó también el inicio de una visión historiográfica revisada de la figura del Libertador. Rufino Blanco Fombona, ilustre opositor al régimen dictatorial, publicó, en los últimos años de su vida, varios ensayos sobre diversos aspectos del personaje, enfocándolo más particularmente desde un punto de vista psicológico. Pero faltaba aún la biografía que lograse conciliar la interpretación erudita más «objetiva» posible de la figura histórica con las exigencias de la visión «oficial» de la realidad bolivariana. Llegamos ahora al punto que nos interesa. Este fue inicialmente el propósito que debía cumplir la obra que emprendió Salvador de Madariaga (1886-1978) a comienzos de la década de 1940. Madariaga era español, pero su vocación democrática, su oposición al régimen franquista y su innegable estatura intelectual parecían garantizar un resultado a la medida de las esperanzas. El monumental Bolívar de Madariaga era probablemente —junto con la obra de Gerhard Masur que aún no había sido traducida al castellano— la biografía mejor documentada que, hasta la fecha, se le hubiese dedicado al Libertador (su obra fue publicada en dos tomos de unas 600 páginas cada uno); pero la publicación del libro, en 1951, desató en Venezuela una violenta polémica con tintes de escándalo.
Entre otras cosas, Madariaga insinuaba que la tentación monárquica de Bolívar fue una realidad; su apreciación de las cualidades militares del Libertador no era considerada lo suficientemente elogiosa; y su tratamiento de las relaciones entre Bolívar y San Martín o entre Bolívar y Santander, altamente tendencioso. Peor aún, insistía demasiado en relatar los pormenores de la vida amorosa del héroe, otorgándole un lugar supuestamente desmedido al papel desempeñado por su amante, Manuela Sáenz, y relataba la resistencia inicial que tuvo, en su lecho de muerte, a recibir los últimos sacramentos. Por último, se insinuaba que el «Padre de la Patria» podría haber tenido algún ancestro «de color».
Para Vicente Lecuna —quien había sido hasta entonces amigo personal de Madariaga— y los miembros de la Sociedad Bolivariana de Venezuela, tanto el libro como su autor hubiesen merecido, en otros tiempos, la hoguera y el auto de fe. A falta de ello, la Academia Nacional de la Historia emitió una declaración pública en la que condenaba el libro, declaración que se creyó obligada a reiterar 14 años después. Lecuna, por su parte, dedicó los últimos años de su vida a la tarea de refutar los errores e insinuaciones de Madariaga en los tres gruesos tomos de su Catálogo de errores y calumnias en la historia de Bolívar, publicados póstumamente, mientras que el monseñor Nicolás Eugenio Navarro (1867-1960), para entonces director de la Academia Nacional de la Historia, se encargó de reeditar, en edición amplificada, su documentado estudio acerca de La cristiana muerte del Libertador.
Me he dado la tarea de transcribir, precisamente, la refutación que Lecuna hizo a la obra de Madariaga, disponible en su obra póstuma antes mencionada (tomo I, págs. 366-401) con las respectivas notas al pie de página empleadas por nuestro historiador. Aclaro, para que no hayan confusiones, que la crítica que hace Lecuna es a la primera edición del Bolívar de Madariaga, ya que en la nota a la segunda edición de la obra, por ejempo, el autor expone que las memorias del marino inglés anónimo no corresponden con las fechas señaladas. Ya para finalizar, qiero que el lector, en vista de lo expuesto por Lecuna respecto a Madariaga, saque sus propias conclusiones al respecto; yo no busco favorecer o desestimar ninguna de ambas versiones, y para que no se piense lo contrario, me permito adjuntar este enlace a la obra de Madariaga en su segunda edición, para quien guste leerla; sólo me interesa que en el contraste de interpretaciones, como bien llegó a señalar Hegel en su dialéctica, se pueda alcanzar o estar cerca —si es que podemos definirla como tal— de la verdad histórica.
A continuación, El odio de Madariaga a Bolívar, por Vicente Lecuna.
El odio de Madariaga a Bolívar
El eminente literato español Salvador de Madariaga, autor de extensas obras sobre Colón y Hernán Cortés, ha realizado un ensayo infeliz de biografía de Bolívar, como complemento de sus estudios respecto a la América Española. En esta última califica la independencia de Hispano América de error grave de los dirigentes de la sociedad de la Colonia. Pensamiento original, no enunciado hasta el presente en ninguna literatura histórica. En su concepto el Gobierno de España era perfecto y proporcionaba a sus habitantes la mayor suma de bienes posibles, o sea estabilidad, paz y riquezas, pero como sabemos la realidad era distinta.
Los primeros gobiernos españoles llenaron su objeto de ocupar los extensos territorios conquistados a lo largo de todo el Continente. En esta obra colosal el pueblo español, sin duda, demostró grandes virtudes y como es lógico, defectos inherentes a toda conquista. Luego vino la administración. No nos atrevemos a juzgar en todos sus detalles tan vasta empresa. Los funcionarios españoles, bajo muchos aspectos, llenaron sus deberes de acuerdo con las normas de la época. En el transcurso del tiempo se fueron formando naciones y de acuerdo con los medios disponibles las sociedades evolucionaban como todo cuerpo en desarrollo. Adelantado el Siglo XVIII, el progreso de las ideas exigía modificaciones y derechos, nacidos en las evoluciones de los pueblos de Europa, traídos principalmente por el vehículo del contrabando, en obras políticas, filosóficas y de ciencias naturales, publicadas en los países libres de Holanda e Inglaterra.
El aventurero español Gabriel de Villalobos, Contador Mayor en Caracas hacia 1690, y más tarde consejero del Consejo Real de Indias, bajo el título de Marqués de Varinas, en sus comunicaciones al Rey se refería a los abusos de los magistrados, y como consecuencia de sus faltas y errores, a la posibilidad de que las colonias cansadas de la opresión, se declararan independientes. Es un hecho que en muchos funcionarios públicos dominaba la codicia y la rapiña. Sobre estos abusos sólo tenemos datos precisos de fines del Siglo VXII y principios del Siglo XVIII, suministrados por el doctor Hector García Chuecos, Director del Archivo Nacional. Señalamos algunos. Los cargos de Capitán General se obtenían mediante obsequios al Rey de sumas importantes: don Nicolás Eugenio de Ponte y Hoyo (1699–1704), por ejemplo, obtuvo la Capitanía General mediante la suma de 16.000 pesos de a 10 reales cada uno; y el célebre gobernador Cañas y Merino (1711–1714) la alcanzó dando 10.000 pesos y así otros magistrados. Naturalmente estos funcionarios al llegar procedían a recuperar las sumas gastadas para obtener los cargos. No pudiendo hacerlo basados en ninguna ley, procedían subrepticiamente, robando parte de las rentas públicas y los subalternos, por su parte, también procuraban hacer fortuna, después de recuperar lo que habían gastado en comprar sus cargos. Se vendían los oficios de justicia, alcaldías mayores, corregimientos y otros puestos. El público pagaba por residencias, gracias, encomiendas, licencias y permisiones de diversas cosas que prohibían las leyes y eran indispensables. También pagaba por libranzas sobre las cajas, misiones de cobranzas, jueces de quinto, visitas de minas y tierras y alcaldías de agua.
A todo esto se agregaba la incomunicación en que la Corona mantenía a las colonias entre sí. En cierta época no se podía ir a España sin permiso directo del Rey. El comercio se hacía únicamente con un puerto de España, Sevilla o Cádiz. Carlos III dio la ley llamada del Comercio Libre, pero no fue libre sino con España para enviar los frutos a cualquier plaza, pero no a las otras naciones. Hasta nuestra Independencia, España mantuvo siempre el monopolio del comercio de sus provincias americanas. Naturalmente el comercio español explotaba con avaricia nuestras producciones; a todo esto se añadía el contrabando tolerado por las mismas autoridades destinadas a prohibirlo, pero en cierto modo necesario por la falta de comunicaciones con la metrópoli. Esto último dio nacimiento a la Compañía Guipuzcoana, con el monopolio total del comercio de Venezuela, sistema beneficioso bajo ciertos respectos, pero opresivo en grado eminente. De aquí el descontento de los mantuanos, de los hidalgos, de los propietarios, de la clase media de los pardos, de cuantos tenían que defenderse de la codicia de las autoridades.
El 24 de febrero de 1782, don Juan Vicente Bolívar, don Martín Tovar y el Marqués de Mijares, en nombre de «todos, de todos», escribieron una larga carta a don Francisco de Miranda, estimulándolo a intentar la independencia del país, ofreciéndole ponerse a sus órdenes y a reconocerlo como caudillo, en caso de que realizara una invasión. Le ofrecían derramar hasta la última gota de sangre en la lucha por obtener la independencia. Califican a la dominación española de insoportable e infame opresión. El Intendente, dicen, «no ha venido aquí sino para nuestro tormento; él y sus secuaces ultrajan a todo el mundo, lo mismo hacen los demás, y el ministro Gálvez, más cruel que Nerón y Felipe II juntos, lo aprueba todo. En suma tratan a los americanos de cualquier estirpe, rango o circunstancia que sea, como a esclavos viles». Esta carta la condujo el padre Cárdenas, religioso de la Merced, próximo a embarcarse a La Habana. Con él podía enviar Miranda la respuesta esperada con ansiedad.1
Adelante veremos cómo el señor Madariaga le cobra estas expresiones a Don Juan Vicente Bolívar.
Paralelamente al tren oficial, en el cual hubo naturalmente algunos funcionarios de mérito sobresaliente, y algunos honrados, pero que en su conjunto era detestado por los colonos, surgió una generación formada en la vida agrícola, desde sus padres y abuelos, independientemente del gobierno, ilustrada y patriota, hasta el punto de llamar la atención al Barón de Humboldt, por el desarrollo que encontró en esa sociedad de las ideas políticas que agitaban ya al mundo europeo. Ni nuestro ilustrado Gil Fortoul, ni mucho menos el señor Madariaga, supieron distinguir a esa generación de hombres honrados y patriotas, incapaces de practicar la adulación y el peculado, como las posteriores responsables de la corrupción de los partidos políticos de la República. Por esa incomprensión no vaciló Gil Fortoul en acoger la calumnia de Ducoudray Holstein sobre Soublette y extenderla a todos los patriotas hasta decir que los generales de Bolívar debieron sus grados no sólo a su valor sino a las complacencias de sus esposas con el Libertador. Error lamentable desmentido por nosotros en nuestro artículo El Modernismo en la Historia,2 mas el señor de Madariaga lo extiende hasta los oficiales subalternos de las campañas de 1813 y 1814, cuando todos, sin excepción, sacrificaron su reposo y el de sus familias en defensa de la patria en formación.
Los valles de Aragua, los del Tuy y otros adyacentes, estaban llenos de familias distinguidas, tan interesadas en sus fundaciones agrícolas, como en los goces sociales cuando venían a la capital. Lo mismo en otras provincias. Doña Concepción Palacios pasaba temporadas en su casa de Caracas y en el ingenio de San Mateo, administrando la finca.
Esa sociedad ilustrada no podía conformarse con la atrasada y férrea organización española. En Caracas, en las casas principales se leía con avidez la literatura española del Siglo de Oro, la Historia de Grecia y Roma y las obras de los Enciclopedistas del Siglo XVIII. Esta sociedad, de probidad absoluta, compuesta no solamente de mantuanos e hidalgos, sino también de hombres de la clase media y de la numerosa de los pardos, hizo la Independencia. Bolívar, representante de esa generación ante la historia, fue el jefe de la cruzada. Desde la niñez supo las ideas de su padre y pronto se dedicó, según dijo al comandante Paulding en el Perú, a leer las historias de Grecia y Roma y de la independencia de los Estados Unidos.
Tal fue la herencia recibida en su niñez por el Libertador, pero el señor Madariaga quiere darle otro aspecto al ambiente familiar de su casa solariega. Según dice, don Juan Vicente Bolívar y Ponte fue un tirano, afirmación basada en declaraciones de una mujer histérica, tomada aisladamente por el autor para su propósito interesado.
Hacia el año de 1765, llegó a Caracas de Obispo, el clérigo maniático Antonio Diez Madroñero. En poco tiempo convirtió a la capital en un convento, según expresión de don Arístides Rojas. Las casas, las calles, las esquinas se llenaron de santos. Desde la mañana a la media noche no se oían sino rezos, responsos, sermones. Las procesiones salían de día y de noche. El Obispo llevaba un censo de los que se confesaban y otro censo de los que hacían penitencia, y los manejaba como riendas para dirigir la sociedad a su sabor. Realizada su obra en la capital se fue a los partidos particulares: en San Mateo la emprendió contra don Juan Vicente Bolívar, entonces soltero, de 39 años de edad y Justicia Mayor de los Valles de Aragua desde hacía 7 años, en cuyo período había mantenido el orden y protegido las labranzas contra el merodeo. En los últimos tiempos tuvo relaciones amorosas con María Jacinta Fernandez, vivieron juntos como un año; luego ella se casó, pero continuó después condescendiendo algunas veces a los requerimientos de don Juan Vicente. En eso llega el Obispo, la pone en confesión, la reprende, ella se aterra. Pasa el obispo a otras diligencias, don Juan Vicente reincide en sus deseos y María Jacinta se dirige al señor Obispo y le expresa que «como mujer es débil y no sabe si puede caer en la tentación de volver a pecar», por esto busca la protección del Obispo. Le explica el conflicto en que se halla «se ve perseguida de un lobo infernal que quiere a fuerza que la lleve el diablo junto con él». Esta frase de las declaraciones de Maria Jacinta es la única que reproduce el señor de Madariaga, sin exponer los antecedentes que la explican. Comprendiendo se trataba de una neurasténica, el Obispo se limitó a aconsejarle llevar vida religiosa, evitar tratos con don Juan Vicente y no dar pábulo a habladurías (Apéndice del tomo II, págs. 608 a 610).
Luego el pseudo historiador analiza la única carta conocida de doña Concepción Palacios Blanco, la benévola y sociable madre del Libertador, cuya fama por sus nobles cualidades morales, su arte musical y su belleza llegó hasta nosotros. Esta joven señora era centro de una numerosa parentela y de amistades que la apreciaban en alto grado. En 1790 hizo un viaje con su familia a la hacienda de San Mateo y llevó en su compañía como 50 personas, señoras casi todas y parientas suyas con sus niños. Estando en el pueblo le escribe el 10 de septiembre a su hermano Esteban con motivo de la adquisición de unos esclavos, en cuya carta le dice que no se apresure a comprarlos, porque es menester que sean muy buenos para dar por ellos el dinero que piden. Luego se refiere a las numerosas mulas que tiene en el servicio de su hacienda, cuyo número y calidades le ha preguntado su padre. El estilo dice el historiador es duro y escueto y agrega estas palabras: «En su carta sus alusiones a la religión tienen cierto sabor de contabilidad característica de su modo de ser: “Yo estoy ya buena, me parece que del todo —le dice a su hermano—, gracias a Dios; ello es que un hábito me cuesta, para que no me queden resueltas, pero muy gustosa lo voy a tomar”» (tomo I, pág. 75). Estas sencillas palabras no justifican la observación maliciosa del escritor.
Don Simón Rodríguez publicó en Arequipa en 1829, durante la reacción contra el Libertador, una defensa de sus actos: en ella cuenta refiriéndose a díceres en el Perú: «El Populacho dice (…) que cuando Bolívar era un niño se divertía en matar negritos con un cortaplumas; que su madre le daba gusto en ello; y que cuando el niño lloraba salía al balcón y gritaba a sus esclavos: este niño no tiene con que jugar, ya se le acabaron los negritos, vayan a la hacienda a traerle más». Don Salvador reconoce que todo esto es ridículo, pero se pregunta, ¿no habrá un fondo de verdad en ello? Según agrega: «Don Simón Rodríguez no refuta el cuento y por lo tanto no tenemos derecho a desprendernos del asunto tachándolo de imposible», y refiere el caso de que «en los Estados Unidos a ciertos niños les daban un esclavito para que abusaran de él para entretenerse» (tomo I, págs. 76 y 77). Estos antecedentes pueden dar idea de cómo serán los análisis y las críticas malévolas que hará el autor de la accidentada vida del hombre en su larga lucha por la Independencia y por asegurar la grandeza política de nuestra América.
El señor Madariaga por falta de información adopta episodios falsos. Nuestro eminente historiador Manuel Segundo Sánchez demostró con documentos fehacientes el origen de la bisabuela de Bolívar llamada Josefa Marín de Narváez. Era hija de una señora de la primera sociedad de Caracas y fue bautizada en el libro de blancos de la Catedral, mientras el escritor da por cierta la especie de Rafael Diego Mérida, de descender dicha señora de una indígena de Aroa, leyenda reproducida por Gil Fortoul. No le damos importancia a la versión de que Bolívar tuviera herencia de sangre indígena. Sería hasta elegante como representante de la tierra, y se atribuye a los primeros mantuanos. Hacemos constar el hecho histórico, solamente por amor a la verdad demostrada.3 También se equivoca al decir que al joven Bolívar, después de la muerte de su madre, le faltó el calor femenil de la familia, cuando es bien sabido que sus tías María de Jesús y especialmente Josefa Palacios le sirvieron de madre en su primera juventud.
Otra equivocación del escritor es decir que Bolívar desdeñó a Bello por Rodríguez. Este último le enseñó las primeras letras y se fue de Caracas cuando Bolívar tenía doce años. Posteriormente entró Bello a darle clases de cosmografía y bellas artes, es decir cuando Simón tenía 14 y 15 años.
El espectáculo de la Corte en Madrid en 1799 cuando llegó Bolívar a la capital de España, es uno de los más tristes y vergonzosos de la historia. La Reina liviana, el Rey tonto, el príncipe heredero de malas inclinaciones y un valido árbitro de la Corte, dueño de una fortuna igual a las deudas de España, según uno de los embajadores franceses en Madrid. ¿Qué impresiones podía recibir el joven caraqueño de espectáculo tan degradante? En Madrid adquirió sus primeros conocimientos del mundo europeo y lo retuvieron la sociedad de su tío Esteban Palacios y del Marqués de Ustáriz, y su matrimonio.
En su segundo viaje, ya viudo, se dirigió a París y luego a Italia en compañía de su amigo de la infancia Fernando Toro y de Simón Rodríguez. Al escritor no le falta gracia en algunas de sus críticas. Desgraciadamente son pocas sus humoradas de esta especie. Refiriéndose a las andanzas del héroe con su antiguo maestro en este viaje, los denomina don Quijote Bolívar y Sancho Carreño, así los lleva al célebre juramento del Monte Sacro. Luego añade: «Napoleón se había coronado en Milán y don Quijote Bolívar se coronó en el Monte Sacro en presencia de un mundo imaginario evocado por su fantasía» (tomo I, pág. 155). El ilustre literato es fecundo en la diatriba perversa y en la ironía.
Viene luego (tomo I, pág. 156) el retrato físico del hombre, copiado de Perú de La Croix, que no es sino una caricatura. Enseguida dice: «aunque Bolívar era blanco tenía pequeños afluentes de sangre negra y de sangre india; así se explica que fuera representativo de un estado de ánimo continental en un momento dado de la historia, si no fuera así cesaría de ser coherente. En este caso sus ideas serían vesánicas, delirios de un demagogo irresponsable o de un loco de atar» (tomo I, pág. 160).
Tal es la manera de razonar y de analizar del pseudo historiador. «Si nos negamos a verlo así —agrega enseguida—, sus violencias verbales contra España se resuelven en meras insensateses, puesto que era al fin y al cabo español». Cita luego frases de Bolívar: «Tres siglos gimió la América bajo esta tiranía, la más dura que ha afligido a la especie humana...». «El español feroz, vomitado sobre las costas de Colombia, para convertir la porción más bella de la naturaleza en un vasto y odioso imperio de crueldad y rapiña… Señaló su entrada en el Nuevo Mundo con la muer te y la desolación: hizo desaparecer de la tierra su casta primi tiva; y cuando su saña rabiosa no halló más seres que destruir, se volvió contra los propios hijos que tenía en el suelo que había usurpado». «Si Bolívar —dice Madariaga— no hubiera tenido sangre india en las venas, estas frases suyas hubieran bastado para justificar su encierro en un manicomio» (tomo I, pág. 167).
Pero más adelante se contradice, se refiere a la carta para Santander en que Bolívar menciona sus autores favoritos, niega que los hubiera leído: «Era Bolívar temperamento demasiado rápido, por vocación de masiado hombre de campo, para haberse quemado las cejas con Locke o Hobbes, con Helvecio o con Rousseau. Voltaire, sí; pero Voltaire se lee de un trago, como agua clara y fresca. Bolívar era además muy español, y como tal, iba directamente a la naturaleza en busca de ideas, sin fiarse de ningún otro cerebro que el suyo para procurárselas» (tomo I, pág. 169).
Después nos dice algo nuevo: «Era hombre de inteligencia aguda y de estilo conciso e incisivo; pero tampoco era escritor, si como tal se entiende un artista cuyo medio es la palabra. Las cartas verdaderamente suyas son siempre de una es pontaneidad genial (…). Es que, puesto que el estilo es el hombre y en Bolívar había una riqueza humana maravillosa, basta que se deje ir para que lo que escribe sea maravilla. No quiero por prueba más que esta perla entre mil: “El baile, que es la poesía del movimiento...”. Bolívar no era pues ex profeso ni pensador ni artista, aunque pensaba con agudeza y escribía con deliciosa y feliz espontaneidad» (tomo I, pág. 170).
Por final de la reseña del hombre el escritor estampa este juicio sobre Bolívar: «Su petulancia y su vanidad juveniles carecían de la contextura acerada que para tan altos fines necesitaba. Fue menester que el martillo de la adversidad cayera con todo su peso sobre el alma del futuro Libertador, y en el infierno de la humillación le forjara una lanza de orgullo» (tomo I, pág. 181).
Dados estos antecedentes, ¿qué se puede esperar de la narración de la guerra y de la exposición de la política de Bolívar por el autor español?
Por el estilo sigue el largo análisis de los primeros actos del héroe. El señor Madariaga en sus múltiples raciocinios se basa para definir el carácter de Bolívar y describir sus campañas, no en documentos, tan numerosos en la bibliografía del héroe, sino en dos libelos inmundos: las memorias de Ducoudray Holstein llenas de mentiras y falacias y una obra inglesa anónima, centón de errores y calumnias titulada Recolection of a service of three years during the War of Extermination by an officer of the Colombian Navy.
La primera infamia en los sucesos de la Guerra se refiere a la prisión de Miranda. Como es bien sabido Monteverde pasó un oficio al Gobierno Español en el que le atribuye la prisión del Generalísimo a Casas, Peña y Bolívar. Sus palabras son éstas: «Casas con el consejo de Peña y por medio de Bolívar había puesto en prisiones a Miranda y asegu rado a todos los colegas que se encontraban allí». Monteverde no sabía la verdad de los hechos, sólo se refería al resultado y el señor de Madariaga saca esta conclusión: «Bolívar entregó a Miranda con el propósito deliberado de congraciarse con el Gobierno español y pasarse al otro campo». Luego para sostener este absurdo interpreta los hechos subsiguientes a su manera: él no tiene en cuenta para nada las pruebas que hemos presentado de que Bolívar contribuyó a la prisión de Miranda para hacer una reacción con las tropas de La Guaira y marchar contra Monteverde (véase Catálogo de errores y calumnias en la historia de Bolívar, tomo I, pág. 243). Creyendo lo contrario sostiene el siguiente dislate: «el 30 de julio de 1812 Simón Bolívar abjuró la causa de Venezuela, se decidió a congraciarse con España y entregó a Miranda a las autoridades españolas precisamente con este objeto. (…) Es inútil —añade— pérder el tiempo en inventar explicaciones de lo que está muy claro. El 30 de julio de 1812 fue el nadir de la vida de Bolívar. Preso en un torbellino de fuerzas diabólicas, cayó al fondo del abismo de la infamia» (tomo I, pág. 358).
Según añade su proyecto era alistarse en el ejército de Wellington para reingresar en la comunidad española (tomo I, pág. 365), pero al decir del escritor, Monteverde tuvo la culpa de que Bolívar no se fuera a España a servir los intereses de Fernando VII, por haberle secuestrado sus bienes. A esta idea tan simplista, tan distante de la realidad, le da mucha importancia el escritor. Con semejante aserto sobrepasa a todos los detractores sistemáticos de Bolívar.
Niega el señor Madariaga la contestación arrogante de Bolívar a Monteverde cuando recibió el pasaporte, considerándola una invención de (Felipe) Larrazábal, porque ignora que ese rasgo noble del Libertador se halla en las Memorias de Miller,4 cuando Larrazábal era muy niño o no había nacido.
Lo cierto es que Bolívar escapado de las garras de Monteverde, corrió a la Nueva Granada, donde desahogó su espíritu en la famosa Memoria de Cartagena, monumento de genio y patriotismo, donde se revelan, en toda su grandeza el guerrero y el hombre de Estado. Esta sola memoria desmiente todas las conclusiones anteriores y las que luego veremos sacadas por el señor Madariaga de sus innumerables raciocinios analítico-sofísticos de la personalidad, de los proyectos y de las facultades del héroe.
Pero donde se muestra más incomprensivo e intransigente el señor Madariaga es en el capítulo titulado «La Guerra a Muerte». Todos sus razonamientos se vienen al suelo con dos hechos innegables, citados por nuestros historiadores Baralt, Yanes y Austria, a saber: primero, que las leyes de Indias condenaban a muerte, sin excepción de ninguna clase, a cuantos se pronunciaran contra la autoridad del Rey; segundo, la famosa Real Orden firmada por el Secretario de la Guerra, emanada del Supremo Consejo de Regencia, dada al público en Caracas el 13 de marzo de 1813, aprobando la conducta de Monteverde y el plan propuesto por él, de pasar a cuchillo a cuantos resistiesen en lo venidero con las armas y a juzgar como reos y condenar de acuerdo con las leyes, a los promotores de nuevas rebeliones.5 El señor Madariaga no toma en cuenta esas leyes y esta Real Orden para juzgar el decreto de Guerra a Muerte. En consecuencia sus conclusiones son erróneas.
Debe considerarse también que en Venezuela, por su geografía, la variedad de razas, y el ambiente que encontraban los españoles en las clases superiores, eran aquí más crueles que en otras secciones de las colonias españolas. Quizás por aquellas mismas circunstancias, Venezuela fue la más guerrera de toda la América Española. El decreto de Trujillo, el pensamiento más grande de la revolución, según Baralt, nació de la comprensión perfecta de este medio y de la actitud de los españoles en él.
Pero hay más todavía: el decreto de Guerra a Muerte tuvo también otro motivo poderoso, y fue el de crear el sentimiento nacional. Boves mismo en su proclama del 15 de marzo de 1814, dijo que Bolívar decretó la Guerra a Muerte para tener soldados fieles.6 En efecto, durante el gobierno de Miranda, las tropas se pasaban a los enemigos. Por esta ventaja de los realistas se perdió la batalla de San Carlos: Valencia no pudo sostenerse y Puerto Cabello se entregó a Monteverde. Después del formidable decreto del 15 de junio de 1813, en diez años de lucha ni un solo soldado se pasó a los enemigos. El señor Madariaga juzgando esta vez con perfecto acierto, dice que Bolívar, con el decreto de Trujillo, abrió un abismo entre criollos y españoles (tomo I, pág. 402).
Pero vuelve a las andadas y arroja toda la responsabilidad de la sangre derramada sobre Bolívar. Nosotros lo refutamos con esta observación. Según la naturaleza de las cosas, difieren sustancialmente la ferocidad de los españoles de la Colonia y la venganza de los patriotas: cuando la víctima mata, castiga; cuando el victimario mata, asesina. Esa es la diferencia entre unos y otros adversarios. El odio español de Madariaga a la persona moral de Bolívar, es más fuerte que el odio venezolano que le tuvo José Domingo Díaz, el gacetillero de los realistas durante la guerra. La geografía y el clima han temperado en nuestros caracteres. El odio español quedó marcado en el fusilamiento, durante la primera guerra carlista, de la madre del general Cabrera por el general Nogueras con la aprobación del general Mina, y el subsecuente fusilamiento de una docena de señoras inocentes, sacrificadas por Cabrera en venganza de la muerte de su madre.7
Jamás en un libro se ha recriminado e insultado tanto a un hombre como lo hace este gran escritor a Bolívar; no hay en él frases ni pensamientos que no respiren odio feroz contra el héroe. Al relatar sus actos, sin excepción, emplea expresiones duras sobre la moral y los principios del hombre. Por ejemplo: al reconocer su triunfo en 1813 y su entrada a Caracas el 7 de agosto, expresa que el héroe tenía que velar sobre su peor enemigo, su propio temperamento díscolo y arbitrario, que a veces bastaba para privar de toda autoridad sus actos y palabras (tomo I, pág. 412).
Al juzgar el gobierno de Bolívar, es escritor toma como base las relaciones realistas contemporáneas, injustas e inexactas, aún las del mismo Heredia, Oidor de la Audiencia, quien le atribuye, entre otros hechos inciertos, esta contestación a Iturbe en conversación particular: «No tema Vd. a las castas; las adulo porque las necesito, la democracia en los labios y la aristocracia en el corazón» (tomo I, pág. 413). Toda la historia de Bolívar, sus sistemas políticos, su ausencia de prejuicios de raza, su trato con los hombres prueban que esa frase es falsa. Amigo de la unión, condición necesaria para dar fuerza al Estado, proclamaba en el Congreso de Angostura la formación de una sola raza de todas las componentes de Venezuela para lograr la unidad de la nación. He aquí sus palabras: «Para sacar de este caos nuestra naciente República, todas nuestras facultades morales no serán bastantes si no fundimos la masa del pueblo en un todo; la composición del gobierno en un todo; la legislación en un todo; y el espíritu nacional en un todo. Unidad, unidad, unidad, debe ser nuestra divisa. La sangre de nuestros ciudadanos es diferente, mezclémosla para unirla; nuestra constitución ha dividido los poderes, enlacémoslos para unirlos; nuestras leyes son funestas reliquias de todos los despotismos antiguos y modernos, que este edificio monstruoso se derribe, caiga y apartando hasta sus ruinas, elevemos un templo a la justicia; y bajo los auspicios de su santa inspiración, dictemos un código de leyes venezolanas. Si queremos consultar monumentos y modelos de legislación, la Gran bretaña, la Francia, la américa Septentrional los ofrecen admirables».8
Estos elocuentes conceptos destruyen por completo muchas de las falsas afirmaciones del señor Madariaga y prueban que la citada anécdota de Heredia es una invención maligna de los realistas de la época.
Pero no son esas solas palabras las que determinan el espíritu democrático y fraternal del Libertador. Entre mcuhos otros principios enunciados en su magnífico discurso, se halla este, eminentemente socialista en el sentido moderno de la palabra: «La educación popular debe ser el cuidado primogénito del amor paternal del Congreso. Moral y luces son los polos de una República, moral y luces son nuestras primeras necesidades».
El odio del señor Madariaga llega hasta el extremo de adoptar las calumnias de Ducoudray Holstein sobre el Gobierno puro y heroico de Bolívar en 1813 y 1814. En este período el Libertador, siempre en campaña, venía a Caracas por cortos días a dar vigor a la administración, dirección a las columnas de operaciones, valor a los ciudadanos. Revisaba las fortificaciones de La Guaira, vigilaba los trabajos de la ciudadela dispuesta por él en Caracas para defender a los patriotas de la ira de los españoles, cuando el ejército salía en campaña; su labor era incesante día y noche. Sin embargo el literato a quien rebatimos afirma que venía a gozar de las comodidades del lujo y a hacer el amor a las mujeres. Calumnia a su novia, espiritual y sencilla, Josefina Machado, y copiando a Ducoudray Holstein dice que ella era intrigante y vengativa; y agrega de su coleto lo siguiente: «Es indudable que Josefina no carecía de atractivos, puesto que logró retener tantos años a un hombre tan volandero, y el mismo Ducoudray lo corrobora»; y de él toma estas palabras: «Muchos jóvenes parientes o amigos de sus queridas, sin otro mérito lograban grados en el ejército o cargos lucrativos, con preferencia a otros. Uno de ellos, Carlos Soublette, subió, según me aseguraron, en carrera rápida y brillante». Calumnia infame. Basta conocer la guerra de independencia, especialmente esos años de sacrificios inauditos, para indignarse contra semejantes especies. Todos los funcionarios públicos durante la lucha por nuestra independencia fueron modelos de virtudes cívicas y militares.
Esa generación que nos dio patria, desdeñada por las autoridades españolas se había formado en la vida agrícola, lejos de la corrupción del poder y de la política españolas, y lo mismo sus padres y abuelos; entre ellos había mantuanos, hombres de la clase media y pardos y mestizos, como el heroico Manuel Sedeño, Francisco y Judas Tadeo Piñango, Arévalo, de los activos el 19 de abril y el bravo y elegante Cornelio Mota, tan elogiado por Heredia y sacrificado por Monteverde en Puerto Cabello. Así se explican las virtudes de aquella generación sublime, fenómeno no lo ha observado el señor Madariaga. Su visual no penetra en lo hondo de nuestra historia. Él se ha conformado con las exterioridades malignas de los libelos y las afirmaciones falsas o exageradas de los documentos realistas.
Uno de los mayores defectos de la obra de Madariaga es la inexactitud de sus juicios militares: no son consistentes. Ignora la naturaleza de los principios fundamentales del arte de la guerra. Dice que Bolívar era un guerrillero, sin más escuela que la de sus propias campañas improvisadas, mientras Cagigal era un profesional al estilo europeo (tomo I, pág. 450). Lo sugestiona la pequeñez de las fuerzas en lucha. La naturaleza de las operaciones militares no la determina el número de combatientes; su calidad depende de la manera de conducirlas; son obras de arte cuando multiplican sus fuerzas intrínsecas con operaciones ingeniosas; una marcha hacia un lado débil capáz de desconcertar al adversario, acumulación de fuerzas en el punto decisivo; golpes inesperados, persecuciones incesantes y la sorpresa en vasta escala. Todos estos caracteres y muchos otros se encuentran en las operaciones de Bolívar, algunas de centenares de kilómetros de extensión; en cambio hemos visto ejércitos europeos de millares de hombres en las recientes guerras, manejados infructuosamente como si fueran guerrillas. Cagigal era un pobre militar adocenado.
El señor Madariaga, siguiendo a Heredia, califica las tropas de Bolívar cuando llegó a Caracas de reuniones tumultuarias de gente sin disciplina (tomo I, pág. 420), pero no copia el juicio completo de este historiador realista sobre el ejército vencedor en la batalla de Aruare el 5 de diciembre de 1813. Refiriéndose a un oficial español, dice Heredia: «Éste y otros oficiales inteligentes me aseguraron que los insurgentes habían hecho prodigios de valor, y maniobraban con tanta celeridad y bizarría como las tropas europeas más aguerridas».9
En efecto, no por terror y la pena de muerte, como dice el señor Madariaga (tomo I, pág. 431), sino por las virtudes guerreras, por el ejemplo, la constancia y el espíritu de sacrificio, Bolívar infundió a sus tropas aquella disciplina perfecta mostrada en las campañas hasta el Perú que dieron independencia a la América. Las tropas que vinieron de Barquisimeto a las jornadas de San Mateo, que hicieron las evoluciones magistrales en la primera batalla de Carabobo, y fueron en retirada hasta la Nueva Granada, bajo la dirección de Urdaneta, eran modelos de disciplina, de abnegación y de heroismo.
Uno de los rasgos característicos de Bolívar fue su integridad absoluta en el manejo de los intereses públicos. Durante la Guerra a Muerte, sin rentas en el erario, se mantenía el ejército con exacciones. En esta situación trágica y desesperada, le parece mal hecho al señor Madariaga el decreto de Bolívar amenazando con la pena de muerte a los defraudadores de la renta del tabaco, la única que producía algo en aquellos días trágicos. También censura que en vez de retirarse para Oriente con la emigración ha debido dirigirse hacia Occidente, como se retiró la división de Urdaneta. Crítica injustificada y absurda. El Occidente estaba en manos de los enemigos, mientras el Oriente era un estado libre, donde podía encontrar auxiliares.
Se equivoca el escritor al suponer que Bolívar llevara en su tren las 27.912 onzas de plata de las Iglesias de Caracas y atribuye a ese hecho su retirada de la batalla de Aragua de Barcelona antes que Bermúdez, para salvar la plata que «se llevaba» (tomo I, pág. 456) cuando esta plata fue enviada desde La Guaira hasta Cumaná en la goleta de Felipe Esteves. En esa ciudad la recibió Mariño y cometió el error de ponerla a bordo de la goleta del pirata (italiano) Bianchi.
Luego, ignorando el plan de Bolívar de dar batalla detrás de las márgenes del Río Aragua, crecido a la sazón, con sólo dos vados ambos difíciles, posición ventajosa para luchar contra un ejército superior, lo censura por haberse retirado de la plaza, a donde Bermúdez, insubordinado, llevó el ejército (tomo I, pág. 456). Un gran capitán no se encierra en una plaza donde los enemigos lo pueden capturar. Bermúdez se salvó por su arrojo, pero perdió tomas las tropas.
En los acontecimientos de Cumaná y Carúpano también se equivoca el escritor porque no ha leído nuestras recientes publicaciones que esclarecen todos estos asuntos. En cada página de la obra que comentamos se encuentran apreciaciones falsas y errores, por el sistema del autor «de no tomar agua en fuente clara» como dicen los llaneros, pues no aprovecha las famosas colecciones de Blanco y Azpurúa y O’Leary, ni las que hemos publicado nosotros en los Boletines de la Academia de la Historia.
El señor Madariaga supone que Boves inventó un método de guerra para utilizar a los llaneros, consistente en marchas violentas y ataques rápidos, adoptado después por Bolívar. Es un concepto falso. Boves aplicó a su manera bárbara, y dentro de los límites de sus facultades, los mismos principios de todas las guerras. Con sus jinetes indistintamente atacaba la infantería o a la caballería del adversario. Sus ataques eran brutales, triunfó por su energía y por la opinión favorable a su causa en aquellos días, debido a la caida del Imperio de Napoleón y el resurgimiento de España en Europa como potencia militar, pero si hubiera sobrevivido habría llegado al fracaso. «Para mover a los llaneros los autorizaba a practicar el asesinato y el saqueo, estimulándolos con el degüello de los blancos y el rapto de sus propiedades; y lo mismo hacía con los pardos aunque con menor furor (…)». Sin embargo por «su orden expresa fueron degollados todos los habitantes de la Villa de Santa Ana y San Joaquín, hombres, mujeres y niños, blancos y pardos, cuyo número de víctimas excedió de mil».10 En su ejército llevaba 1.500 viejos, mujeres y muchachos, todos pardos, como bestias de carga, y los arreaban a planazos.11
Pero adonde la crueldad de Boves alcanzó límites desconocidos en la historia humana, fue en el baile de Valencia, cuando «látigo en mano, hacía bailar a las damas de la sociedad, mientras asesinaban a sus padres, esposos y hermanos. Las mujeres se bebían las lágrimas temblando de terror».12 Esta escena se repitió en un sarao de Barcelona. Al final la música iba debilitándose. Treinta músicos de Caracas (casi todos pardos) uno a uno, dejaban sus instrumentos para ser degollados. Juan Vicente Gonzáles refiere éste y otros horrores del monstruo y para ultrajar a nuestra democracia lo denomina «El Primer Jefe de la Democracia Venezolana».13
El escritor supone a Páez sucesor de Boves en el manejo de los llaneros, cuando sus métodos fueron radicalmente distintos (tomo I, pág. 465). Páez, artista en su género, perfeccionó la táctica practicada desde la antigüedad en todos los llanos, la de retirarse para atraer a los enemigos de su misma arma, volver caras y destrozarlos cuando hubieran perdido su formación; táctica llamada ternejal por sus llaneros. El héroe apureño jamás atacó infantería con su caballería; practicaba el arte refinado de atraer a los jinetes a la larga distancia para aplicarles la famosa táctica ternejal y destrozarlos cuando no tuvieran el apoyo de la infantería. Sus métodos eran infalibles.
Ahogado por sus propias diatribas, el señor Madariaga una que otra vez elogia al Libertador. Por justicia lo hacemos constar. Refiriéndose al Manifiesto de Carúpano el 7 de septiembre de 1814, cuando todo se había perdido para Bolívar, escribe: «Ese documento asombra por la serenidad de ánimo, la claridad de pensamiento y la tesura del estilo». Hace notar que para hacerle justicia sería necesario citar todo el documento completo, y al final agrega estas palabras: «El hombre que en la hora de su derrota total era capaz de estampar tales palabras estaba predestinado a la grandeza» (tomo I, pág. 469). «El intelecto de este hombre de treinta y un años se yergue frente a los temas del destino humano con la agudeza de visión y el dominio de la lengua de un genio madu rado por la experiencia». «Entre tantas guerras minúscu las, que tanto estorbaban su empresa, era Bolívar el único hombre de mirada universal» (tomo I, pág. 472).
Pero el autor rápidamente vuelve a sus andanzas, acoge las calumnias de Ducoudray Holstein contra Soublette y otros próceres, supone a Bolícar con dinero comprando votos en Cartagena, cuando en Carúpano tuvo que pedir prestado para socorrer a uno de sus amigos, y por último la faja contra Urdaneta reproduciendo calumnias de la obra anónima inglesa Recollection, que le sirve de guía, y al referir el episodio histórico en el Congreso de Tunja, suprime las palabras grandiosas de Camilo Torres cuando le dice a Bolívar: «Vuestra Patria no ha perecido mientras exista vuestra espada, habéis sido un militar desgraciado pero sois un grande hombre» (tomo I, págs. 478 a 480).
En Cartagena el bando enemigo de Bolívar, capitaneado por el brigadier Castillo, publicó en 1815 un libelo bajo el tútulo de Acusación del General Bolívar, ex-dictador de Venezuela, que desde la isla de Margarita dirigen al Soberano Consejo de Tunja, unos verdaderos Republicanos. Esta acusación fue reproducida por José Domingo Díaz en la Gaceta de Caracas como un triunfo político, con esta simple nota: Impreso en Cartagena, año de 1815 y como única firma Los Verdaderos Republicanos. Pero Juan Vicente González, criado en el seno de una familia realista y educado por realistas la reproduce en su Biografía del General Ribas como producción de los amigos y parientes de Bolívar, lo cual es falso y para disimular el hecho agrega González: Discretamente omitimos los nombres. Nuestro insigne bibliógrafo e historiador Manuel Segundo Sánchez, demostró la falsedad del aserto de Juan Vicente Gonzáles.14
La acusación versa sobre el Gobierno de Bolívar: censura la administración y la política, de la guerra dice: «diferentes veces se le oyó decir que la táctica militar era excusada, y cuanto se había escrito sobre el arte de la guerra puerilidades y quimeras». Si las expresiones son verdaderas, seguramente se refería a los tratados de arte militar amanerados en boga en aquellos tiempos, cuando todavía no se habían publicado, ni escrito, las obras de Napoleón y de Clausewitz. El señor Madariaga toma la acusación como auténtica (tomo I, págs. 467 y 468).
Sobre la correspondencia de Bolívar en Jamaica, el señor Madariaga hace estas observaciones: «El estilo es nervioso y vivo; los argumentos agudos; las conclusiones claras y orientadas a la acción; pero sería absurdo buscar en esta literatura ardiente y parcial lo único que no puede ha llarse en ella: la objetividad, el sentido de la verdad, la coherencia. Es pasión manejada con maestría, pero pasión y nada más» (tomo I, págs. 520 y 521). Palabras huecas sin sentido alguno. En ese juicio va incluída la famosa Carta Profética, admiración de cuantos la conocen, estudio magistral de la economía y de la política de toda nuestra América y visión clara y perfecta del porvenir de estas naciones Hispano Americanas. Jamás en el continente se ha escrito nada que la supere, ni que la iguale. En juicio del señor Madariaga es pobre y mezquino: por su miopía política no comprende a Bolívar.
Respecto a la fortuna del Libertador al escapar de Kingston del puñal del negro Pío, su miserable asistente, comprado por un español, eu autor divaga porque no conoce la revelación de Level de Goda publicada por nosotros en el boletín de la Academia Nacional de la Historia Nº 63 y Nº 64, pág. 608. Morillo contrató a un catalán por 5.000 pesos para que fuera a Jamaica y lograra asesinar a Bolívar; el catalán sedujo a Pío, pero habiéndose salvado Bolívar, Morillo no le quiso pagar los 5.000 pesos y se transó por 3.000 pesos, restituidos más tarde al general en jefe español, en el tesoro de Caracas, con autorización del Fiscal de la Real Audiencia Andrés Level de Goda. Ignorando Pío que Bolívar se había mudado esa tarde, dio puñaladas en la oscuridad de la noche al capitán Félix Amestoy, quien se había acostado en la hamaca de Bolívar.
Termina el autor su reseña sobre la correspondencia de Bolívar en Jamaica calificándolo de libelista por sus expresiones sobre la crueldad y la tiranía de los españoles (tomo I, págs. 522 y 523).
Enseguida en su relato de la expedición de Los Cayos adopta cuentas calumnias inventó Ducoudray Holstein. La más sobresaliente es la del heroico combate del 2 de mayo de 1815 frente a la isla de los Frailes. En la lucha las dos escuadrillas, la comandanta, donde iba Bolívar, regida por Brión, se empeñó en vencer al bergatín Intrépido, el buque principal de la marina de guerra española. Llegados ya a las manos se procedió al abordaje, fue uno de los combates navales más heroicos de la guerra de Independenci, digno de la epopeya; y la razón principal salta a la vista: Bolívar se hallaba a bordo y con su actitud y sus palabras supo enardecer a sus compañeros de armas. En el sangriento combate al machete pereció valientemente el capitán del Intrépido, Rafael de la Iglesia, y murieron más de la mitad de sus soldados, todos españoles. Sin embargo, el señor Madariaga acoge la calumnia de Ducoudray Holstein, según la cual Bolívar se escondió en un rincón del buque mientras se daba el combate.
Por el estilo emite muchas otras opiniones absurdas: las posteriores operaciones del Libertador, todas fecundas para el éxito de la revolución, aún cuando luchaba contra la opinión general y la anarquía hasta fines de 1818, merecen del autor de esta obra los más despectivos reproches. Como en períodos anteriores, toma como base las relaciones de los realistas y de los libelos infamantes de Ducoudray Holstein, Hippisley y Recollection.15 No comprende la naturaleza de las operaciones, ni sabe apreciar sus consecuencias; el desembarco en Carúpano, gracias al cual Mariño y Piar pudieron formar sendas divisiones, con las armas que les diera Bolívar; el de Ocumare, causa de conmoción en toda la Colonia, y de respiro de los alzados en los llanos, aún cuando ese desembarco no tuvo éxito local, fueron operaciones bien concebidas. El señor Madariaga juzga únicamente por el éxito inmediato, mientras Polibio al referir casos análogos de Epaminondas y de Anibal dice de estos dos genios que debiendo triunfar por el ingenio, fueron vencidos por la fortuna. Luego viene la toma de Guayana, realizada bajo el principio enunciado y llevado a la práctica por Bolívar, de que sin el dominio del Orinoco no caerían nunca las plazas fuertes de Angostura y Guayana la Vieja; y su consecuencia la victoria de Cabrián, sobre la escuadra de guerra y de transporte de los españoles, acción sangrienta y gloriosa, dirigida por Bolívar y Brión, causa efectiva de la liberación de la provincia. Todo esto pasa desapercibido en la obra del señor Madariaga.
Luego vino la campaña del Guárico y la sorpresa dada a Morillo en Calabozo, donde se hubiera logrado la victoria completa sin las temeridades de Páez, empeñado en tomar primero a San Fernando. Todos estos hechos están narrados al revés de cómo sucedieron y en cada página aparece calumniado el héroe; y se tergiversan sus actos y sus palabras con propósitos desfigurados o falsos.
En este año de 1818 la opinión, decidida todavía a favor de los españoles, fue la causa principal de las derrotas de los patriotas. Mariño perdió la batalla sangrienta de Cariaco el 14 de marzo, dos días después, el 16 de marzo, Bolívar sufrió la gran derrota de La Puerta, y el 2 de mayo, Páez perdió la batalla de Cojedes. Todos los territorios al norte del Apure y del Orinoco volvieron al poder de los españoles.
Urdaneta con una división inglesa invadió el Oriente y ocupó a Barcelona. El señor Madariaga adopta las descripciones grotescas del inglés beodo de Recollection. Según dice este mentiroso, los patriotas encontraron detrás del altar de la catedral una cámara llena con cinco cajones de cuatro pies en cuadro los pequeños y los otros más grandes eran tan pesados que apenas podían moverlos. Por fin los abrieron; estaban llenos de bandejas de oro y cuchillos con mangos de oro y vasos de oro macizo. Uno de los cajones contenía gran número de coronas parecidas a la Corona de Inglaterra y cuajadas de topacios, rubíes, esmeraldas y otras piedras. «Una de ellas era de especial belleza y Blosset tomándola en alto exclamó: ¡Mirad que bonita! ¡Esta se la mando a mi mujer, buen adorno para un vestido de noche! Volvimos a colocar las cosas en su sitio hasta que llegada la noche nuestro sirviente, después de hacer sacos con los trajes de los santos, nos llevaron a casa el contenido de los cinco cajones. Informados de nuestro hallazgo el general English vino a tomar su parte; y el general Urdaneta se quedó con el resto. Como era de suponer los del país se enfurecieron al ver el despojo de su Catedral» (tomo II, págs. 48 y 49). Naturalmente, todo esto es mentira; en Venezuela no existieron tales riquezas de joyas. Barcelona, rica hoy por el petróleo, en aquella época era muy pobre, no tenía exportación de ninguna clase. El señor Madariaga acoge esta ridícula relación, como tantas otras trivialidades semejantes, inspirado además, en este caso, por su odio gratuito al honorable general Urdaneta, a quien calumnia cada vez que lo nombra. Toda su obra refleja odio y desprecio por estos países.
II
Don Salvador de Madariaga, al referirse a nuestra cordial amistad, en el apéndice del primer tomo, nos recomienda paciencia al leer su obra, y recuerda aquello de Amicus Plato, sed magis Amica Veritas (Platón es mi amigo, pero la verdad me es más querida); pero sensiblemente no podemos seguir el consejo. Estamos obligados a defender la verdad.
Con motivo de los sucesos ocurridos en Bogotá, a consecuencia de la jornada de Boyacá, el señor Madariaga transcribe los siguientes párrafos, copiados a letra por nosotros del segundo tomo de su obra, págs. 62 a 64.
«El 19 de septiembre de 1819 el marino anónimo al servicio de la República Venezolana llegó a Bogotá, muy ufano de la misión que traía; pues el general Arismendi le había confiado en Angostura despachos secretos para el Jefe Supremo, explicándole que se le daba preferencia a un oficial nacional porque los españoles perdonaban la vida al valijero que se aviniese a entregar los despachos que llevaba, con lo cual caían en la tentación demasiados venezolanos. Lo probable es que Arismendi confiara más en un amigo extranjero que en un venezolano, que a lo mejor por razones políticas, informaba a Bolívar en contra él. El oficial inglés llegó a Bogotá cuando “las campanas de las diversas Catedrales tocaban a júbilo por la llegada del Libertador, coreadas por descargas de fusilería y artillería”. Dirigió el inglés sus pasos a la casa de gobierno. “A la puerta había dos soldados ingleses de centinela (…). Rogué a uno de ellos anunciara a Bolívar la llegada del oficial británico con despachos del Congreso de Venezuela. Pronto regresó con orden de que entrase inmediatamente. Penetré en la habitación grande y sucia y poco provista de muebles. Al extremo más lejano estaba sentado en el suelo el coronel O’Leary a la sazón uno de los secretarios de S.E. con un pequeño pupitre sobre las rodillas, escribiendo al dictado de Bolívar; quien al otro extremo estaba sentado al borde de una hamaca colgada del techo. A causa del calor se hallaba totalmente desprovisto de ropa y se estaba columpiando violentamente, tirando de una cuerda de coquito atada a un gancho que a tal fin estaba clavada en la pared de enfrente. En este curioso estado dictaba a O’Leary y silbaba de cuando en cuando un sonsonete republicano francés llevando el compás con los pies que golpeaba lentamente. Al verle en tales circunstancias y ocupación me disponía a retirarme presuponiendo que el centinela se había equivocado; cuando S.E. me llamó en muy buen inglés para que entrase y me indicó me sentara si encontraba donde, cosa nada fácil; pero al otear la estancia descubrí una maleta vieja sobre la que me senté. Al instante dio orden a un soldado para que me trajera café y cigarros y me preguntó por mi nombre, país y grado en el servicio patriota. Contestele y expresó deseos de saber si no sería yo la persona de quien había oído hablar al capitán Mardyn. Contesté que sí y al instante saltó de la hamaca y se echó a abrazarme según la costumbre de su país y a besarme en la mejilla. Por no ser muy de mi agrado tal manifestación de afecto, sobre todo por parte de una persona en total estado de desnudez, le rechacé con poca suavidad; a lo que pareció disgustado, volviéndose a su secretario con evidentes signos de asombro. El coronel, que se daba cuenta de mi actitud, le explicó que no era de costumbre de sus compatriotas y que esperaba por lo tanto perdonara la repulsa de que había sido objeto por mi parte. Sonrió S.E. y me tendió la mano con la mayor cordialidad”.
«El oficial prosigue relatando una conversación con Bolívar, que comenzó con elogios a las tropas británicas para pasar pronto al asunto de más cuidado: la actitud de Arismendi. Pero entonces el inglés, leal a su amigo margariteño se tornó opaco. Bolívar le invitó a cenar aquella misma noche. “Pasamos al salón donde se daba el banquete, largo corredor de la casa de gobierno, en cuyo centro se alzaba una larga mesa oblonga, compuesta de tablas recién aserradas y juntadas de cualquier manera, descansando sobre caballetes y sin mantel. En su torno se habían dispuesto bancos de análoga construcción y del mismo material. Las viandas eran más sustanciales que delicadas y no por ello peores y la acogida que nos dio S.E. fue de lo más halagüeña y cordial. Terminada la comida comenzó un brindis general que inició S.E. bebiendo por el Reino Unido de la Gran Bretaña y de Irlanda, luego por su ejército y luego por la marina. El vino fluía rápidamente, de brindis en brindis y cuando ya se habían bebido muchos se levantó S.E. a brindar por ‘la memoria de nuestro amado Roocke’, que se bebió con el mayor respeto, todos de pie y en silencio. Otro tanto se hizo después a la memoria del comandante Beamish. Pasado algún tiempo se fue haciendo la fiesta cada vez más ruidosa y alegre y la conversación giró naturalmente hacia cosas de mujeres. Cada individuo de los del país desde el Presidente y su amigo íntimo y consejero, el general Santander hasta el más jóven de los oficiales de su Estado Mayor rivalizaron en ostener sus respectivas proezas, y, de creerles pocas señoras de nota quedarían en ambos virreinatos que no hubieran sucumbido a los poderes fascinadores de aquellos veteranos al servicio de Cupido. Bolívar, bajo el imperio de copiosas libaciones, se lanzó a una conversación sólo notable por su obcenidad: había perdido toda finura y toda medida en sus modales; y cuando llegó el momento de dar por terminada la fiesta, a eso de la media noche, se levantó a brindar ‘por la unión de los dos Virreinatos de España, Venezuela y Nueva Granada, bajo un solo gobierno’, y arrojando sobre la mesa la copa en que había bebido con toda la violencia de que era capaz, dio el ejemplo a todos los demás comensales de su país, de modo que volaban como granizos, fragmentos de vidrio”».
Pues bien, cuanto dicen el señor Madariaga y su informante inglés del libro anónimo Recollection of a Service, es mentira: en esos relatos, como en tantos otros de la obra del señor Madariaga no hay una sola palabra de verdad. He aquí las pruebas:
El Libertador triunfó en Boyacá el 7 de agosto, el 10 llegó a Bogotá y partió para Venezuela el 20 de septiembre, después de haber organizado el Estado neogranadino. Por otra parte la noticia del triunfo de Boyacá llegó a Angostura el 19 de septiembre, cinco días después de la revolución efectuada en dicha plaza contra el régimen de Bolívar, de la cual surgió nombrado Vicepresidente de Venezuela el general Arismendi. Es absurdo suponer que el inglés enviado por Arismendi a informar al Libertador llegara a Bogotá el mismo día, 19 de septiembre, de saberse en Angostura la victoria de Boyacá. Este solo dato echa por tierra toda la narración del inglés de Recollection.
En camino de Venezuela el Libertador le escribió a Santander desde Puente Real: «En seis jornadas me he puesto de Santa Fe aquí» (Cartas del Libertador, tomo II, pág. 110). Luego sigue escribiéndole en las siguientes fechas: el 8 de octubre de San Gil y el 1º de noviembre de Pamplona (Cartas del Libertador, tomo II, pág. 112), donde permaneció hasta el 8. Se demora para atender a la amenaza de la división de La Torre y dirigir las operaciones de Anzoátegui. Allí recibió una carta de Páez sin noticia alguna sobre los sucesos de Angostura. «Es todo lo que he recibido de Venezuela». El 14 de noviembre llegó a Soatá donde encontró una inmensa correspondencia de Guayana (Cartas del Libertador, tomo II, pág. 118). Allí tuvo la primera noticia de la revolución de Angostura. «Tengo la cabeza tamaña con el diluvio de cosas que he sabido, los ingleses de D’Evereux y las intrigas de Mariño y de Arismendi. Los momentos son preciosos y debo aprovecharlos».
La revolución de Angostura contra el Vicepresidente Zea, y por tanto contra Bolívar, estalló porque se le consideraba perdido en su campaña de la Nueva Granada. La revuelta impulsada por Mariño estalló el 14 de septiembre de 1819, destituyeron a Zea como va expuesto, y nombraron en su lugar de Vicepresidente de la República al general Arismendi, preso en la carcel desde hacía algún tiempo por insubordinado contra Urdaneta, cuando este ilustre general preparaba en Margarita una expedición con las fuerzas inglesas recién llegadas en esos días. Mariño aspirante a la presidencia se conformó por el momento con el mando de jefe del ejército, cuando el 19 de septiembre, como hemos dicho, cinco días después de la revolución cayó en Angostura, como una bomba, la noticia de la espléndida victoria de Boyacá. Es pues un absurdo suponer que un inglés enviado a Bogotá por Arismendi, llegara a dicha capital en esta misma fecha. Un viaje de Angostura a Margarita y Cartagena por mar, y luego subiendo el Magdalena, hubiera durado cerca de dos meses, si los españoles lo hubieran dejado pasar, lo cual era imposible.
Quiere decir que todo lo expuesto por el inglés de Recollection y adoptado por el señor Madariaga es perfectamente falso.
Bolívar dando audiencia en el Palacio de Bogotá desnudo en cueros, en un cuarto sucio y besando a un inglés, son disparates que sólo pueden ocurrir a un ebrio como el inglés o a un fanático como el señor Madariaga. Otro disparate es suponer a O’Leary sirviendo de amanuense cuando entonces sólo era ayudante del general Anzoátegui y se hallaba muy lejos, y lo que es peor sentado en el suelo escribiendo las cartas que le dictara el Libertador.
Pero esto no es todo: según refiere el inglés al día siguiente Bolívar dio un banquete en el Palacio de Bogotá, sobre unas tablas, sin mantel, como obsequio a sus generales. Y todos hablaban de sus hazañas amorosas, todos habían gozado a las señoras más distinguidas de Venezuela y de la Nueva Granada. Se emborrachan, Bolívar no habla sino obcenidades, ¡y todo esto lo adopta el señor Madariaga!
El Bolívar, caballero de educación perfecta y de gusto exquisito en su trato social, el que no permitía en su presencia que se hablara mal de las mujeres, el que invitaba a su mesa a los oficiales nuevos para que aprendieran los modales de la buena sociedad, el que prohibió los apodos en el Ejército Libertador, como el de Cabeza de Gato, de los documentos españoles, a quien siempre denominaba en sus oficios «el señor coronel Rafael Rodríguez», glorioso vencedor en dos combates en el Orinoco, ese Bolívar no existe para el señor Madariaga. Lo ignora.
Más adelante (tomo II, págs. 67 y 68), refiere un viaje bastante fantástico de Bolívar con el inglés, embarcados en una lancha rumbo a Venezuela, cuando de Bogotá no corren ríos hacia el Apure, por existir una formidable cordillera de por medio. Durante este supuesto viaje los españoles incendian un pueblo donde habían pernoctado los viajeros, Bolívar se salva saltando por una ventana vestido de mujer. Para atravesar las llamas mojan sus capotes en la fuente pública del lugar. El señor Madariaga adopta todas estas sandeces.
Todavía citaremos otros exabruptos acogidos por el autor; en la Conferencia de Santa Ana todos se embriagan: Bolívar y Morillo después de abrazarse y besarse se montan sobre la mesa para abrazarse de nuevo, la mesa se revienta y los dos generales ruedan por el suelo, hasta que, con auxilio ageno se levantan y se abrazan de nuevo con la mayor vehemencia (tomo II, pág. 113). Bolívar ni se embriagaba ni besaba a los hombres.
Todas estas inserciones revelan la estructura de la obra del señor Madariaga. El resto se compone de frases sueltas de Bolívar, de diferentes fechas en su mayor parte, o de una misma fecha a diferentes personas, escogidas especialmente de su correspondencia para chocarlas unas con las otras y presentar al héroe como falso e hipócrita. En esta labor el señor Madariaga es infatigable. En cada una de sus páginas se encuentran varias de estas demostraciones artificiosas, de mala fe sistemática y sin ningún valor histórico.
El autor describe la campaña de Carabobo con mediana extensión, pero mezclando sucesos falsos con verdaderos. Se equivoca por completo en muchas operaciones en la batalla y en las relativas a la rendición del coronel Pereira (tomo II, págs. 138 y siguientes). Pero esto no es nada. Adopta descripciones fantásticas y ridículas del inglés de Recollection, denigrantes por supuesto para los nuestros. Al decir del libelista inglés por disposición de Bolívar, Caracas se volvió un centro de diversiones artificiales, hubo teatros, actuando de cómicos oficiales del ejército y celebraron otros actos de vanidad más costosos que los haberes militares impagados a los oficiales y a las tropas. Se cantaban las hazañas de Bolívar mientras diversiones alegóricas lo representaban el Dios de la guerra. Los amigos le dirigían mensajes de felicitación, se le llamaba Simón el enviado del Cielo. Todo mentira, todo de la cosecha del inglés beodo (tomo II, pág. 139 y 141). Sorprende cómo el odio reconcentrado y la ceguedad política convierten a un escritor de fama en ridículo libelista, sin darse cuenta de que esos enredos y otros suyos semejantes se vuelven contra él.
La estada de Bolívar en Caracas fue muy corta, sus operaciones hasta obtener la rendición del general Pereira con su división en Maiquetía donde prácticamente quedó capturado son lo más honrosas y bien dirigidas. En Caracas no hubo tales fiestas ni tales desórdenes.
La batalla de Bomboná da ocasión al escritor para censurar a los patriotas desfigurando los hechos. Según dice, los realistas cruzaron el barranco o quebrada medianero entre ambos combatientes y se apoderaron del campamento de los batallones Vargas y Bogotá, cuyas municiones y banderas se llevaron con numerosos prisioneros, pero al caer la tarde, persiguiendo a una avanzadilla española, Valdés con el batallón de Rifles se apoderó de la altura que dominaba la derecha y las tropas españolas se pusieron en fuga (tomo II, pág. 199). Esos hechos se contradicen entre sí. Baste decir que el escritor en esta narración sigue al pie de la letra los informes de Obando, el asesino de Berruecos.
Después de la batalla de Pichincha, enteramente libre el Ecuador, incorporada a Colombia su provincia de Guayaquil, parecía que la paz estaba asegurada en esa vasta e interesante región, cuando a fines de octubre de 1822 se sublevaron los belicosas habitantes de Pasto a favor del Rey, a pesar de que habían sido tratados por el Libertador, después de la capitulación del 8 de junio, con benignidad absoluta, aún eximiéndolos del pago de contribución. Después de varios combates el general Sucre tomó la plaza por medio de una acción brillante, dirigida por él con insuperable maestría. El batallón Rifles, venezolano, en la persecución inmediata trató de vengar las crueldades cometidas por los pastusos contra los patriotas durante la campaña de Bomboná, pero Sucre se lanzó a contenerlos con el obediente batallón Bogotá compuesto de granadinos, y lo logró enseguida. Terminado el combate ni un solo habitante de Pasto sufrió por parte de las tropas. Sucré llevó la magnanimidad hasta impedir la persecución a los vencidos para evitar los desmanes que pudieran cometer las tropas lejos de su presencia. Sin embargo el antiguo guerrillero realista José María Obando, no contento con haber asesinado a Sucre, años después intentó deshonrarlo ante la posteridad estampando en un libro lleno de mentiras, que no se explicaba cómo un hombre tan moral, humano e ilustrado como Sucre, había entregado la ciudad a la matanza y al saqueo por ocho días consecutivos.16 Es una calumnia propia del miserable asesino. Desde el primer momento Sucre desplegó la mayor benevolencia hacia los vencidos y tres días después de la toma de la ciudad decretó un indulto general en favor de cuantos se sometieran a Colombia. En seguida llegó el Libertador y cesó la autoridad de Sucre.17
Pero el señor Madariaga interpretando erradamente una frase de O’Leary relativa al final del combate, supone que después de la victoria Sucre permitió una horrible matanza de soldados y paisanos, hombres y mujeres (tomo II, pág. 225), cuando estos hechos ocurrieron en la lucha antes de que los pastusos se rindieran del todo.18
En la descripción de la campaña de Junín el autor mezcla hechos ciertos con otros falsos: el resultado como el de otras descripciones de las campañas, distante de la verdad, da una impresión pobre e ilógica, porque de cuando en cuando se le escapa algún rasgo genial del héroe en medio de un conjunto de torpezas; amonalía contraria a la naturaleza de las cosas, porque los grandes capitanes aún en sus infortunios, siempre dejan el sello de su capacidad y grandeza.
La batalla de Ayacucho fue la jornada más gloriosa de la guerra de la independencia. Precedida por hábiles maniobras de Sucre para anular los movimientos envolventes del Virrey, culminó con operaciones magistrales concebidas instantáneamente en la batalla y destinadas a destruir los diferentes cuerpos españoles unos después de otros, atacándolos oportunamente sin dejarlos desplegar en la llanura. Jamás se han realizado movimientos más hábiles y fecundos en un campo de batalla. Gracias al arte sublime del insigne general en jefe del ejército unido, un ejército de 5.780 hombres destruyó en gran parte, y obligó a capitular al resto del ejército de 9.310 combatientes que tenían los españoles. En el campo murieron 1.400 realistas y 700 quedaron heridos. La pérdida de los patriotas ascendió a 370 muertos y 609 heridos. De manera que hubo 1.770 muertos y 1.309 heridos. Sin embargo el señor Madariaga pretende demostrar que la batalla fue una comedia, es decir un convenio ideado por los españoles para salir honrosamente del compromiso en que se hallaban (tomo II, págs. 300 y 301).
Con esta absurda hipótesis el autor, no solamente ofende la memoria de Sucre y la de sus valerosos compañeros, sino mucho más todavía a la de los heroicos españoles que desde hacía 14 años luchaban abnegadamente para salvar a la Corona de España la más bella de sus posesiones de América. Es una manera simplista de hacer historia.
El señor Madariaga carece de visión política. Él no comprende la grandeza de las ideas continentales de Bolívar para formar un gran Estado, ni la Constitución Boliviana, concebida con el objeto de dar estabilidad política a su creación. No se da cuenta de que para consolidar a Colombia, Bolívar necesitaba destruir en el Perú el centro del poderío español en la América del Sur, en cuya empresa granadinos, ecuatorianos y venezolanos, adquirían el sentimiento nacional de la patria unificada; y menos entiende la necesidad de hacerla todavía más grande creando la Confederación Boliviana, de manera de darle influencia en la política internacional conservando cada sección su autonomía administrativa. Y si fracasó en este empeño fue por causa del particularismo invencible de las secciones debido en parte a la geografía y en parte a la torpe y mezquina organización colonial de mantenerlas aisladas entre sí, a que se habían acostumbrado en los tres siglos de administración. Toda la acción bolivariana para el autor sólo tuvo por objeto crear una monocracia a estilo de los tiranos asiáticos, idea servilmente copiada de Bartolomé Mitre, el calumniador sistemático de Bolívar.
Tampoco comprende el señor Madariaga la grandeza política de unir a los pueblos desunidos por medio de la institución de la Asamblea de Panamá, «que nos sirva de consejo en los grandes conflictos, de punto de contacto en los peligros comunes, de fiel intérprete en los tratados públicos cuando ocurrieran dificultades y de conciliador, en fin, de nuestras diferencias».
Escapan también al gran literato pseudo-historiador, los propósitos y finalidades de la guerra emprendida por el gobierno inepto del Perú contra Colombia en 1828. Parece ignorar que el Perú nombró a un extranjero, el general La Mar, de presidente de la República, para que se apoderara por su prestigio familiar, de los departamentos del Sur de Colombia y los agregara al Perú. Estos designios de un grupo de políticos peruanos, apoyados por extranjeros argentinos, permanecen ignorados por el señor Madariaga. De aquí sus errores a este respecto.
Ciertos errores del señor Madariaga no se le pueden imputar a él solo. Comparten su culpa algunos de nuestros literatos. Nuestro eminente compatriota José Gil Fortoul al adoptar las leyendas falsas de amores de Bolívar dice lo siguiente: «En el Perú, los paréntesis de actividad política y guerrera, los dedicaba a intrigas amorosas, que en no raras ocasiones llegaron al delirio».19 Es una fábula repetida por diversos autores. El hombre que trabaje como lo hizo Bolívar en los cortos meses de sus dos estadas en Lima, no puede llegar a esos extremos. El señor Jorge R. Corbacho, artista y anticuario peruano, impuesto de la historia de la sociedad limeña de la época hasta en sus menores detalles, nos ha dicho que no encontró en Lima ninguna referencia sobre los supuestos amores de Bolívar con damas de la aristocracia limeña. Esta opinión es muy respetable por los conocimientos y sagacidad de investigador del señor Corbacho, sin tendencias particulares sobre este asunto y guiado únicamente por el amor a la verdad. Un historiador peruano, especialista en tradiciones sociales, el señor Luis Alayza Paz Soldán, escribe a este respecto lo siguiente:
«En Lima el Libertador no tuvo amores. Estaba cerca la absorbente Manuelita: además los años habían consumido el leño de esa hoguera, que probablemente ya sólo la chispa endemoniada de Manuelita sabía encender por momentos, con el oxígeno de sus filtros brujos».20
Manuelita vivía en casa particular muy cerca del Palacio.
Según el señor Madariaga, «en Lima las mujeres se disputaban el honor de andar en hablillas por queridas del Libertador», y los hombres el de servir a sus órdenes (tomo II, pág. 316). Es una calumnia infame.
No se conforma el señor Madariaga en ultrajar a las mujeres en cuestión de los amores y la emprende también con los hombres. A este respecto refiere un episodio perfectamente inverosímil; según dice, el Libertador tenía al Perú literalmente a sus pies: «Don Manuel Lorenzo Vidaurre, peruano que había sido Oidor de la Audiencia del Cuzco, al ver un día que Bolívar no alcanzaba para montar a caballo se echó a cuatro patas para que el grande hombre le pusiera el pie sobre la espalda. Bolívar lo hizo Presidente de la Corte Suprema» (tomo II, pág. 316). El chismoso general Miller refiere este episodio, llegado a su conocimiento de oídas, de esta manera: en un salón en Lima, Vidaurre se echó al suelo para que el Libertador se montara sobre él, y decir que había sostenido al hombre más grande del mundo. ¿Cómo creer semejante versión? Sólo un calumniador sistemático puede acogerla.
En su furia el señor Madariaga se olvidó de que el Libertador pasó catorce años a caballo y como jinete rivalizaba con los llaneros más expertos.
En nuestros modestos trabajos hemos expuesto las ideas económicas justas y acertadas de Bolívar. Este concepto se puede comprobar fácilmente en el Indice de las Cartas del Libertdor recorriendo sus pensamientos en relación con el comercio y la administración pública. Hemos tenido últimamente la satisfacción de que el profesor Harold A. Bierck, autor de la Biografía del doctor Pedro Gual, Ministro de Relaciones Exteriores de la Gran Colombia, nos ha informado que pronto va a publicar un trabajo basado, como todos los suyos, en documentos auténticos, exponiendo que tanto Bolívar como Sucre fueron economistas eminentes. Sin embargo el literato carente de ideas administrativas cree lo contrario. En su obra dice enfáticamente que «Bolívar no era nada economista» (tomo II, pág. 341).
En carta del 17 de septiembre de 1825, escrita desde La Paz al general Santander, dice Bolívar textualmente: «Yo he decretado aquí, que todas las minas perdidas y abandonadas pertenecen de hecho al Gobierno, para pagar la deuda nacional. Desde luego en Colombia se podría hacer lo mismo, y venderlas todas a una compañía inglesa a cuenta de pagos de intereses por la deuda nacional».21 La medida no podía ser más sabia. Minas perdidas y abandonadas no producían ningún bien al Estado ni al pueblo. Vendiéndolas a una potencia rica las pondría en explotación con beneficio para el pueblo y para el Estado por los derechos que tradicionalmente se cobraban en América, siguiendo los métodos basados en el primitivo quinto del Rey. En carta posterior del 21 de octubre, desde Potosí, le dice Bolívar al mismo funcionario que ha vendido las minas de Bolivia por dos millones quinientos mil pesos, pero no se refiere evidentemente a las minas en actividad, sino a las minas perdidas y abandonadas,22 operación utilísima, que sensiblemente no llegó a efectuarse. Sin embargo el señor Madariaga tomando la frase incompleta al pie de la letra, pretende darle una interpretación que no tiene.
Durante la guerra Bolívar no tuvo tiempo sino de administrar los territorios ocupados por sus tropas; posteriormente en el Perú, en Bolivia y en Colombia, todas sus medidas económicas fueron sabias y oportunas.
Se empeña el señor Madariaga en mostrar que Bolívar era monárquico y quería coronarse. En 1825 llegaron noticias a la América del Sur de los propósitos de la Santa Alianza de establecer el sistema monárquico en las antiguas colonias españolas. Como es natural Bolívar escribió a Santander recomendándole averiguar cuáles eran las miras definitivas del gobierno francés a este respecto. Recuérdese que este gobierno había mandado poco antes un ejército con el Duque de Angulema a destruir el sistema constitucional de España y a restablecer a Fernando VII en el trono absoluto. La alarma era natural.23 Con este motivo Bolívar tuvo una larga conversación el 18 de marzo en Lima con el agente secreto de Inglaterra J. Maling, en la cual le hizo elogios del sistema monárquico de Inglaterra, digno de imitarse en nuestras constituciones y gobiernos. El agente inglés transmitió estas observaciones a su gobierno. Bolívar sólo quería sondear al gobierno de Inglaterra a ver si prestaría apoyo o se opondría a las intenciones de la Santa Alianza.
De aquí deduce el señor Madariaga que era monárquico y quería coronarse (tomo II, pág. 323).
Unos días antes, el 12 de marzo, el Libertador había escrito a nuestro Ministro en Londres, Manuel José Hurtado, encargándole averiguar con el gobierno inglés el mismo asunto y al término de sus instrucciones le dice: «Si el Ministro Británico encontrare por conveniente, para evitarnos la guerra, ofrecer a los aliados mis ideas políticas, como medio de impedir una ruptura de hostilidades, y un principio de negociación que lleve por objeto la libertad y la independencia de América, modificada por gobiernos mixtos de aristocracia y democracia, Vd. está autorizado por mi parte para instruir al Gobierno Británico de mi determinación de interponer toda mi influencia en América para obtener una reforma que nos produzca el reconocimiento de la Europa y la paz del mundo.
«Todo esto es en la suposición de que se considere por el Gobierno Británico inevitable la guerra; de otro modo NO, NO y NO».24
En esa época los gobiernos de Europa, todos absolutistas, querían destruir en la América Española, como lo hicieron en España, los gobiernos liberales. Sólo la oposición de Inglaterra, decisiva por el dominio del mar, los contuvo. El señor Madariaga ha revisado cuidadosamente las cartas de Bolívar, buscando frases adecuadas para sus acusaciones arbitrarias, pero no menciona esta carta fundamental, dirigida al Embajador de Colombia en Londres. Se extasía comentando otras frases posteriores de Bolívar, de necesidad política del momento, sin representar su pensamiento íntimo.
Seguir, aún a saltos, la crítica de los errores y absurdos del señor Madariaga nos llevaría demasiado lejos. No hay página de su obra libre de errores y calumnias. La política del héroe en sus últimos años, empeñado en conservar la integridad de Colombia la expone a su manera arbitraria y ficticia. Así llega hasta las escenas trágicas de Santa Marta. El héroe moribundo, luchando virilmente contra la debilidad de su organismo y la muerte, sólo le inspiran como todos los demás actos de su vida odio y desprecio. A la hora de la muerte, lo fustiga con su última calumnia y su último sarcasmo. Comenta la descripción dramática de estos momentos, expuestas por Fernando Bolívar, pero suprime una frase para aseverar la calumnia de que el Libertador no quiso confesarse, y toma una de sus frases delirantes, ya en momentos de expirar, para vilipendiarlo a su manera.
Tanto el Obispo de Santa Marta, como el general Montilla, con la mayor delicadeza le insinuaron al Libertador que en su estado debía prepararse y cumplir con la Iglesia. «Enseguida —dice su sobrino, con una grandeza de alma que nada puede igualar, y manifestando su gran entereza por los objetos laudables, sin reparar en pequeños obstáculos, convino inmediatamente en que lo haría. Entonces se celebró este acto, y a la noche tomó el Viático».25 Después le presentaron su alocución a los colombianos y se refirió a algunos de sus legados puestos en su testamento, como la medalla de Bolivia y la espada del Gran Mariscal de Ayacucho.
El señor Madariaga copia las palabras de su sobrino Fernando Bolívar, pero omite esta frase: «Entonces se celebró este acto», es decir sus deberes con la Iglesia, o sea la confeción. Omite la frase para aseverar que el Libertador no se confesó, es decir que no cumplió con sus deberes religiosos. Así está escrita toda la malévola y disparatada obra del señor Madariaga.
Pero no se conforma el escritor con las innumerables durezas dirigidas contra el héroe. Comenta una de sus últimas frases. Cuando Bolívar en delirio, pensando en su abandonado viaje, dijo: «Vámonos… Vámonos muchachos, lleven mi equipaje a bordo de la fragata», exclama con no disimulado regocijo: «La fragata se hizo a la vela para la eternidad».
El payaso que adorna la cubierta del libro, es un trasunto del muñeco trágico expuesto por el autor.
Luis Alberto Sucre: Genealogía del Libertador. Caracas, 1930, pág. 135.
Publicado en el diario «El Nacional». Domingo 22 de octubre de 1950.
M. S. Sánchez. «Origen de Josefa Marín de Narváez. Mito Genealógico». Boletín de la Academia Nacional de la Historia, Nº 105, págs. 106 y 107.
Memorias de Miller, tomo II, pág. 281.
José de Austria: Bosquejo de la Historia Militar de Venezuela. Caracas, 1855, tomo I, pág. 189.
Proclama de Boves, Cuartel General de las Alturas de San Mateo, 15 de marzo de 1814. Boletín de la Academia Nacional de la Historia Nº 54, pág. 258.
Historia General de España, por Modesto Lafuente. Barcelona, 1890, tomo XX, págs. 317 a 319.
Lecuna: Proclamas y Discursos del Libertador. Caracas, 1939, págs. 227 a 228.
Memorias del Regente Heredia. Edición de Madrid, pág. 231.
Relación del Presbítero doctor Ambrosio Llamozas, Vicario General del Ejército de Boves. Lecuna, Bolívar y el Arte Militar, pág. 347.
Boletín Nº 47 del Ejército Libertador. Lecuna, Bolívar y el Arte Militar, pág. 271.
Memorias del Regente Heredia. Edición de Madrid, pág. 265. Edición de París, 1895, pág. 204.
Biografía de Ribas. Edición de París, prefacio de Rufino Blanco Fombona, págs. 112 a 115.
Manuel Segundo Sánchez: Imputaciones infundadas contra Bolívar. Boletín de la Academia Nacional de la Historia Nº 107, pág. 215.
Recollection of a Service of three years during the War of Extermination, by an officer of the Colombian Navy.
José María Obando: Apuntamientos para la Historia. Lima, 1842, pág. 27.
Lecuna, Crónica razonada de las Guerras de Bolívar, tomo III, pág. 238.
O’Leary, Narración, tomo II, pág. 183.
José Gil Fortoul: Historia Constitucional de Venezuela. Berlín, 1907, tomo I, pág. 332.
Luis Alayza Paz Soldán: Mi País. Lima, 1943, segunda serie, pág. 259.
Lecuna, Cartas del Libertador, tomo V, pág. 92.
Lecuna, Cartas del Libertador, tomo V, pág. 142.
Lecuna, Cartas del Libertador, tomo IV, págs. 279 y 280.
Lecuna, Cartas del Libertador, tomo IV, págs. 292 a 294.
Boletín de la Academia Nacional de la Historia, Nº 100, pág. 314.